Añón, Valeria; Sancholuz, Carolina; Henao Jaramillo, Simón, compiladores
Tropos, tópicos y cartografía: Figuras del espacio en la literatura latinoamericana
Añón, V.; Sancholuz, C.; Henao Jaramillo, S, compiladores (2017). Tropos, tópicos y cartografía : Figuras del espacio en la literatura latinoamericana. La Plata : Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. (Colectivo crítico ; 3). En Memoria Académica. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/libros/pm.525/pm.525.pdf
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Colectivo Crítico
TROPOS, TÓPICOS Y CARTOGRAFÍA FIGURAS DEL ESPACIO EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA Valeria Añón, Carolina Sancholuz y Simón Henao-Jaramillo (compiladores)
Esta publicación ha sido sometida a evaluación interna y externa organizada por la Secretaría de Investigación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Diseño: D.C.V Celeste Marzetti - D.C.V. Federico Banzato Tapa: D.G. Leandra Larrosa Editora por Prosecretaría de Gestión Editorial y Difusión: Natalia Corbellini Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 ©2017 Universidad Nacional de La Plata ISBN 978-950-34-1504-7 Colección Colectivo crítico, 3 Añón, V., Sancholuz, C., y Henao-Jaramillo, S. (Comps.). (2017). Tropos, tópicos y cartografías : Figuras del espacio en la literatura latinoamericana. La Plata: Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. (Colectivo crítico ; 3). Recuperado de http://libros.fahce.unlp.edu.ar/index.php/libros/catalog/book/89
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Colección Colectivo Crítico Directora Miriam Chiani Consejo Editorial Teresa Basile Enrique Foffani Anahí Mallol Alejandra Maihle Laura Juárez Secretaria de redacción Silvina Sánchez
Índice
Presentación................................................................................................ 11
Primera Parte: De la crónica mestiza a la lírica de Sor Juana: tramas discursivas del espacio en la literatura colonial Crónicas mestizas novohispanas y espacialidad Valeria Añón.......................................................................................... 17 Un oscuro día de justicia: Alboroto y motín de los indios de México (1692) de Carlos de Sigüenza y Góngora Facundo Ruiz......................................................................................... 35 “Óyeme con los ojos”. Desplazamientos en la poesía de sor Juana Inés de la Cruz Susana Zanetti....................................................................................... 51
Segunda Parte: De las ficciones esclavistas al cosmopolitismo modernista: figuraciones del espacio local y trasnacional hacia el fin de siglo XIX Lugares y espacios para la literatura en la Argentina del XIX. Las bibliotecas populares en los circuitos de la lectura Javier Planas.......................................................................................... 67
Zonas oscuras en el trópico: esclavitud africana y naturaleza brasileña en O tronco do Ipê de José de Alencar Julieta Novau......................................................................................... 87 Entre la isla y el mundo: el cosmopolitismo del pobre en Rubén Darío Rodrigo Caresani ............................................................................117
Tercera Parte: Geografías dislocadas: tramas simbólicas del espacio en la poesía y la narrativa de los siglos XX y XXI El llano en llamas: hacia una “poética del espacio” en los cuentos de Juan Rulfo Carolina Sancholuz.........................................................................153 La espacialización de la destrucción en la poesía de José Emilio Pacheco Rosario Pascual Battista .................................................................167 Geografía de los afectos en Abraham entre bandidos de Tomás González Simón Henao-Jaramillo .....................................................................201 Lo que el ojo no alcanza a abarcar: mirada paisajística en Primitive Offensive de Dionne Brand Azucena Galettini ...........................................................................235 Autores ..............................................................................................289
A la memoria de nuestra querida maestra de literatura latinoamericana, Susana Zanetti (1933-2013)
Presentación Tropos, tópicos y cartografías: figuras del espacio en la literatura latinoamericana reúne un conjunto de ensayos sobre distintos aspectos y momentos de nuestra literatura latinoamericana vinculados entre sí a partir de la noción de espacio y su representación, que se concreta en importantes y diversas producciones literarias y discursivas a lo largo de la historia cultural de nuestro continente. Concebimos la categoría espacial como una herramienta teórico-crítica que, lejos de volverse una instancia vacía o abstracta, se delinea como lugar de disputas de subjetividades individuales y colectivas, imaginarios, identidades y distintas formaciones sociopolíticas y culturales. De allí que, si bien privilegiamos un abordaje del espacio en su dimensión literaria y discursiva, atendamos asimismo a su dimensión histórica, política y relacional. Los trabajos acá compilados muestran parte de los resultados alcanzados a lo largo de una investigación grupal que hemos desarrollado en el período 2013-2015, en el marco más amplio del Programa Nacional de Incentivos de la Universidad Nacional de La Plata. En este sentido el libro consolida la labor de nuestro equipo, conformado por jóvenes investigadores, becarios y tesistas, reunidos en el proyecto denominado “Cartografías de la literatura latinoamericana: tropos y tópicos del espacio y su representación”, bajo mi dirección y la codirección de la Doctora Valeria Añón, radicado en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS) de nuestra Facultad de Humanidades. Cuando seleccionamos los ejes principales de la investigación nos acompañaba la valiosa y querida presencia de nuestra maestra de Literatura Latinoamericana, Susana Zanetti. En aquel momento Susana, con enorme humildad, nos cedió a Valeria y a mí su indiscutible rol de dirección del proyecto, para alentar nuestro crecimiento académico. Lamentablemente, el rápido proceso de su enfermedad apenas iniciadas las tareas, no le dio oportunidad para desarrollar su propuesta individual. Por ello mismo quisimos homenajearla publicando un bellísimo –11–
Presentación
ensayo de su autoría, centrado en la figura espacial del desplazamiento en la lírica de Sor Juana, donde analiza con extrema fineza crítica retratos y poemas amorosos sorjuaninos. Su colaboración cierra el primer apartado de nuestro volumen, dedicado a las tramas discursivas del espacio en la literatura colonial, junto con los ensayos de Valeria Añón y de Facundo Ruiz. Valeria se detiene en el particular entramado y representación de la ciudad en las crónicas mestizas, pero antes propone una rigurosa puesta al día del estado actual de los estudios coloniales, especialmente desde las contribuciones teóricas y críticas situadas en América Latina. Por su parte Facundo Ruiz, especialista invitado a colaborar en nuestro volumen, realiza una lectura renovadora de un texto testimonial del México colonial como lo es Alboroto y motín de los indios de México de Carlos de Sigüenza y Góngora, para analizar y cuestionar el problema del archivo en los estudios literarios de América Latina, no solo el de la etapa colonial sino también el del presente. El segundo apartado se concentra en la tensión entre el espacio local y el espacio transnacional en tres instancias que muestran también la diversidad de aspectos que atañen y atraviesan lo que hoy puede entenderse como “literatura latinoamericana”, dada su enorme y rica heterogeneidad. Julieta Novau se detiene en un espacio y momento particular de América Latina: Brasil, segunda mitad del siglo XIX, para indagar desde allí cómo en la narrativa de un autor de gran relevancia e incidencia en el espacio público y político del país –José de Alencar–, se representan, no sin tensiones y límites, las “zonas oscuras” de la identidad brasileña, esto es, el mundo de la esclavitud. Los trabajos de dos especialistas invitados, Javier Planas y Rodrigo Caresani, ofrecen otras perspectivas que iluminan diferentes cuestiones de la cultura latinoamericana local y transnacional en el período de fines de siglo XIX y entre-siglos. Por un lado Planas, desde su disciplina de formación, la bibliotecología, ofrece un riguroso análisis de caso, situado en un contexto espacial y en un momento histórico determinado de nuestro país (Noroeste argentino, hacia 1870), para analizar el impacto cultural de una institución cómo la biblioteca popular, en el espacio simbólico de la lectura y la construcción de lectorados en la Argentina del siglo XIX. Por otro, Caresani revisa los alcances del cosmopolitismo en Rubén Darío, incorporando propuestas críticas como la que ofrecen los estudios trasantlánticos y la literatura mundial, para plantear una revisión del proyecto estético y político modernista entendido como “importación cultural”. Conceptos que –12–
Carolina Sancholuz
atañen a espacios simbólicos como “navegación de biblioteca” y “comunidad flotante” son las herramientas críticas que le permiten a Caresani una lectura nueva de Los raros de Rubén Darío, como un tributo también en la conmemoración del centenario de su muerte que se cumplió en el año de 2016. Finalmente nuestro volumen se cierra con un apartado que recorre autores y autoras de los siglos XX y XXI, cuyas poéticas del espacio trazan una topografía dislocada del mapa latinoamericano contemporáneo. Así, el trabajo de Rosario Pascual Battista ahonda en los primeros libros de poesía del gran poeta mexicano José Emilio Pacheco, para leer en ellos cómo la configuración de ciertos tópicos en su sentido “topográfico” (destrucción, ruina, muerte), permite trazar constantes muy significativas en la poética del autor. Su ensayo dialoga con mi propuesta de leer la “poética del espacio” en los cuentos de El llano en llamas de Juan Rulfo, precisamente desde el homenaje poético que Pacheco le rinde a Rulfo en un bellísimo poema construido a partir de las palabras del emblemático relato “Nos han dado la tierra”. Si en Rulfo y en Pacheco la violencia ineludiblemente se anuda a la poesía, ambos autores no eluden, sin embargo, el profundo dolor que atraviesa la historia mexicana y latinoamericana. Espacios y paisajes escindidos por la violencia son también objeto del asedio crítico del ensayo de Simón Henao-Jaramillo que, valiéndose de las diversas significaciones del concepto de comunidad, indaga en la narrativa reciente de Tomás González y de otros autores colombianos actuales. Por último, si de espacios dislocados se trata, el trabajo de Azucena Galettini interpela y nos interpela como lectores a repensar el mapa literario de nuestra América Latina, en una apuesta crítica que procura integrar el entre-lugar de una escritora diaspórica como Dionne Brand, caribeña y canadiense, en los estudios literarios caribeños y latinoamericanos. A partir del concepto de espacio, las ciencias sociales ampliaron el abordaje teórico hacia nociones afines tales como lugar, territorio y territorialidad, frontera, umbral, red, diásporas, desplazamientos, exilios, migraciones, viajes, globalización, topografía, comunidad, paisaje, naturaleza, espacialización y espacialismo, “lugares de memoria”, utopías y distopías, las cuales configuran un destacable “sistema de lugares” del imaginario contemporáneo y un campo semántico de sugerentes significaciones. Tropos, tópicos y cartografías: figuras del espacio en la literatura latinoamericana pretende contribuir a reflexionar sobre estas cuestiones desde los estudios literarios y culturales, partiendo de una –13–
Presentación
noción de espacio como concepto relacional, articulador y dinámico, capaz de redefinirse y construirse a partir de determinadas concreciones textuales latinoamericanas, que nos permiten trazar un mapa de lecturas y diseñar posibles cartografías de la literatura latinoamericana Ensenada, 2016 Carolina Sancholuz
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PRIMERA PARTE De la crónica mestiza a la lírica de Sor Juana: tramas discursivas del espacio en la literatura colonial
Valeria Añón
Crónicas mestizas novohispanas y espacialidad Valeria Añón
El dí que conozca todos los emblemas –preguntó a Marco– ¿conseguiré al fin poseer mi impeio? Las ciudades invisibles Italo Calvino
En el ámbito de los estudios coloniales, la pregunta en torno a la espacialidad en las Crónicas de Indias ha adquirido renovado impulso en las últimas décadas, resultado de nuevas aproximaciones críticas y del “cambio de paradigma” que anunciaba Rolena Adorno en 1988. En ese marco, variadas investigaciones (Mignolo, Mundy, Padrón, López Parada) han revisado representaciones cartográficas de ciudades emblemáticas como Cuzco y México, atendiendo a la colonialidad que articula estas imágenes. Para ello, se han centrado en crónicas de tradición occidental, entre las cuales las Cartas de relación de Hernán Cortés y el Mapa de Nuremberg ocupan un destacado primer plano. Aunque incipientes, los estudios sobre crónicas mestizas (Lienhard, 1982) han sido más esporádicos, y entre ellos ha prevalecido la pregunta por la representación de identidades y subjetividades antes que por el espacio. En este trabajo me referiré brevemente al estado de la cuestión en los estudios coloniales y luego me centraré en la ciudad en algunas crónicas mestizas novohispanas, a las que abordo desde una perspectiva comparativa y en relación con sus tramas y configuraciones identitarias.
El espacio en la literatura colonial: apuntes desde la academia local La pregunta por el espacio en los estudios coloniales tiene al menos cuarenta años y parte de preocupaciones históricas y arquitectónicas en torno al urbanismo y la ciudad. Como trabajos señeros se destacan Las –17–
Crónicas mestizas novohispanas y espacialidad
ciudades latinoamericanas de Richard Morse (1973) y Latinoamérica. Las ciudades y las ideas de José Luis Romero (del mismo año). Difícil sobreestimar la importancia de estas aproximaciones históricas a la ciudad latinoamericana y, en particular, a la ciudad colonial, con sus análisis en torno a fundaciones, legalidad y traza (Morse), ciudades fuerte y ciudades puerto (Romero), y su perspectiva de larga duración, desde el medioevo hasta el siglo XIX, que colocaba a las ciudades americanas en un arco diacrónico de mayor espesor.1 El punto de inflexión, por su impacto y por la extensión y pregnancia de su recepción, lo constituye La ciudad letrada de Ángel Rama, libro que se publica póstumamente en 1984. Si bien en este volumen la reflexión acerca de la ciudad colonial temprana (siglo XVI) es acotada, varias de sus afirmaciones respecto a la traza, la articulación entre cultura, orden, discurso y espacio, los usos de Foucault para leer el archivo latinoamericano temprano resultan fundantes de buena parte de la crítica actual.2 Aquí es donde ingresa, de manera específica, la pregunta por la espacialidad como dimensión literaria y cultural, y es a partir de entonces que dará sus mayores frutos. De manera concomitante tuvo lugar una propuesta de cambio de paradigma, del autor y la obra al discurso, la enunciación y el texto (Adorno, 1988a y 1988b; Mignolo, 1986; 1995), cuyos resultados efectivos han sido cuestionados (Poupene y Hart, 1995; Verdesio, 1997). Las representaciones discursivas, cartográficas, pictóricas –mapas autóctonos, planos, códices, títulos primordiales– fueron colocadas en el centro de ese giro crítico y dieron grandes frutos a la hora de pensar la articulación entre relación e imagen (Acuña sobre Muñoz Camargo, 1981); el cruce cartográfico de tradiciones occidentales e indígenas 1 No abundaré aquí sobre esta bibliografía harto conocida por todo latinoamericanista. Sí me interesa, en cambio, subrayar la genealogía continental de estas preocupaciones y el impacto que aún tienen estos trabajos treinta o cuarenta años después de producidos, ya que marcaron una forma de comprender la literatura y la cultura latinoamericanas atendiendo a imaginaciones geográficas, lógicas cartográficas y entrecruzamientos entre ciudades planificadas y ciudades reales.
Beatriz Colombi (2006) ha hecho notar la productividad del caso México en esta obra de Rama, en particular en torno a la ciudad barroca y en detrimento de otras zonas y textualidades latinoamericanas. También es cierto que ha sido criticada a posteriori la noción de orden y de traza que Rama propone respecto de la ciudad colonial, contrastando con experiencias y mapas efectivos estas ciudades ideales. Lo que me interesa aquí no obstante es marcar la persistencia y pregnancia de un derrotero crítico, más que discutir en detalle las tesis de Rama. 2
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Valeria Añón
(Mundy sobre el Mapa de Nuremberg, 1998); el discurso legal y la negociación por parte de las comunidades indígenas en torno a territorios arrebatados (Gruzinski sobre los títulos primordiales, 1988). En el ámbito local (Argentina) y ya desde mediados de los años 90 la pregunta por la espacialidad se centró en relación con el relato de viaje y sus retóricas, en los libros de Elena Altuna (2002) acerca de los caminantes y viajeros en la zona andina, y a partir de una revisión profunda de la retórica y la textualización del narrador-viajero. La segunda línea de convergencia remite al “el giro espacial” (the spatial turn) que mucho tuvo que ver con el impacto de los trabajos de Edward Soja, por un lado, y de Edward Said, por otro (en especial en El mundo, el texto y el crítico, 2004). No afirmo aquí que esa haya sido la línea seguida en los estudios coloniales en la Argentina, pero sí me interesa subrayar que el terreno local ya estaba preparado para hacer lugar a estos debates que tuvieron especial impacto en la academia norteamericana, como lo demuestran los ya citados trabajos de Mignolo, y los volúmenes de Ricardo Padrón, The Spacious World (2004), y de Barney Warf y Santa Arias, The Spatial Turn. Interdisciplinary Perspectives (2009), que configuran una reflexión desde el spatial turn, tramitado desde la problemática de la colonialidad. El trabajo de Padrón resulta fundamental porque desmonta las tramas coloniales de la cartografía occidental, aporte fundamental para pensar las representaciones del espacio en las crónicas. En tanto, los volúmenes editados por Santa Arias, tanto el mencionado de 2008 como uno anterior, coordinado junto a Mariselle Meléndez, Mapping Colonial Spanish America (2002), intersectan de manera especialmente provechosa representaciones cartográficas y discursivas (literarias) desde una perspectiva interdisciplinaria y a partir de la tesis de que volver sobre la noción de espacialidad (que involucra cartografías y espacios, pero los excede) permite comprender asimismo cómo y porqué ocurrieron las cosas (2009: 18). El correlato local de estas transformaciones puede rastrearse hasta los trabajos de María Jesús Benites sobre las obra de Pedro Sarmiento de Gamboa (2003), de Loreley El Jaber sobre las crónicas del Río de la Plata (Un país malsano, 2010) y hasta la sistematización, en términos de retórica del viaje y sus modos de representación del espacio que propone la investigadora argentina Jimena N. Rodríguez en Conexiones transatlánticas (2010). Más cercano aún, cabe mencionar el número especial de la revista Vanderbilt e-Journal of Luso-Spanish Studies coordinado por David M. Solodkow y Hugo Ramírez, y dedicado a la representación de la ciudad en la literatura colonial (2013). Esta rápida enumeración, además –19–
Crónicas mestizas novohispanas y espacialidad
de exhibir interés y productividad, nos coloca ante un estado del campo en el cual la noción de espacialidad y, en particular, la pregunta por la ciudad funcionan como ejes organizadores del corpus cronístico, a partir de los cruces entre textos canónicos y crónicas periféricas. Desde estas escuetas genealogías entrecruzadas pueden trazarse tres dimensiones para comprender la forma en que el “giro espacial” impacta en los estudios coloniales, con distinto énfasis ya sea que se trate de investigaciones desde América Latina o sobre América Latina (ese tan agitado debate, aún no zanjado…). Me refiero a la representación discursiva de la naturaleza; las inscripciones textuales de la ciudad; y al “giro” cartográfico.3 Estas se articulan a partir de las nociones de imperio, colonialidad y geopolítica del conocimiento, en una compleja trama que cada uno de los estudios coloniales contribuye a desanudar, pero en la cual queda aún mucho por hacer, en particular en relación con las crónicas mestizas.4 Para dar cuenta escueta de estas dimensiones aludiré a crónicas novohispanas de tradición occidental en cruce con crónicas mestizas, porque sólo una perspectiva contrastiva permite articular preguntas y postular divergencias.
La naturaleza5 Hablar de “naturaleza” para pensar estas textualidades puede parecer anacrónico, ya que los sentidos con que la entendemos hoy divergen de las que prevalecían en los siglos XV y XVI. En cualquier caso, algunas de las connotaciones aún presentes tienen sus raíces entonces, como se verifica según la versión de Covarrubias (1611). Allí leemos una primer acepción que identifica sinonímicamente naturaleza con natura (latín) y la define como “condición y ser, como fulano es de naturaleza fuerte. Naturaleza se toma por la casta, y por la patria y nación” (565). A ello le suma una segunda inflexión, la idea de 3 Por razones de espacio no aludiré a la dimensión cartográfica en este trabajo. Puede verse una primera aproximación, en particular al Mapa de Nuremberg, en mi artículo “Narrativas de viaje y espacialidad en crónicas de la conquista de América. Apuntes comparativos para una discusión” (2014b). 4 Caracterización problemática, tomo la noción de Martin Lienhard (1983), con las críticas que le postula Catherine Poupeney-Hart (1995).
Versiones parciales de algunas partes de este apartado y el siguiente aparecieron en Añón (2014). La que aquí presento amplía y despliega dichas hipótesis. 5
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Valeria Añón
lo “natural”, que implica tanto la “naturaleza de cada uno” como su oposición respecto de lo artificial (ídem). En una ambivalencia que persiste hoy, “naturaleza” implica un uso espacial específico y otro metafórico o intangible al menos, que remite al sujeto y a la falta de artificio. Me interesa retomar estas acepciones a la hora de pensar diversas representaciones de la naturaleza americana desde los inicios del archivo occidental sobre América (fines del siglo XV), y agregarle una, crucial: la naturaleza como opuesta a la ciudad, al trazado urbano y sus vínculos con la instalación efectiva de las instituciones; la naturaleza vinculada entonces con un espacio primigenio, edénico, lugar de la utopía tanto como de la caída; en cualquier caso, lugar de lo espontáneo y no artificial frente a la artificiosa noción de cultura vinculada con los espacios urbanos, que se delinea con fuerza en la temprana modernidad. No se me escapa que estas rápidas afirmaciones exigirían un artículo completo. En cualquier caso, aquí sólo pretendo dilucidar algunos de sus funcionamientos en nuestras crónicas. Para ello resulta inevitable remontarse a los orígenes del archivo latinoamericano puesto que, ya desde el primer viaje de Cristóbal Colón, estas nuevas tierras fueron definidas por lo abrumador, desmesurado, intrincado de su espacio natural, cuyos hombres –buenos salvajes o caníbales en la mirada colombina–, connotaban la medida de la extrañeza de un universo de compleja aprehensión. Así, naturaleza es natura pero es también esencia y personalidad de un espacio imaginado y leído; en ese sentido lo natural es campo de la maravilla antes que del artificio, maravilla mensurable y apropiable a partir de la lógica imperial-mercantil que alimenta la mirada colombina.6 Para dar cuenta de esta naturaleza indómita, Colón –nutrido en los relatos de viaje medievales– recurre al símil y a la comparación: todo lo nuevo debe tener su correlato en lo conocido; se trata de observar nuevas tierras con viejos ojos (Tuninetti, 2001) y de ser capaz de transmitirlas en imágenes que no quiebren de manera abrupta la posición del sujeto ante sí y ante el mundo. De allí que el símil, en su movimiento etnocéntrico, resulte tranquilizador: lejos de atentar contra las fronteras de la identidad, las confirma en sus lábiles certezas. “Lo exótico se vuelve familiar”: de este modo procedería la mirada Me refiero a las inflexiones de la mirada imperial en mi trabajo “Figuraciones y usos del viaje en cartas de la conquista de América” (2016a). 6
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Crónicas mestizas novohispanas y espacialidad
también en las cartas de relación de Hernán Cortés y la historia de Bernal Díaz del Castillo, según John H. Elliott (1970, p. 18), por ejemplo. Pero el Almirante también se encontrará ante lo deslumbrante e inaprensible de una geografía, una flora y una fauna en verdad “diferentísimas de las del nuestro”, como afirmará Francisco López de Gómara ([1553]1979, p. 7) más de medio siglo después. Aquí, el tópico de lo inefable resulta insuficiente, excede la mirada del viajero que alude a lo diverso a partir de una comparación que involucre un juicio de valor. Se acude entonces a lo maravilloso y lo exótico, lo mítico y lo demoníaco; la naturaleza americana es objeto de asombro y utopía hasta llegar a afirmar indicios de la existencia del Paraíso Terrenal en América, como señala Cristóbal Colón en su Tercer Viaje. Las representaciones de la naturaleza se organizarán a partir del tópico de la abundancia y su contraparte, el tópico de la carencia, en la mirada del conquistador que percibe el espacio americano en términos de beneficios y riquezas, de allí la insistencia con que el término “oro” estructura el primer diario colombino.7 Con múltiples desplazamientos y transformaciones, esta perspectiva acerca de la naturaleza americana constituye una mirada fundante sobre el Nuevo Mundo, que las crónicas novohispanas de tradición occidental se encargarán de refrendar o modificar en el relato de vivencias singulares. Los textos exhiben un modo de codificación peculiar, el del relato de viaje, cuya matriz retórica e imaginería constituyen un sustrato central en la inscripción textual de la espacialidad, natural o urbana. Ello puede verse en los relatos de la conquista de México (Cortés, Bernal Díaz, Tapia, Aguilar), donde la expedición de Hernán Cortés a Tenochtitlan, realizada entre 1519 y 1521, es narrada de manera modélica a partir de esta matriz. Claro que no se trata de un viaje naturalista ni bucólico; por el contrario, la mirada lleva inscripta la conquista y toda la naturaleza es aprehendida según esta lógica mercantil que organiza cada momento de la diégesis con atención a un objetivo ulterior. En la expedición a Tenochtitlan tanto el narrador capitán de las Cartas de relación como el narrador soldado de la Historia verdadera se detienen a ponderar y saber el secreto de extraños fenómenos como el volcán Popocatépetl o a rememorar el frío con que las alturas del centro de México sorprendían a los Analizamos estas peculiaridades de la representación colombina en la introducción y las notas a la edición del Diario del Primer Viaje de Cristóbal Colón, junto a Vanina M. Teglia (2012). 7
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conquistadores. La geografía, la flora y la fauna mesoamericanas son aprehendidas y representadas de acuerdo con una ambivalente perspectiva de lo semejante y lo diverso, típica de estos viajeros, como señala Antonello Gerbi (1975).8 En cualquier caso, tanto en la representación del espacio natural como del urbano predomina el símil: todo es semejante a lo propio, traducido en nombres y formas conocidas y afines, para un destinatario y un público ávidos de lo exótico, aunque refractarios a lo absolutamente distinto. Las miradas de estos narradores mensuran, cuentan, inventarían, ordenan y segmentan: aprehenden en una lógica propia, antitética, un referente que se muestra elusivo o diverso. La peculiaridad del ingreso de esas estampas de naturaleza en estas crónicas de tradición occidental radica en su función narrativa: digresiones en un itinerario que se pretende rectilíneo hacia la conquista de Tenochtitlan, llaman la atención del “curioso lector” (en el caso del texto de Bernal Díaz) o del lector real (en las cartas de Cortés) y cumplen, por tanto, una función apelativa y poética. En el largo plazo, contribuyen a cimentar una imagen de la naturaleza americana definida por su maravilla y singularidad, aunque también acuden a la naturaleza como dato y marco para la ciudad, en la tradición del relato de viaje (Zumthor, 1994). Los usos de la naturaleza son múltiples, entre la inflexión del exotismo, la función poética y el reconocimiento a partir de la semejanza. El relato de la naturaleza mesoamericana exhibe otras complejidades en las crónicas mestizas novohispanas, entre las que destaco el Libro XII de fray Bernardino de Sahagún (1575), la Historia de Tlaxcala de Diego Muñoz Camargo (1592) y la Historia de la nación chichimeca de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (circa 1625). En ellas en cambio algunas ciudades y ciertas referencias geográficas que tanto asombran al conquistador reciben un espacio textual acotado. Ya no se trata de narrar lo desconocido o lo ajeno: ahora se está ante la familiaridad de una memoria que es asumida como propia; de una lengua en la que aún palpitan concepciones autóctonas del espacio, donde a lo urbano y natural se suma lo cosmogónico y lo mítico (de allí que, por ejemplo, numerosas representaciones espaciales indígenas incluyan en una misma cartografía lo humano y lo divino, en yuxtapuesta contigüidad. Si la conquista y la derrota atenazan estas memorias en la censura, el silencio y el trauma, de todos modos no alcanzan a quebrar por completo el vínculo con el espacio 8
Para un análisis de estas escenas remito al capítulo 4 de mi libro La palabra despierta (2012).
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propio. Con estos complejos materiales construyen sus representaciones las crónicas mestizas; a ellos se deben también algunos silencios, ciertas focalizaciones, puestas en relieve de espacios sociales, alianzas, diferencias territoriales, enfrentamientos y negociaciones que constituyen la memoria rota, herida, pero aún palpitante de cada comunidad. Claro que si resultaba algo anacrónico referirnos a la naturaleza respecto de los escritos colombinos, más aún lo es en relación con las crónicas mestizas novohispanas, en las que la noción misma de espacialidad no admite la segmentación natural-urbano que proponen las crónicas de tradición occidental. En cambio, en nuestras crónicas las tramas narrativas configuran un dibujo continuo, que bucea en la complejidad de la metáfora como retórica y como vínculo directo con las lenguas y los universos culturales autóctonos. No es este el sitio para desplegar un análisis de esta figura, ya largamente evaluada por la crítica. En cambio, quisiera apuntar la hipótesis de que, en toda crónica mestiza, la metáfora funciona como mecanismo narrativo primordial y de que es su doble dimensión entre lo presente y lo ausente, sumado al vínculo por analogía, lo que cimenta las elusivas referencias a la naturaleza en tanto espacio que acoge a una ciudad definida, también, a partir del nombre y de la memoria (Añón, 2016b). Estamos aquí ante dos directrices fundamentales: espacio y subjetividad, por un lado; representación y trama metafórica, por otro. Ambas se reiteran en las imágenes de ciudades, dimensión central en los estudios literarios coloniales en general y en torno a los relatos respecto de la conquista de México en particular.
La ciudad Si volvemos a los inicios del archivo colonial constataremos que las primeras representaciones del espacio urbano se remiten a los textos colombinos (el Diario del Primer Viaje y las cartas a Luis de Santángel y a los Reyes Católicos), en los cuales se destaca todo lo que de fundacional (e imperial) tiene el gesto de marcar como tabla rasa un territorio al que se inventa e imagina desnudo, virgen. En este contexto, inscripción textual del espacio, del Otro (buen salvaje o caníbal) y de un ideal propio de asentamiento (el Fuerte de Navidad, fundado por Colón antes de regresar a España en su primer viaje) constituyen los gestos inaugurales de la violencia de la representación (Añón y Teglia, –24–
Valeria Añón
2012). Es cierto que se trata de un primer asentamiento problemático, que poco tiene de urbano y mucho de precario, cuya función es brindarle legalidad a la conquista y asegurar un espacio al que retornar, aunque la historia finalmente sea otra –recordemos que el fuerte fue asolado, por motivos no del todo claros aún, y que todos los colonos-conquistadores murieron, como constató Colón en su segundo viaje. En cualquier caso, más allá de la anécdota, importa su funcionamiento textual que, como señala David Solodkow, da lugar a la conformación de un “discurso etnográfico colombino [y] especialmente a la formulación estereotípica y tropológica del caníbal y las amazonas. […] La ausencia de lo esperado creó el vacío necesario para la refundación de la nueva utopía colonial” (2013, p. 173-4). Dando cuenta de continuidades y transformaciones, variadas crónicas de tradición occidental (las ya referidas cartas de Cortés, 1519-1521; las historias de López de Gómara, 1552; la historia de Bernal Díaz, 1568-75) y mestizas (el Libro XII de fray Bernadino de Sahagún, la Historia de Tlaxcala de Diego Muñoz Camargo, la Historia de la nación chichimeca de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl; la Relación de Texcoco de Juan Bautista Pomar de 1582) presentan ciudades paradigmáticas que funcionan como núcleos significantes y organizadores de la trama: México-Tenochtitlan, claro, pero también Tezcoco y Tlaxcala, entre otras. En estas crónicas, organizadas entre la retórica descriptiva y la experiencia, entre las ciudades míticas y la majestuosidad de los espacios americanos, se erigen distintos tipos de urbes con funciones textuales diversas. Las grandes ciudades indígenas funcionan como organizadoras de la diégesis, a partir de una retórica descriptiva que articula el universo topológico de la descriptiocivitatis, la forma narrativa del relato de viaje y las modulaciones de la mirada imperial (en el caso de la tradición occidental) o bien melancolía, nostalgia, errancia y reclamo (en las crónicas mestizas). No puedo extenderme aquí en esta dimensión, a la que dediqué otros trabajos (Añón, 2013), pero quisiera subrayar la potencia diegética, en términos de organización y definición de la trama, porque es este funcionamiento representacional el que me interesa retomar para pensar las crónicas mestizas, habitualmente abordadas en términos de verdad, resistencia o etnicidad. Es preciso entonces interrogarse respecto de los usos del espacio en las crónicas mestizas. Mi tesis es que, a diferencia de lo que ocurre con las crónicas de tradición occidental, y en consonancia con las operaciones de negociación y supervivencia de descripciones, informes, probanzas y títulos producidos por –25–
Crónicas mestizas novohispanas y espacialidad
las comunidades autóctonas, el espacio no adquiere un peso descriptivo-inventarial sino, por el contrario, un funcionamiento dinámico, mítico-identitario. Es en torno a las ciudades centrales (Tenochtitlan, Tlatelolco, Tezcoco, Tlaxcala, Cholula), a su historia y linaje, al derrotero y el emplazamiento, a la genealogía onomástica y a sus principales gobernantes que se articula la historia y la identidad de cada comunidad. También es a partir de estas ciudades enfrentadas, enemigas, que se articula la polémica textual, enfrentamiento que llega a plantear divergencias respecto de la temporalidad misma, al calendario y sus múltiples representaciones cosmogónicas. Tiempo, espacio y cosmogonía se hallan así entrelazados; aunque buena parte de estos sentidos se pierda en la lectura contemporánea de estas crónicas, que exhiben las posibilidades de la negociación y la supervivencia a partir de la representación. Para comprenderlo es preciso atender a la trama discursiva-escrituraria de las crónicas mestizas, a las que éstas le han confiado buena parte de su significado y de sus posibilidades de legibilidad, como se ve en especial en el Libro XII de Sahagún y en la historia de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, entre otros. En ellas, la representación de las ciudades funciona en torno a tres dimensiones: la trama de cada crónica; la genealogía de la ciudad (su nombre, su linaje); el centro ceremonial, el palacio y la ruina. Brevemente apuntaré que cada crónica se organiza en torno a una ciudad-centro, estrechamente vinculada con un principal a cuyo linaje pertenece la versión que en ella se ofrezca: Nezahualcóyotl y luego Ixtlilxóchitl en la Historia de la nación chichimeca; Cuauhtémoc y Tenochtitlan en los testimonios tlatelolcas de los informantes de Sahagún. Metonimia y acumulación definen el funcionamiento textual de las ciudades, a diferencia de la desagregación descriptiva, la enumeración imperialista, la segmentación analógica y acumulativa de las textualidades de tradición occidental. A partir de ellas se configuran tramas de disímil “dibujo”: cierta linealidad en la historia chichimeca; un derrotero concéntrico y reductivo a un tiempo en los relatos tlatelolcas del texto sahaguntino; en ambos casos, con un eje central-urbano, que mantiene el rumbo. En tanto, el peso simbólico y poderosamente metafórico está dado por el despliegue del nombre de la ciudad, proceso que nunca es ocioso sino que remite a poderosas matrices de configuración identitaria donde viaje-desplazamiento-migración, asentamiento, conformación de linajes y entretejido de la historia de la comunidad se reúnen para dar sentido a una –26–
Valeria Añón
identidad presente en constante transformación en las sociedades coloniales. La tercera dimensión, fundamental, se vincula con la representación de los “palacios”, enaltecidos espacios del pasado, ruinas del presente. Más allá de las pormenorizadas, hiperbólicas y acumulativas descripciones, su funcionamiento singular es metafórico puesto que operan articulando sobre el eje espacial la dimensión temporal: pasado de gloria versus presente de ruina y destrucción. Este será el espacio textual de la elegía y el lamento, también de la crítica abierta al accionar del conquistador (algo que pocas crónicas mestizas se permiten en otros ámbitos). Será la zona del pleno funcionamiento de la metáfora como denuncia de la desacralización a la que el conquistador somete el espacio autóctono. Veamos dos momentos: en la Historia de la nación chichimeca, el capítulo XXXVI, titulado “De cómo Nezahualcóyotl edificó unos palacios para su morada, que fueron los mayores que hubo en la Nueva España, y de su descripción”, comienza con la inscripción de las pinturas y documentos de los sabios tezcocanos, referencia que articula usos sociales a partir del tributo y refuerza la caracterización de Tezcoco como centro (“pues las pinturas, historias y cantos que sigo siempre comienzan por lo de Tezcuco, y lo mismo hace la pintura de los padrones y tributos reales que hubo en esta Nueva España en tiempo de su infidelidad, y así lo de las casas del rey Nezahualcoyotzin lo sacó de una pintura antiquísima, Alva Ixtlilxóchitl II, 92; subrayado mío). De inmediato, continúa con la descripción pormenorizada de “su grandeza de edificios, salas, aposentos y otros cuartos y retretes, jardines, templos, patios y lo demás que contenían las casas” (Alva Ixtlilxóchitl II, 92); por último, cierra con la alusión a las ruinas y la vuelta a lo material primigenio (“como muy a las claras el día de hoy se echa a ver por sus ruinas”, Alva Ixltilxóchitl II, 92). El primer párrafo del capítulo prefigura y contiene in nuce lo que se desplegará en este apartado y en el siguiente por medio de la enumeración, la metonimia, la yuxtaposición y la amplificación. Pero, además, si atendemos a la estructura diegética del capítulo completo en el marco de toda la crónica, es posible inferir que su importancia excede ampliamente la figura de Nezahualcóyotl, sabio rey constructor: en verdad, en este capítulo se erige el centro de replicación y de irradiación del relato, en prolepsis y analepsis que transforman lo ya relatado y emiten su eco sobre lo que vendrá. En la economía narrativa de esta crónica, la trama descriptiva de palacios y jardines constituye una inflexión que diferencia los “tiempos de la infidelidad” (Alva Ixtlilxóchitl, II, –27–
Crónicas mestizas novohispanas y espacialidad
92), caos, desorden y enfrentamiento de los tiempos de civilidad construidos en virtud de la sabiduría del rey-poeta. Esta zona de clivaje que prepara al lector para la hecatombe de lo porvenir (en el relato): la llegada de los españoles y la destrucción del mundo conocido, aun cuando la caída efectiva de Tezcoco no se refiera nunca de manera directa en esta crónica tezcocana. De allí que, en su dimensión temporal, este capítulo reúna la memoria del pasado (cifrado en las pinturas y las meticulosas descripciones), el presente de la escritura (con su ambivalencia enunciativa) y un presente con valor de futuro: las ruinas que habitan el “hoy” de este texto. Las ruinas, palimpsesto de memorias y fábulas fundacionales, “objetos de la imaginación y del afecto” (Castro Klarén, 2008, p. 12) en torno de las cuales se constituye, además, la autoridad enunciativa del cronista, testigo de esos objetos que recrea en la escritura a partir de la experiencia sensible. No obstante, si esas ruinas son lamento y aguda crítica por lo mancillado y arrasado, también constituyen el fundamento y el motor mismo de la escritura: es contra esas ruinas del presente que el texto erige la ciudad brillante de la memoria y la elegía. Por supuesto, toda elegía tiñe de nostalgia las crónicas mestizas, “dentro del compungido género de una especie de ubisunt locativo y urbano” (López Parada, 2010, p. 175); incluso les confiere una temporalidad ralentada, difusa, melancólica (Kristeva citada en Pastor, 1999, p. 462). Sin embargo, en el cierre del capítulo, la hipérbole, la amplificación y la parataxis que organizan toda la descripción se exasperan al máximo, convocando una vez más la contraposición: de la arquitectura al material, pero también del palacio a la ruina, y viceversa. Finalmente contenía toda la casa del rey, entre los grandes y medianos aposentos y retretes, más de trescientas piezas, todo ello edificado con mucha arte de arquitectura; y al tiempo que se cubrían algunas de las salas, queriendo cortar las maderas y planchas por los extremos, y quitar las maromas que las habían arrastrado, que eran de increíble grandeza, les mando el rey que las dejasen así, que tiempo vendría que sirviesen a otros […] e yo los he visto dentro de los huecos de los pilares y portadas sobre que cargaba; y se cumplió su profecía, pues lo han desbaratado y aprovechándose de la madera. (Alva Ixtlilxóchitl, II, 96-97; subrayado mío). Más allá de la referencia a la “profecía” de origen indígena, entiendo que –28–
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la presencia de las ruinas aquí también contribuye a configurar, en su polisemia, un locus de enunciación ambivalente, en el que melancolía y lamento conviven con el reclamo y la crítica, así como con la conformación de una voluntad historiográfica que es aguda táctica de recolocación en nuevos órdenes: discursivos, sociales. Es también respecto de las ruinas de la ciudad otrora majestuosa, México-Tenochtitlan (de su destrucción minuciosa) que se configura el clímax y la elegía en el Libro XII de Sahagún. Ya he analizado algunas de estas inflexiones en mi edición al Libro XII (2016); aquí quisiera apuntar solamente algunos detalles respecto de la catástrofe y la ruina. Hacia el final del libro y en concordancia con la tradición escatológico-apocalíptica, la versión castellana sahaguntina representa la caída y la paroxística destrucción de la ciudad, cuyo elemento acuoso se convierte en principal protagonista de la contienda, cifra de la derrota mexica, a partir de la persistente asociación agua-sangre. Esta imagen contiene in nuce la resolución de la guerra, que se despliega en imágenes hiperbólicas y recurrentes que asocian ciudad, canales, agua, sangre, cuerpos muertos, en una progresiva destrucción que es también descomposición y quietud. Claro que este despliegue tiene su contracara en la enconada resistencia mexica (la manera en que se rearman, los aprendizajes, la porfiada reconstrucción), que los informantes subrayan de forma iterativa y que el narrador-traductor recoge en la diégesis de su libro: Nuestros enemigos iban cegando los canales. Pero apenas se habían ido los enemigos, luego sacaban los mexicanos las piedras con que los enemigos habían cegado. Tan pronto como amanecía todo estaba como había estado el día de ayer. […] Esa fue la razón de prolongarse la guerra; con trabajos los derrotaban, y eran las acequias como si fueran grandes muros9 (Sahagún, 1950). La perspectiva escatológica occidental exigía una resistencia acentuada para justificar y volver necesaria la destrucción de la ciudad; en coincidencia, la concepción mexica de la guerra y del guerrero, su perspectiva acerca de la gloriosa muerte en batalla y la estrecha asociación entre la urbe y su pueblo vuelven acuciante la representación de la resistencia y el valor. De allí que el 9
Capítulo 37, versión náhuatl, traducción de A.M. Garibay.
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Libro XII, tanto en su versión castellana como en la náhuatl, insista en retratar capitanes y soldados con sus nombres e insignias, memoria gloriosa de la ciudad y de su pueblo e inscripción de personajes principales. En la peculiar temporalidad de la guerra –más que de días y noches, parece tratarse de una extensa jornada marcada por la reiteración– la fisonomía de la ciudad se transforma radicalmente, al tiempo que los testimonios indígenas se pueblan de señales del fin: las pestes, hambrunas, padecimientos, muertes son leídos en términos proféticos; se suceden prodigios: llamas, sonidos extraños, gritos de espectros en mitad de la noche: vieron los mexicanos un fuego así como torbellino que echaba de sí brasas grandes y menores y centellas muchas remolineando y respendando estallando […] y los mexicanos no dieron grita como suelen hacer en tales visiones todos callaron por miedo de los enemigos: otro día después desto no pelearon, todos estuvieron en sus ranchos10 (Sahagún, 1950). Hacia el final, el hedor de la corrupción y la muerte habita la ciudad, pero ya no en su sentido vital, regenerador, sino en términos de una entropía que lleva a la quietud y la inmovilidad.11 El ritual se quiebra; los cadáveres, en lugar de ser enterrados o retirados, se convierten en principales habitantes de la ciudad, marcan la enfermedad: todo connota, significa la muerte total. De allí la reiteración de escenas de quietud: junto con la calma espectral, la muerte también es significada a partir de la suciedad y el excremento que cubre los cuerpos de sus habitantes: “Es arrastrada la gente, se saca llena de lodo, se saca llena de fango” (capítulo 38, versión náhuatl, traducción de A.M. Garibay). Luego de la prisión de Cuauhtémoc, lo excrementicio, vinculado con la idea de la muerte y la regeneración, se hace presente en las vestimentas de los principales mexicas, ahora prisioneros, en su diálogo con Cortés, como se ve en los capítulos finales, donde se reúnen las mantas “pobres y sucias” que cubren a los principales mexicanos (capítulo 40) con el oro en su doble valencia metafórica náhuatl: metal divino/ excremento de los dioses o excecrencia 10
Capítulo 39.
He analizado en detalle estas valencias en el capítulo “Tramas del espacio” de mi libro La palabra despierta (op.cit.), a partir de los postulados de Patrick Johansson (2000). 11
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divina (ese es el significado literal del término nahua para el oro, teocuitlatl), paradójica ironía en la lengua del vencido, que la traducción castellana desdibuja pero no oblitera. Como estuvieron juntos los tres señores de méxico, y tezcuco, y tlacuba con sus principales delante de Don hernando cortes, mandó a Marina que les dijese dónde está el oro que había dejado en México? Y luego los mexicanos le sacaron todas las joyas que tenían ascondidas en una canoa llena, y todo lo pusieron delante del capitán, y de los españoles que con él estaban: y como lo vio dijo no hay más oro que este en méxico? Sacadlo todo, que es menester todo.12 (Sahagún, 2016). Tenía puesta Cuauhtémoc una manta de hilo de maguey de color verde, con bordados de color, con fleco de pluma de colibrí como suelen usar los de Ocuila: toda esa manta estaba sucia y no tenía puesta otra cosa. A su lado enseguida estaba Coanacotzin, rey de Tezcoco. También tenía puesta una manta tejida de fibra de maguey, con fleco y ribete de flores, con flores labradas esparcidas por toda ella. También estaba muy sucia.13 (Sahagún, 1950). Será esta incómoda ironía, esta tensión entre modos diversos de inscripción textual que actualiza la pregunta por la representación, lo que persistirá en las reescrituras que componen el Archivo americano.
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Capítulo 41, versión castellana de Valeria Añón.
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Versión náhuatl de Á. M. Garibay
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Un oscuro día de justicia: Alboroto y motín de los indios de México (1692) de Carlos de Sigüenza y Góngora Facundo Ruiz
Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez? Operación Masacre,, Rodolfo Walsh Salvo que nos dispusiéramos a eliminar también un capítulo íntegro de la Historia de la Literatura Latinoamericana, titulado “Cronistas de Indias”, pues parecería muy injusto que aquellos historiadores-periodistas del siglo XVI hayan sido pasibles de la incorporación a las letras y no puedan serlo sus equivalentes en el siglo XX Ángel Rama
Más cerca de Operación masacre de Rodolfo Walsh que de las Cartas de relación de Hernán Cortés, Alboroto y motín de los indios de México de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) expone, antes que un anacronismo de género o una anticipación histórica, una condición de pasaje para la configuración textual y la figuración del letrado-escritor en la literatura latinoamericana, una condición circunscripta –puntualmente– al vínculo con el espacio público. Y no a cualquier vínculo: pues no se trata solo de un contacto, más o menos determinable o documentado, ni de un acercamiento más o menos deliberado, sino del modo en que un texto y un autor –esa literatura– quedan articulados como obra-y-vida en y por la intervención literaria del espacio público. Y no de cualquier espacio público, sino de aquel en donde lo público –la res-publica– “relumbra en un instante de peligro (…) amenazando tanto
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a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma (Benjamin, 2007, p. 25-6). Se trata de cómo, una vez que el espacio público obra una literatura, ese autor y sus textos ya no pueden ser leídos sino en esa (efímera pero remanente) coyuntura. En este sentido ni Walsh –luego del 9 junio de 1956– puede volver al ajedrez, del relato policial y del café parroquial: de esa vida y esa obra de escritor y traductor; ni Sigüenza y Góngora, luego del 8 de junio de 1692, puede volver al archivo indiano (de los indios y de esa tierra mal nombrada y peor conocida y traducida), siquiera a su lugar físico (que ha sido quemado), con la distancia o la ecuanimidad que “mi estudio”: “porque me estaba en casa sobre mis libros” (Sigüenza y Góngora, 1984, p. 123), hasta entonces le había brindado. He aquí también una de las razones por las cuales el canon latinoamericano se resiste a –pues se resiente en– la obra de Walsh (cf. Link, 2003) y de Sigüenza y Góngora.1 Uniformados como periodista e historiador, ambos hacen –no obstante– de la literatura y con ella en América Latina un espacio público de conflicto canónico (cf. Rama, 2004), entre otras cosas, porque en ambos el espacio de lo público –la res publica– obra la literatura como forma de vida y la vida, como una experiencia políticamente sensible en la letra. En este sentido, y sin ir más lejos, no extraña la imperativa ausencia de Walsh y de Sigüenza y Góngora en el canónico Mito y archivo de González Echevarría, pues si algo hacen sistemáticamente ambas obras es evitar el mito (ese relato inverificable) y desplazar el archivo (como domiciliación y como sistema legítimo de enunciados: cf. Derrida, 1997 y Foucault, 2015). No se trata en dichas obras – como propone González Echevarría–de convertir lo menor, lo irregular o lo marginal en poder y conocimiento (2000, p. 126) ni de hacer pasar la literatura como no literatura (non-fiction): de simular esa pertenencia para garantizar aquella fuga (2000, p. 31-2 y 69), sino de poner en evidencia todas esas operaciones como Notable es la ausencia de Sigüenza y Góngora (y, exceptuando seis versos de Bernardo de Balbuena, del siglo XVII entero) en la ágil, inteligente y polémica historia de la crónica –del periodismo, los periodistas y la prensa, del XVI al XX–que organiza Carlos Monsiváis en su prólogo (1980, p. 17-76) a la antología de la crónica (“reconstrucción literaria de sucesos o figuras” [13] o “arte de recrear literariamente la actualidad” [39]) en México. Menos extraordinario pero llamativo es que tampoco José Emilio Pacheco lo mencione –en su nota preliminar (1981, p. 3-7) a la Obra literaria completa de Walsh– como un antecedentes de la “novela verídica” (5) a la que el argentino da forma acabada. Tampoco Rama lo eslabona –en esa “Historia de la Literatura Latinoamericana”–entre aquellos y estos “historiadores-periodistas” (2004, p. 293). 1
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canónicas, naturalizaciones de un in statu quo ante bellum tan literario como político, y de ponerlas en evidencia como testimonio de un yo que –habiendo pertenecido– ya no puede fugarse, pues tampoco tiene sentido abandonar algo que ya no existe: el mapa de la res-publica ha cambiado y los territorios imaginarios ya no garantizan –y más bien exhiben como inactual– la simulación. La noción discursiva de archivo (y de literatura) de González Echevarría y su escasísima sensibilidad para la nueva narrativa (de fines del siglo XVII, de mediados –incluso de fines– del siglo XX, o en ese arco),2 aún discutida por Rodríguez Freire (2015) en relación –fundamentalmente– a la literatura de Roberto Bolaño y a la idea de “literatura” (estética) que practica su narrativa, todavía se muestra poco dúctil para pensar libros como Las Catilinarias (18801882) de Juan Montalvo o como Si me querés quereme transa (2010) de Cristián Alarcón y Los días sin López (2013) de Luciana Rosende y Werner Pertot donde, al igual que sucedía con Sigüenza y con Walsh, es la intervención del espacio público lo que da sentido o, mejor dicho, lo que obliga al sentido a reenviar la literatura a la res-publica y a referir literariamente lo público. Por otra parte, el estudio de González Echevarría, en términos teóricos, parece olvidar que ningún enfoque crítico –como decía introductoriamente Eagleton– “se interesa sencillamente en la escritura ‘literaria’” pues “no existe ‘teoría literaria’ en el sentido de todo un cuerpo de teoría que brote exclusivamente de la literatura y sea aplicable a ella” (2012, p. 7), de donde reivindicar la discursividad de sus nociones para alcanzar la literaturidad de la literatura-no-literaria, o la contra-oficialidad de una literatura desigualmente clasificada pero canónica, suena al dictum de Il gatopardo de Lampedusa: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. En este sentido, una noción histórica de archivo –sobre la que reflexiona Rufer– se muestra más efectiva: “El historiador (o cualquier investigador cuya materia prima sea el archivo) es eso: un experto en el trabajo espectral, en ordenar aquello que resta de una muerte” (2016, p. 2). Pero aun así, y especialmente en el caso de Sigüenza y Góngora (y de Walsh), el desplazamiento del archivo es sensible, más aún cuando la materia (aún) no es espectral ni (aún) ha muerto
2 “Lisos, sin costuras, textos indiferenciados que combinan elementos de la crítica y de la ficción, estas narrativas se ofrecen como la nueva norma híbrida de algo que ya no sería literatura. No veo la novedad” (2000, p. 14).
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ni, mucho menos, es (aún) aquello que resta: los indios están ahí donde está Sigüenza (y los tiroteados donde está Walsh); la india que parecía muerta no lo está (Livraga, entre otros fusilados, tampoco); y la vitalidad de los testimonios
da propia cuenta de su multiplicación. Y en cualquier caso, ya discursivos ya históricos, estos “usos” del archivo –como puntualiza Añón (2016) y señalara Zanetti (2000b)– no deberían implicar el abandono de lo estético, sino habilitar “una vuelta sobre los orígenes de lo literario, un cuestionamiento de dichos orígenes (en especial en torno a las textualidades de tradición indígena)” (Añón 2016, p. 4), que aquí atenderé –y entenderé– en un sentido bien puntual: orígenes no tanto en términos temporales como espaciales. Pero también y en consecuencia –sugiero– estos usos deberían impulsar una noción estética de archivo (o de archivo de literatura) que permita acercarse al “hecho estético” como “relación estética” y no como “objeto estético” (cf. Schaeffer 2012, p. 67), concepción esta última donde se originan “muchas dificultades para pensar todo lo que procede de lo factual y de lo procesal” (2012, p. 55) y que conduce a “una concepción radicalmente historicista de la estética” (2012, p. 57), lo que ha llevado muchas veces a leer y pensar la obra y vida de Sigüenza y Góngora, su figura de escritor y su literatura, como un proyecto anómalo o de siglo equivocado, vale decir –rotulando con nociones comunes– más iluminista que barroco. Y si algo caracteriza la literatura de Sigüenza (y la de Walsh), que no la crítica sobre dicha obra, es justamente no su “valor-porvenir” sino su sentido hic et nunc, ese vínculo radical y efímero con el presente, un presente definido por el espacio antes que por su tiempo (histórico o discursivo), de donde el vínculo adquiere su carácter remanente, transformando el presente en lo presente (experiencia sensible). Pues se trata además de un espacio singular, como es el público, el de la res-publica, allí donde un hecho estético (o letrado, incluso un “hecho de ciudad letrada”) deviene inevitable relación estética (“ciudad letrada ready made”), y por tanto ésta, un acceso a la realidad (factual, procesal) que la obra como literatura.3 Dos realidades obran, solidaria y sólidamente, ese pasaje en Alboroto y motín 3 La Crisis de sor Juana Inés de la Cruz podría, en este sentido, leerse bajo una configuración similar, pues de evidente (aunque nada simple) “hecho de ciudad letrada” pasó a definir (y a acabar en la Respuesta) su relación estética y el acceso a la realidad (factual, procesal) que la obró (cf. Ruiz, 2015).
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de los indios de México: el contacto impredecible del letrado con el espacio público y el relato predictivo de ese contacto.
De Sherlock a Marlowe. O no es lo mismo dejar la pluma que abrir la ventana o salir a la plaza Tres momentos, inesperados pero definitivos, de Alboroto y motín de Carlos Sigüenza y Góngora convierten al texto y al autor en ese texto-y-autor que todavía hoy leemos. Se trata de momentos de pasaje, y de pasajes distintos, en los cuales la configuración textual se torna opaca, pero justamente por eso evidente “como configuración” para el lector, y la figuración del letrado-escritor pierde vertiginosamente definición institucional mientras el relato y el narrador se vuelven, históricamente, más verosímiles. No es algo que, de pronto, ocurra; pero ocurre como nunca antes y por última vez. El primer momento, tentativo pero no tímido, coloca al narrador y a la narración en un compás de espera: Sigüenza deja la pluma y envía a comprar maíz. Ocurre que mientras el cronista expone detalladamente el problema del trigo (carencia, pestes, nevadas y lluvias, especulación de privados y falta de previsión pública), es decir, mientras informa cómo “nos iba estrechando el hambre” (1984, p. 111), su relato se topa con ciertas “murmuraciones y malicias muy en secreto” que de pronto (“el siete de abril” de 1692) “se hicieron públicas” (1984, p. 115) gracias a la palabra de un predicador y nada menos que en la Iglesia Catedral y, por si fuera poco, “en presencia del señor virrey y de todos los tribunales” (1984, p. 115).4 Estas habladurías sugerían el beneficio privado –puntualmente del virrey– de ciertas acciones estatales promulgadas en favor del común, vale decir: que lo actuado por el “excelentísimo señor conde de Galve” (1984, p. 96) se ejecutaba “más por su utilidad que por el de la república” (1984, p. 115). Indignado, Sigüenza se detiene a desmentirlo. Más aún: a demostrar su falsedad ingente. Y siendo el vulgo (1984, p. 115), y especialmente los indios, “los de mayores quejas y desvergüenzas” (1984, p. 116), se concentra en estos para probar no solo que no es cierta la acusación Se trataba del franciscano fray Antonio de Escaray. Pero, como señala Gonzalvo Aizpuru, no fue el único “sino que varios predicadores insistieron en lo mismo y aun llegaron a decir frente al virrey que «las varas por cuya mano corría el abasto y distribución del trigo y maíz habían de estar aorcadas»” (2008, p. 14). La singularidad y la anonimia en Alboroto y motín, ¿es desinformación del cronista o decisión del escritor? 4
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sino que son justamente ellos quienes más se favorecen con la crisis, “siendo así que nunca experimentaron mejor año que el presente” (1984, p. 116). Y entonces dice: “Por no hablar a poco más o menos en lo que quería decir, dejé la pluma y envié a comprar una cuartilla de maíz” (1984, p. 116), frase que abre un curioso párrafo que, tras explicar el origen de la “plusvalía india”, concluye con rigor cartesiano: “luego, en ningún otro año les fue mejor”.5 No es solo, pero fundamentalmente, la bimembración de agentes (yo dejé la pluma, él [mi criado] compró el maíz) unificada en la conjugación verbal (dejé, envié), que determina el dominio de la primera persona sobre la operación puesta en marcha, sino el cambio de registro, e incluso de metodología, lo que llama a la atención: el cronista deja la pluma y el narrador experimenta: manda a comprar maíz, a hacer tortillas, paga y hace cálculos, especula, incorpora variables y deduce una constante, confirma su hipótesis y alcanza un nuevo punto de partida. El narrador hace pruebas fuera de su papel: fuera del soporte material que le es propio al letrado y suspendiendo también las convenciones del género que a esa figura corresponde, pues su “carta” –advierte– aunque “será bien larga” (1984, p. 95), ni pasará a “difusa historia” (1984, p. 96) ni se estancará en “relación de méritos propios” (1984, p. 130). Y entre estos límites, sin embargo, aparece otra cosa. Y aparece justo cuando el relato abandona el testimonio público (“sin decir cosa que no sea pública y sabidísima” [1984, p. 95]) por la investigación privada (“dejé la pluma y envié a comprar una cuartilla de maíz”), justo cuando la narración cronística se torna especulación narrativa y el autor-narrador un narrador-protagonista, aunque –todavía– su protagonismo tan medido como mediado. Y al plus-valor que las indias logran con las tortillas corresponde el ex5 “Por no hablar a poco más o menos en lo que quería decir, dejé la pluma y envié a comprar una cuartilla de maíz que, a razón de cincuenta y seis reales de plata la carga, me costó siete y, dándosela a una india para que me la volviese en tortillas a doce por medio real como hoy se venden, importaron catorce reales y medio sobrando dos; lo que se gastó en su beneficio, no entrando en cuenta su trabajo personal, fue real y medio, y sé con evidencia que mintió en algo; luego, si en siete reales de empleo quedaron horros por lo menos seis, siendo solas las indias las que hacían las tortillas, ¿cómo podían perecer, como decían a gritos, cuando de lo que granjeaban con ellas no sólo les sobraba para ir guardando, y esto prescindiendo del continuo de los oficios y jornales de sus maridos? Luego, sólo esta ganancia tan conocida, y no el hambre, las traía a la alhóndiga en tan crecido número que unas a otras se atropellaban para comprar maíz; luego, en ningún otro año les fue mejor”. (Sigüenza y Góngora, 1984, p. 116).
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ceso de pulque bebido por los indios, en relación directa: “A medida del dinero que les sobraba se gastaba el pulque y (…) los indios se emborrachaban” (1984, p. 116), comienza el párrafo siguiente, el que cuenta una noche en una pulquería donde, borrachos, los indios presumen del temor que los españoles les tienen y los que no son indios repiten “cláusulas enteras del sermón pasado” (1984, p. 116) e insisten en el complot virreinal, siendo así que unos, “la más despreciable de nuestra infame plebe”, oye, toma valor y se determina “a espantar (como dicen en su lengua) a los españoles, a quemar el Palacio Real y matar, si pudiesen al señor virrey y al corregidor”, mientras el resto se consuela sabiendo que en tremendo conflicto habrá “mucho que robar” (1984, p. 116) y, en cualquier caso, aplaude. Escena singular y grotesca en más de un sentido (y no es el menor el del alboroto y motín movidos al grito de épater le espagnol!), si bien el párrafo termina con un “presumo (…) por lo que después vimos” (1984, p. 116), ninguna duda cabe al narrador, que comienza el nuevo párrafo sentenciando: “Haber precedido todo esto a su sedición no es para mí probable sino evidente”, y una vez más las pruebas resultan de una investigación privada, no pública: “y no me obliga a que así lo diga el que así lo dijo en su confesión uno que ajusticiaron por este delito (…) sino lo que yo vi con mis ojos y toqué con mis manos” (1984, p. 116), donde no casualmente resuena la experimentada voz del Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales, que –por otra parte– da pie al siguiente párrafo donde el narrador se muestra a los españoles perito (“por lo que he leído de sus historias y por lo que ellos mismos me han dicho” [1984, p. 117]) en antigüedades y voluntades indígenas. Pero si bien deja la pluma, el cronista no abandona el escritorio: por eso la bimembración es necesaria, por eso el narrador hace pruebas fuera de su papel pero no de su escenario. En el buró, lo burocrático aún persiste: la ciudad letrada resiste, se resiste a la ciudad real. Y sin embargo, al dejar Sigüenza la pluma, a través de su criado, del maíz y el dinero, el mercado (la alhóndiga), corazón económico del espacio público (la plaza), se filtra y su relato se detiene y el narrador cambia, obligado a protagonizar, a experimentar, lo que sucede.6 Mediado todavía, ese primer contacto con el espacio público –con la 6 En este sentido, basta recordar la famosa escena con que inicia el capítulo 18 de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo para constatar –una vez más– la diferencia entre Alboroto y motín y las crónicas del siglo anterior: “Estando escribiendo en esta mi corónica, acaso vi lo que escriben Gómara e Illescas y Jovio (…) [y] dejé
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res publica– no solo altera la historia sino la suya, vertiginosamente. Por eso el segundo y el tercer momento se dan casi conjuntamente, enfatizando y finalmente desarticulando esa resistencia letrada. Pues comenzado el alboroto, el cronista –como de costumbre– “estaba en casa sobre mis libros” (1984, p. 123) y no sin percibirlo sino sin poder leer ni experimentar su diferencia (el motín): “aunque yo había oído en la calle parte del ruido, siendo ordinario los que por las continuas borracheras de los indios nos enfadan siempre, ni aun se me ofreció abrir las vidrieras de la ventana de mi estudio para ver lo que era” (1984, p. 123). Una vez más el mito letrado halla, musicalmente, un sentido remante, siempre (en) presente: ¿no cuenta la leyenda urbana que Julio Cortázar cambió Buenos Aires por París, dos años después de encomiar el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal y poco antes de los fusilamientos de José León Suárez (meollo de Operación masacre), porque los bombos peronistas no le dejaban escuchar a Béla Bartók? Pero, como todo mito, necesita ser inverificable para tener sentido, y muchas veces sostenerlo se apoya solo en eso. Pues también es cierto que Rubén Darío, como más tarde Walsh en Leoplán, alguna vez pensó el camino inverso y supo reconocer en revistas como Madrid Cómico a “los únicos libertadores del ritmo” y en las muchedumbres, poco antes de que Leopoldo Lugones la llamara “plebe ultramarina (…) cómplices mulatos y sectarios mestizos”, unos destinarios tan cuestionables como indefectibles. Por eso en Alboroto y motín la figura de pasaje es un criado (¿un indio, un mulato, un mestizo?), ese plebeyo que irrumpe en el silencio letrado del escritorio y “a grandes voces” anuncia: “¡Señor, tumulto! Abrí las ventanas a toda prisa y, viendo que corría hacia la plaza infinita gente (…) me fui a ella”. (1984, p. 123).7 Decidido, Sigüenza sale, solo, pero enseguida ve el tumulto –“no sólo de indios sino de todas las castas, tan desentonados los gritos y el alarido, tan
de escribir en ella (…). Y con este pensamiento, torné a leer y a mirar muy bien las pláticas y razones que dicen en sus historias” (2011, p. 70). Pues aquí también el cronista “deja la pluma” pero para leer, o seguir leyendo, sin salir del círculo letrado. La plebe, como grupo constituido por “unidades libres” de determinación económica, no opera sino “libremente” o “fuera de los marcos legales” en el espacio de la ciudad (Rama, 1980, p. 180); es decir, según “demandas” –estimables aunque no siempre previsibles–que, articuladas, dan unidad al grupo pero no “una configuración estable y positiva” (Laclau, 2015, p. 9). De aquí que la plebe pueda pensarse y operar (como constata Sigüenza atónito) como figura de pasaje (pasaje de sí y de otros). 7
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espesa la tempestad de piedras que llovía sobre el palacio”– y “sin atreverme a pasar adelante me quedé atónito” (1984, p. 123). Súbita aparición de lo impensado, en el contacto impredecible con el espacio público, con el espacio donde la res-publica “relumbra en un instante de peligro”, el cronista abandona la ciudad letrada para adentrarse en la real, sin mediaciones; pero tampoco inmediatamente: viendo los hombres, en bandadas, atropellarse (la plebe grita, los españoles desenvainan), Sigüenza arguye, cándido: “No me pareció hacía cosa de provecho con estarme allí”; y rápidamente se repliega, en la puerta del palacio arzobispal, entre “gente eclesiástica” (1984, p. 123). No obstante Sigüenza está fuera, ha salido, roto el silencio burocrático: ha abierto las ventanas, corrido a la plaza. El narrador está ahí, donde ocurren las cosas, mientras las cosas ocurren, y no tarda en mezclarse: una vez “depuesto el miedo que al principio tuve, me volví a la plaza”. E investido de un valor inédito, se pone a andar “entre ellos” (1984, p. 124), a reconocerlos con detenimiento, y constata que el asunto no es tan simple, que no son solo indios “sino de todos colores, sin excepción alguna” (1984, p. 124) los que están alborotados, amotinándose. Y tan imbuido, no tarda en volverse protagonista, un héroe solitario, instintivo y desinteresado (“sin hacer refleja a mi estado, hice espontánea y graciosamente, y sin mirar el premio”): se mete de lleno entre las llamas que devoran el Palacio a rescatar “tribunales enteros y de la ciudad su mejor archivo” (1984, p. 130). Un héroe reluctante que, al defender sus intereses (¿quién lo manda a meterse en ahí?), forzado por las circunstancias, termina defendiendo los de todos. Pues el cronista, sin mediaciones ni compañía, abandona la ciudad letrada, pero no el Estado: deja la pluma y los libros (ese damero), mientras –o quizá porque– el Estado (no solo a través de letrados sino, y sobre todo, de fuerzas policiales o del orden) interviene la ciudad para reordenar las salidas estables, ese mapa de letras chicas a grandes voces.
La experiencia sensible o el ajedrez de pobres Contar lo imprevisible, el asalto de lo impensado, bien podría abonar lo afirmado por Armando Bartra: “El periodismo, y más particularmente el periodismo político, ha sido la principal y casi única expresión de un pensamiento teórico propiamente mexicano” (en Monsiváis, 1980, p. 20). En cualquier caso, en Alboroto y motín es tarea distinta y su distinción obliga al protagonista, tras los hechos, a reconfigurarlos como narrador, y a éste, a re-hacerse cronista: –43–
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Sigüenza regresa al silencio de sus libros, de su escritorio, ese espacio burocrático, y escribe una larga carta. En realidad: sabemos que escribe una larga carta, pues la leemos y a ella se refiere en más de una ocasión, aunque nada se dice de cómo vuelve el protagonista a casa, a sus ocupaciones habituales, nada tampoco de aquel héroe solitario, el hombre resuelto que –metido en el fuego– “con un hacha cortando vigas” (1984, p. 130) salva el archivo de la ciudad, nada de aquel que caminaba sin miedo entre los amotinados, distinguiendo en ellos la complejidad de agentes a que atribuir el suceso. Sigüenza da sus razones: “no siendo esta carta relación de méritos propios sino de los sucesos de la noche del día ocho de junio, a que me hallé presente (…) Basta con esto [el relato breve del rescate de archivos] lo que a mí toca” (1984, p. 130). Pero, una vez más, sabemos que no es así: la carta no atiende solo los sucesos del 8 de junio (1984, p.120-132), que tampoco ocupan la mayor parte (sí la más intensa o el punto de fuga), sino también lo que los antecedió (en año y medio, o más, si se considera el “balance áureo” del gobierno de Galve: [1984, p. 95-120]) y siguió (consecuencias, epifenómenos y medidas [1984, p.132-135]); y tampoco lo relatado se limita a lo presenciado: nos dice que salió, por lo menos, media hora después de comenzado todo (18.30 hs) y sus recorridos (en torno a la plaza) y acciones (unge a 13 indios vivos y confiesa a 3, luego rescata los archivos: ¿a dónde los lleva?) tampoco le permiten el despliegue que su carta expone. Solidaria de la diferencia hechos/relato, es aquella –prefigurada en la bimembración de agentes (cf. supra)– que distingue “entre la afirmación de que el mundo está ahí afuera y la afirmación de que la verdad está ahí afuera” (Rorty, 1996, p. 25), distinción que –entre otras cosas– socaba la idea de traducción y conduce el lenguaje a una continua explicación y reescritura. En este sentido, si el relato puede ir y volver (re-creando lo ocurrido), no así la experiencia sensible, ese hallazgo de cuya existencia da cuenta un enfoque que poco a poco ha ido acercándose al conflicto hasta formar parte de él, aunque (“prueba de fuego” del héroe) sin confundirse ni con las causas ni con las consecuencias. Y ese relato del contacto cuestiona la distancia como garantía de verdad: su historia es la de la realidad inmediata. E “inmediata” no solo como cercana (vívida) sino como inminente (condición de vida próxima): lo relatado, así, se configura como la percepción creciente de un proceso ya consolidado de cambio (aunque el cambio no esté consolidado), la certeza de una fuerza real que está –en el momento en que se escribe–buscando inaugurar una nueva forma de vida (para –44–
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sí, para los otros) sin lograrlo actualmente. El orden de lo impensado (orden del protagonista) da lugar, en el espacio público, al orden de lo original y de lo inédito (orden del relato). Y la conjunción de ambos órdenes incomoda al escritor, puesto –una vez más– bajo la condición de letrado-cronista, porque su texto “se juega así en el cruce de dos imposibilidades: la de mostrarse como una ficción puesto que los hechos ocurrieron y el lector lo sabe (…) y, por otra parte, la imposibilidad de mostrarse como un espejo fiel de esos hechos” (Amar Sánchez, 1990, p. 447). Por eso Sigüenza, para contar lo imprevisible (la noche del 8 de junio de 1692), para contenerlo, recurre menos al motivo menor o entre-nos –inigualablemente desarrollado un año antes por sor Juana en los primeros párrafos de su Respuesta– de la deuda y la correspondencia (“En moneda nueva de nuestros malos sucesos pago de contado a vuestra merced en esta carta” [1984, p. 95]) que, y sobre todo, al orden de máxima previsibilidad: la fatalidad, el infortunio, la providencia incluso. “¿Qué otra cosa fue la fatalidad lastimosa con que quedará infame por muchos siglos la noche del día ocho de junio de este año de mil seiscientos noventa y dos sino llegar a lo sumo los desdenes con que comenzó la fortuna a mirar a México (…)?” (1984, p. 95).8 Y, entre otras (cf. p. 107-8, p. 120, p. 122, p. 134): “¡Cuánto, oh, Dios mío, Santo y Justísimo, cuán apartados están del discurso humano tus incomprensibles y venerables juicios, y cuánta verdad es la de la Escritura que con la risa se mezcla el llanto, y que a los mayores gustos [el “Siglo de Oro” de Galve [96]] es consiguiente el dolor!”. Y curiosa pero no casualmente, no es solo la figura del letrado-escritor la que se transfigura al calor del espacio público9 sino la configuración del texto Casi dos siglos más tarde, todavía esa noche seguía literalmente “infame” o su infamia permanecía sin siquiera la dignidad de una efeméride: Pedro Rivas, en 1884, al corregir y aumentar su edición de Efemérides americanas desde el descubrimiento hasta nuestros días, sigue sin incluirla. 8
Las figuras de Sigüenza en Alboroto, a las que se suman los títulos que lo autorizan como escritor del texto (“cosmógrafo del Rey en la Nueva España, catedrático de matemáticas en la Real Universidad y capellán mayor del Hospital Real del Amor de Dios” [1984, p. 95]), son múltiples y reconocibles: cronista-corresponsal, ingeniero, astrónomo, historiador, anticuario, traductor, religioso. Pero ninguna es tan sutil y relevante, tan políticamente compleja y literariamente sugerente, como la de Abdolomino (1984, p. 96): mencionado por Quinto Curcio Rufo en su Historia de Alejandro Magno (libro 4, cap. 1), se trata de alguien que –descendiente “aunque remoto” de la Real Estirpe– vive apartado de pretensiones y “fuera de la ciudad” cuidando su huerto para conjurar la pobreza que lo acecha. Invadida Sidón, estas car9
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mismo la que se ve imantada por la experiencia directa y, en la atónita cercanía, desbordado su relato cronístico. Pues cabe recordar que Alboroto y motín si bien técnicamente no cierra (en 1693 escribe el Mercurio volante) sí concluye narrativamente una serie de crónicas que, cada vez más, se ha ido estrechando a lo inmediato: a lo vívido e inminente del mundo novohispano. Así, de los pecaminosos piratas ingleses y la insólita vuelta al mundo de un plebeyo (Infortunios de Alonso Ramírez de 1690) a la Relación de lo sucedido a la Armada de Barlovento y el Trofeo de la Justicia española de 1691, donde otros piratas (ahora franceses) son justa y católicamente castigados por inteligentes sargentos (1984, p. 96), el pasaje y su condición se hallan en el contacto con el espacio público y, una vez más, con una res-publica tan singular como violenta: la que puede dejar de ser, o está dejando de ser, mientras se la ve acontecer como nunca. Por eso, ordenar el relato bajo el signo del hado y la calamidad solo refuerza y evidencia ese orden de lo original al que, curiosa pero no casualmente, ve despuntar el protagonista mientras la res-publica y su memoria institucional arden. Pues retrospectivamente se intenta dar sentido a algo que previamente no existía. A algo que, ya ocurrido, puede imaginárselo previamente (en pulquerías y bravatas), incluso calcularlo (económicamente) o rastrearlo (en trastos y figuras bajo tierra, en historias y declaraciones archivadas) o datarlo (Cortés, la “noche triste”, sermones: conquista y colonización); pero que, así, no alcanza sino un sentido fatuo, impreciso en contraste con la experiencia radical y el valor definitivo de su efecto fundador: “no viendo sino incendios y bochornos por todas partes, entre la pesadumbre que me angustiaba el alma, se me ofreció el que algo sería como lo de Troya cuando la abrasaron los griegos” (127).10 De allí entonacterísticas son las que lo recomiendan a Alejandro para “merecedor de la Corona”. En la sorpresa del legítimo heredero (“Pareció a Abdolomino sueño lo que le pasaba” [1984, p. 156]), puede leerse también la figura de Segismundo y, con ambas (¿más Hamlet?), trazar los límites entre los cuales Sigüenza podía percibir una trama política –también– vívida e inminente. Muchos son los trabajos que se han ocupado ya del criollo ya del desprecio por el indio ya –más frecuentemente aún– de una conjunción de ambos en Alboroto y motín. Ninguno, que recuerde, se ha detenido en esta imagen (el indio-griego) que nunca –aún tras el cedazo “civilizatorio” romano, es decir, ardida Troya– puede ser una imagen bárbara o falta de urbanidad. Es, y en Sigüenza mucho más que en el Lugones de El payador (y su gaucho-griego), una imagen compleja, por vívida e inminente, no menos que un índice de 10
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ces que ese contacto con lo público (del letrado con la plaza pero también de la plebe con la ciudad letrada, cf. Rama, 1980) haga de la cosa histórica “una realidad cultural nueva” (Rama, 2004, p. 293), cuya novedad es tan política como literaria.11 Una idea de historia (y de Historia), necesariamente, cobran fuerza en esta narración del contacto con el espacio público, pues el clásico relato del orden, seguido del desorden, al que se retorna no sin riesgos, temores y muertos, es tan supuesto como el regreso del protagonista a su casa, y tan aparente como la vuelta del héroe al cronista. Pues no hay vuelta atrás, y en la repetición solo se halla (se descubre, como Colón, casi exactos dos siglos antes) la prístina diferencia. He aquí, una vez más (pero en la otra punta del siglo), el modelo del Inca: ese clásico, de cuya repetición solo acertamos –en el alboroto y motín– sus diferencias: ya no “con el dedo desde España” (2004, p. 6) sino en plena plaza, allí donde está sucediendo –por primera y última vez– lo mismo; ya no como el historiador humanista que se pregunta qué puedo hacer por el pasado para repensar el presente sin solaparlo sino como el imprevisible protagonista que, desconcertado, se detiene a pensar qué puede hacer por el presente, por su historia inmediata, sin anular el pasado (sus protagonistas, hechos y valores) inmediatamente. Así, ese modelo del “comento y glosa” (2004, p. 4) de los Comentarios que se perfila nítidamente al comienzo de la carta en su explícita intención de compendiar lo que “nos ha pasado sin decir cosa que no sea pública y sabidísima” (1984, p. 95), deviene oscuramente en una historia distinta, una historia “cuya especificidad se halla en la constitución de un espacio intersticial de choque y destrucción de los límites entre distintos géneros”, espacio “desmitificador” y sobre todo “muy determinado por la escritura ya que señala continuamente su condición de testimonio y de investigación escrita”
originalidad inmediato y un relumbrar incomprensible de la historia. 11 De allí también –cabe pensar– el lugar difícil (resistido o resistente) de Sigüenza en el canon de la crónica mexicana: pues si “la tradición más vigorosa de la prensa ha sido la adulación a la oligarquía y la mayoría de los reporteros desecha la experiencia directa para atenerse a sus prejuicios y consignas, volcando filias y (sobre todo) fobias sobre los caudillos campesinos y la ‘vesania y primitivismo’ de sus tropas” (Monsiváis, 1980, p. 36), qué hacer con Alboroto, donde no falta la adulación pero tampoco la experiencia y donde –dado el agente polimorfo (cf. nota 7) y el acontecimiento inédito– las filias y fobias mutan ágilmente y dan origen a impensadas posibilidades (cf. nota anterior).
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(Amar Sánchez, 1990, p. 448). Presionado por lo fáctico, sin autonomía literaria y dependiendo de lo real, Alboroto y motín obliga al registro historiográfico a reconocer su escritura, más aún cuando “ese amenazante palabrerío fuera de lugar de los pobres” constreñido por una retórica vieja ya no puede ocultar su protagonismo (Zanetti, 2000a, p. 390), y obliga también a la Historia a controlar su ficcionalización inevitable, esa especulación narrativa a la que se ven arrastrados la crónica y el cronista al abandonar su espacio de sentido (ciudad letrada, archivo) y su sentido del espacio (burocrático, institucional).
Una red (crónica) de agujeros (públicos): nuestra historia literaria De la misma manera que Walsh dice no interesarse por Perón y la “revolución”, o la celebra con ajedrecística distancia (aunque es ella, justamente, la que obliga a su literatura a obrarse en y con el espacio público, ese damero de pobres, incógnitos y fusilados vivos), Sigüenza y Góngora dice no interesarse por la plebe, aunque sea esa plebe, “plebe tan en extremo plebe”, la que hace posible –imprevisible y definitivo– Alboroto y motín de los indios de México. Pero al igual que con el Inca, con Walsh tampoco hay repetición: donde el argentino comienza con Operación masacre esa obra-y-vida que fue (antes y después) su literatura, el mexicano termina. Aunque por los tres –o del río Bravo al cabo de Hornos– pase o fluya esa idea de crónica como “correa transmisora de vigores antiguos y agonías inminentes” (Monsiváis, 1980, p. 58). Como también, o sobre todo, ese interés inexplicable –inédito, solitario y final– del letrado: pues no se trata solo de la plebe, esa fuerza que lo inquieta y reconvierte todo, esa realidad que lo reactualiza todo, sino del interés literario por lo que sucede “allá afuera”, más allá del escritorio y más acá de lo escribible, en el espacio público y con la res-publica; se trata del interés por la literatura como experiencia sensible; y más aún del interés, estéticamente distintivo, de hacer obra con eso: no solo cronicarlo o escribirlo (periodística o históricamente) sino hacer obra, asentando los primeros vestigios de una realidad estética nueva. *** Cuando llegó ese oscuro día de justicia, el pueblo entero despertó sin ser llamado. ** Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. * Buenos Aires, enero de 2016
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Susana Zanetti
“Óyeme con los ojos”. Desplazamientos en la poesía de sor Juana Inés de la Cruz Susana Zanetti
El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho. El otro Jorge Luis Borges
Tensiones y confluencias configuran los estrechos lazos entre los distintos temas y géneros poéticos elegidos por sor Juana, anudando una red que siempre vuelve a inquietudes capitales, continuamente expuestas: Saber, amar, decir –saber conocer, saber amar y saber decir–, siempre conjugadas con una poética de la mirada, de la mirada barroca, subjetiva, individual, volcada en los laberintos y las anfractuosidades de la escritura. Si revisamos los retratos y la poesía amorosa –centro esta última de unas pocas observaciones que han llamado mi atención–, rápidamente comprobamos esas confluencias: ambas coinciden en hacer de la escena de escritura el centro del poema, una escritura nacida en la soledad y en la ausencia, mediadora ilusoria, movida por el anhelo de comprender auxiliada por la abstracción, de acceder por la contemplación, o por el reclamo, a la unión con el otro, pero mediadora casi siempre, de la mirada o de la voz. Dice el Romance 6 1:
1 Para todas las citas de este trabajo utilizo la edición de las Obras completas de sor Juana Inés de la Cruz, edición, prólogo y notas de Alfonso Méndez Plancarte (sor Juana, 1954), de las que indicaré la página.
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háblente los tristes rasgos, entre lastimosos ecos, de mi triste pluma, nunca con más justa causa, negros. E insiste: Oye la elocuencia muda que hay en mi dolor, sirviendo los suspiros de palabras, las lágrimas, de conceptos (23-24) En los retratos la mediación suele duplicarse al presentar la escritura un personaje ya trascordado en pintura. En su célebre Soneto 145 el sujeto lírico se desplaza por las reflexiones provocadas por un retrato que no describe, modo extremo de expresar la fugacidad de la belleza humana, cuya perduración no logra el arte, sometidos ambos a la destrucción del tiempo. Un retrato que, “bien mirado”, se diluye “en cadáver, en polvo, en sombra, en nada.”2 Rasgo singular éste de la poesía de sor Juana, caracterizado por la supresión de la referencia directa a los elementos referidos, que se expresan a partir de la mirada de quien contempla y en imaginado diálogo con un tú, aquí
2
Los dos últimos versos dicen: “es un afán caduco y, bien mirado, / es cadáver, es polvo,
es sombra, es nada” (277). Véase mi análisis de este soneto (Zanetti, 1998) Para el análisis de los retratos descriptos a partir de una pintura, y para éste especialmente, es interesante tener en cuenta los vínculos con el Romance 89, dedicado a la condesa de Paredes. Cito solamente la estrofa final, reflexión última sobre el tema de la perduración: ¡Oh Lysi, de tu belleza contempla la Copia dura, mucho más que en la hermosura parecida en tal dureza! Vive, sin que el tiempo ingrato te desluzca; y goza, igual, perfección de Original y duración de Retrato (224)
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el lector, mediado por la escritura.3 El espacio se vacía entonces de objetos y sujetos, que son explícitamente ausencia en muchísimos casos. En otros, notables por la conjunción del retrato con la poesía amorosa, el poema se concentra en la contemplación de la retratada, que será la mayoría de las veces su protectora y mecenas, María Luisa Gonzaga, Marquesa de la Laguna, Condesa de Paredes.4 O goza en competir con la pintura, en detenerse en la belleza del personaje, como en el espléndido Romance 61, que se inicia con la metáfora de la escritura celestial, la única que puede trazar la imagen de la condesa, nimbada por la luz de Apolo, y cierra con la referencia a su propia “rústica” escritura.5 El poema despliega un riquísimo universo metafórico que se desplaza por complejas referencias mitológicas, jurídicas, geográficas, en las que encarna la “angélica forma” de Lysi, nombre indicativo del sentido de su lazo con la condesa, pues es título de la obra de Platón sobre la amistad. El retrato sigue el orden clásico, sustentado en sólida arquitectura, encolumnada por minerales preciosos (pórfido, marfil), que se detiene en las piernas, generalmente eludidas en los retratos. El notable empleo de los procedimientos poéticos predilectos del barroco (los continuos oxímoros, hipérbatos o bimembraciones) otorgan al cuerpo un movimiento intenso, que da a la quietud, a la serena majestad de la condesa, las vehemencias de un escorzo, presentes también en la elección de los esdrújulos iniciales de todos los versos del romance: 3 En el romance 17 el extenso hipérbaton (abarca del verso 9 al 24) destaca la puesta en escena de la escritura.
Como sabemos, se encarga de la edición de las Obras completas de sor Juana, a su regreso a España en 1688, luego de haber residido en México a partir de 1680, acompañando la gestión de su esposo, el virrey Marqués de la Laguna. 4
5
Así se inicia este romance: Lámina sirva el Cielo al retrato, Lísida, de tu angélica forma: cálamos forme el Sol de sus luces; sílabas las Estrellas compongan.
Y concluye: Indices de tu rara hermosura, rústicas estas líneas son cortas; cítara solamente de Apolo, méritos cante tuyos, sonora” (171 y 173)
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Bósforo de estrechez tu cintura, cíngulo ciñe breve por Zona; rígida, si de seda, clausura, músculos nos oculta ambiciosa (173) La vehemencia se palpa en los desplazamientos en el espacio geográfico, conjugado en metáforas de la mirada de quien contempla el retrato, metáforas basadas en las oposiciones entre el mineral inerte y la vida vegetal, entre lo frío y lo cálido, entre inocencia y deseo: Pámpanos de cristal y de nieve, cándidos tus dos brazos, provocan Tántalos, los deseos ayunos; míseros, sienten frutas y ondas. Dátiles de alabastro tus dedos, fértiles de tus dos palmas brotan, frígidos si los ojos los miran, cálidos si las almas los tocan (172-173) La belleza de la condesa se convierte en espectáculo que muestra la diversidad del mundo y las posibilidades de la poesía de representarlo. Un tratamiento muy diferente, pero de similar concepción neoplatónica es el refinado Romance 19. La contemplación (el primer vuelo) del retrato de María Luisa impulsa la atrevida empresa de escritura, “segundo arriesgado vuelo”, hasta el Alcázar, el espacio celestial, morada de la virreina. El romance trama dos líneas fundamentales de éste y muchos de los poemas dedicados a la condesa. Por un lado, la temeridad y el delito definen el ascenso, asimilando la escritura del retrato a la osadía de Ícaro y Faetón, osadía de alcanzar esa deidad, cuya enceguecedora perfección, no impide sin embargo al pensamiento copiar su “luciente forma”.6 Por otro, la contemplación fecunda la
6 Respecto de las múltiples relaciones que se pueden establecer entre los poemas de amistad amorosa y los retratos dedicados a María Luisa, me parece oportuno señalar los lazos entre este romance y el Romance 103, uno de cuyos aspectos expresan claramente estos versos:
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adoración, definida con singular pasión (si bien ceñida a los motivos propios del amor cortés), con el nuevo riesgo de aceptar el desdén, la herida de tocar ese “lucimiento”… bien así, como la simple amante que, en tornos ciegos, es despojo de la llama por tocar el lucimiento; como el niño que, inocente, aplica incauto los dedos a la cuchilla, engañado del resplandor del acero” (56). La fruición acompaña las descripciones del cuerpo de la retratada, ellas resultan de un sujeto que pinta, cincela o esculpe, intentando dar al poema ¿Qué pincel tan soberano fue a copiarte suficiente? ¿Qué numen movió la mente? ¿Qué virtud rigió la mano? No se alaba el Arte, vano, que te formó peregrino: pues en tu beldad convino para formar un portento, fuese humano el instrumento, pero el impulso, divino. (240) Ajenos a la expresión de amistad amorosa, son los retratos jocosos, como el Ovillejo 214, burla de su atrevimiento de querer ensayar la ékfrasis, contando solo con su ignorancia en pintura y con gastadas fórmulas literarias. Lo finaliza, sin embargo, afirmando el valor de su escritura, refrendada por su firma Y con tanto, si a ucedes les parece, será razón que ya el retrato cese; que no quiero cansarme, pues ni aun el coste han de pagarme. Veinte años de cumplir en Mayo acaba. Juana Inés de la Cruz la retrataba. (330)
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la permanencia de la joya, como ocurre en su célebre “retrato condensado”, valiéndose nuevamente de referencias lujosas que se van deslizando de la belleza física a la del espíritu, evocada por la pureza del oro y por los destellos luminosos del blanco. Comprendido entre los poemas dentro de la tradición del amor cortés, trabajados por sor Juana poniendo en escena los tópicos del vasallaje, es uno de sus poemas de amistad amorosa, homenaje a la belleza y a la dignidad social de la condesa de Paredes, acentuadas en el final de esta décima de pie quebrado, en el verso: El cetro de Amor se ve Poema casi sin verbos, construido con formas nominales, en una enumeración descriptiva prodigio de arquitectura (alarde apenas apoyado en un breve pie), sabe escoger los recursos poéticos que se hagan cargo del movimiento:7 Tersa frente, oro el cabello, cejas arcos, zafir ojos, bruñida tez, labios rojos, nariz recta, ebúrneo cuello; talle airoso, cuerpo bello, cándidas manos en que el cetro de Amor se ve, tiene Fili; en oro engasta pie tan breve, que no gasta ni un pie (261). El recelo, un motivo barroco importante en las significaciones de los textos de sor Juana, compromete los desplazamientos de la mirada a la mirada del otro –de un sujeto lírico atento al engaño que entrañan los sentidos psicológicos, sociales y ontológicos de la apariencia. Motivo importante de su poesía 7 Rosario Ferré (1985) en “El misterio de los retratos de sor Juana” establece la relación de ellos con la poesía amorosa, pues entiende que sus retratos se basan en sentimientos de amor o sympathos por el modelo. Puede consultarse sobre el tema, entre otros aportes, los de Georgina Sabat de Rivers (1992 y 1998).
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amorosa, lo encontramos engarzado con el desplazamiento buscado y deseado de la fama que lleva lejos sus escritos, quebrando la clausura de su celda de monja. Recordemos el Romance 51, cuyo epígrafe explicativo aclara: “En reconocimiento a las inimitables plumas de Europa, que hicieron mayores sus Obras con sus elogios: que no se halló acabado”.8 De ella se vale haciendo suyas las quejas y reclamos de la voz femenina del Romance 4, para defender su derecho a desobedecer el violento mandato de fingir un amor que solo será apariencia, “disimulo”, “vano disfraz”, acudiendo a reiteraciones anafóricas de dualidades contrarias, que dramatizan los encabalgamientos, las violentas antítesis y oxímoros de la constelación semántica de la tópica clásica, fuego/ hielo o ardor/ ceniza, expuesta en figuras que recurren a la mirada, gozne del razonamiento de su rechazo de Silvio y de su elección de Fabio: Ved que es querer que, las causas con efectos desconformes, nieves el fuego congele, que la nieve llamas brote (18). El análisis lógico y la reflexión razonadora sostienen la demanda del sujeto lírico… ¿El es libre para amarme, aunque a otra su amor provoque; ¿y no tendré yo la misma libertad de mis acciones? (20) 8
¿Tanto pudo la distancia añadir a mi retrato? … No soy yo la que pensáis, sino es que allá me habéis dado otro ser en vuestras plumas y otro aliento en vuestros labios, y diversa de mí misma entre vuestras plumas ando, no como soy, sino como quisisteis imaginarlo. (158-159)
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… que cierra su defensa poniendo en escena el enigma de la elección amorosa, uno de los núcleos de estos textos Su ser es inaccesible al discurso de los hombres, que aunque el efecto se sienta la esencia no se conoce” (21).9 Más cercano a la tradición petrarquista, lo presenta la Redondilla 84. Desde el inicio ya plantea la inefabilidad del sentimiento amoroso, cuyo sentido interroga apoyada no en el saber sino el sentir, expresado en una oposición que atraviesa todo el poema: Este amoroso tormento que en mi corazón se ve, sé que lo siento, y no sé la causa porque lo siento (213). Los desplazamientos de la mirada, de la razón o de la introspección, tanto como los de la comunicación sustentada en la palabra, serán sin embargo insuficientes, inútiles porque no consiguen propiciar o afianzar la unión. Quizás tampoco disuelva el recelo el don de los fluidos corporales –el llanto, imagen de la sangre–, cuyo movimiento acentúa el pretérito imperfecto de los cuartetos para destacar la entrega del sujeto lírico en el Soneto 164: Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba, Como en tu rostro y tus acciones vía Que con palabras no te persuadía, Que el corazón me vieses deseaba (287)
9 Sobre la poesía amorosa de sor Juana pueden consultarse, entre otros textos críticos: Antonio Alatorre (2003); Carlos Blanco Aguinaga (1962); José P. Buxó (1995); Gabriela Mogillansky (1996); Octavio Paz (1981); Georgina Sabat de Rivers (1998), y Sara Poot Herrera (1995).
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Estos pocos ejemplos muestran cómo la mirada posibilita la variedad con que el sujeto fabula los vericuetos de la pasión, desplazándose por las tradiciones del amor cortés o de la petrarquista, con fuertes vínculos con las concepciones neoplatónicas, más cerca o más lejos de las transformaciones barrocas que tensionan la herencia renacentista.10
La voz y la escritura Como ya hemos ido viendo, un buen número de los textos poéticos de sor Juana ponen en primer plano, o como trasfondo, la escritura del poema, íntimamente ligada a la mirada, y siempre acentuando la soledad tanto como la búsqueda del diálogo. “En alas de papel frágil” y con “la pluma trotando”, como dice el Romance 37, los poemas despliegan un movimiento que sortea distancias, sea para borronear la ausencia del amado o para introducirse en la cotidianidad mexicana, vedada por la clausura del convento, mediante el envío de nueces, juguetes o versos a su mecenas, hasta alcanzar, urgida por “la prisa de los traslados”, a la lejana metrópoli, como dirá en el “Prólogo al lector”, incorporado a la edición del Tomo I de su obra (1690), de esos versos que editados y vueltos a editar cimentaron su fama, a la que ya me referí. Vuelta voz en el ruego o el reclamo, la escritura fabula el diálogo: “Escucha, Fabio, mis males”, “Oye mi altivez postrada”, ruega en el Romance 5. Nuevamente en el 6, romance de despedida citado al comienzo de este artículo, se funden la voz y la letra que, como débil eco de la pasión, llegará borroneada por el llanto y por la impaciencia de los ojos que se anticipan a decir. La recurrente retórica del reclamo se carga entonces de advertencias al amado, insistiendo en una serie de construcciones anafóricas en las cuartetas encabezadas por el verbo mirar, haciendo valer su doble significado (cuidar y atender con el de fijar la vista): las estrofas despliegan un intenso dramatismo que se traslada de la metáfora introducida por la hipérbole de la primera…
Puede consultarse sobre la poesía amorosa en la literatura española de los Siglos de Oro, especialmente para las tradiciones del amor cortés, petrarquistas y neoplatónicas, que no me detengo a analizar, pues he elegido hacer solo algunas observaciones acerca de la presencia del espacio en la poesía amorosa de sor Juana, los aportes críticos de Otis H. Green (1969) y de Guillermo Serés (1996). 10
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Mira la fiera borrasca que pasa en el mar del pecho, donde zozobran, turbados, mis confusos pensamientos (24) …a sorprendentes imágenes concretas de la muerte del cuerpo y del alma: Mira, cómo el cuerpo amante, rendido a tanto tormento, siendo en lo demás cadáver, sólo en el sentir es cuerpo. Mira cómo el alma misma aun teme, en su ser exento, que quiera el dolor violar la inmunidad de lo eterno (24). Es notable cómo los movimientos de la mirada en el espacio se refractan en los de la pluma en la escritura, exacerbados al amparo de la retórica barroca. Los rudos encabalgamientos y el ímpetu de los largos períodos que rehúyen el punto final, entregados a los laberínticos desplazamientos que imponen los hipérbatos, las antítesis o las proliferaciones, prontas a seccionar el verso, se conjugan para expresar las distancias, la violencia impuesta por la separación. La serie imperativa de los reproches por una ausencia que privará al sujeto de la vista y el encuentro de los cuerpos recurre enseguida a las interrogaciones retóricas, ejemplo en el que el poema amoroso se distancia de la retórica espiritual de la tradición del amor cortés: ¿Qué no he de ver tu semblante, que no he de escuchar tus ecos, que no he de gozar tus brazos ni me ha de animar tu aliento? (25). En muy pocos casos, y así sucede en éste que muy brevemente consideramos, accedemos a la presentación del espacio al que el poema se refiere: –60–
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el sujeto lírico escribe sin que ningún elemento ajeno a él mitigue el sentimiento de carencia. Esta soledad extrema solamente cambia en dos ejemplos notables. Por una parte, la dimensión el paisaje planetario de la noche de Primero sueño acentúa la soledad de la empresa de conocimiento. Por otra, los intensos movimientos simbólicos estrechan los lazos entre espacio y tiempo, en los ascensos y caídas, ordenados por el sujeto que enuncia el poema, subrayados ya desde el comienzo en la compleja y artificiosa descripción inicial del ascenso de la pirámide de sombras - emblema del fracaso que luego expresan las pirámides de Egipto y la torre de Babel. El otro ejemplo, al cual he buscado llegar en esta escueta y rápida presentación, es la Lira 211. Como sabemos, se trata de estrofas de seis versos de endecasílabos con heptasílabos, con una rima que destaca a los dos pareados. Atenta al modelo renacentista utilizado por fray Luis de León para traducir a Horacio, sor Juana consigue un texto de refinada sonoridad, con rimas entre inicio y final de verso, de paralelismos anafóricos entre estrofas y versos. Ellos modulan tan singularmente el reclamo del sujeto lírico, entregado a convertir el llanto en la ofrenda al amado, del eglógico prado deleitoso de Garcilaso, recreación de la tradición petrarquista en la cual de las lágrimas fluía el agua del arroyo típico del locus amoenus renacentista. El lamento subrayado por la dulzura amorosa (“Amado dueño mío”, “dulce encanto”, “prenda amada”, etc.) es la expresión del dolor confiado a la escritura (así lo connota la rima inicial, “mío”, “fío”): Óyeme con los ojos, ya que están tan distantes los oídos, y de ausentes enojos en ecos, de mi pluma mis gemidos; y ya que a ti no llega mi voz ruda, óyeme sordo, pues me quejo muda (313). Sin embargo, la escritura es eco lanzado al viento que la distancia desvanece y borronea como amenaza con alejar las esperanzas del encuentro, nuevamente acentuadas por las anáforas, evidentes en los versos recién citados. Fabio recibirá el pedido proyectado en el paisaje. En él volcará su dolor
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el sujeto lírico en un extenso primer momento de la lira, pero revirtiendo el reproche en don destinado a sustentar el disfrute del amado Si del campo te agradas, goza de sus frescuras venturosas, sin que aquestas cansadas lágrimas te detengan, enfadosas; que en él verás, si atento te entretienes, ejemplo de mis males y mis bienes (313) Las “frescuras venturosas” parecieran exacerbar la recurrente imagen de Dafne convertida en laurel, en aquel árbol que proveía de sombra a la desdichada soledad de Petrarca, pero no para expresar la huida sino el encuentro ansiado, haciendo del ramo verde encarnación de la esperanza: Si ves que triste llora su esperanza marchita, en ramo verde, tórtola gemidora, en él y en ella mi dolor te acuerde, que imitan, con verdor y con lamento, él mi esperanza y ella mi tormento. (313-314). El placer de Fabio procede de los “bienes” de su dolor, el paisaje habla de ella, en él se vuelve palpable su presencia. Las lágrimas alimentan el arroyo, colmado de adjetivos que expresan su encanto (parlero, galán, lisonjero, sonoro): en su corriente mi dolor te avisa que a costa de mi llanto tiene risa Enseguida el llanto se adensa en el gemido y el tormento de la tórtola, de los versos arriba citados, que da entrada a nuevas personificaciones del sujeto lírico en imágenes que ensombrecen el paisaje y lo dramatizan con expresiones antitéticas que se proyectan encabezadas por construcciones anáforicas con que se inician las estrofas: “Si ves …”. –62–
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En ellas quien era “galán de las flores en el prado” será la “flor delicada” en el peñasco duro, el “ciervo herido” que huye precipitándose en busca de refugio y agua en el “arroyo helado” o la “liebre encogida”, amenazada por los “galgos fieros”. Elipsis y paráfrasis de matriz gongorina de motivos tradicionales como los recién nombrados, evidencian el seguro pulso poético de sor Juana, apoyado sobre todo en el movimiento posibilitado por la combinación de los versos de tan diferente medida y los desplazamientos de la sintaxis: Si la flor delicada, si la peña, que altiva ni consiente del tiempo ser hollada, ambas me imitan, aunque variamente, ya con fragilidad, ya con dureza, mi dicha aquélla y ésta mi firmeza (314). La mirada se vuelve al cielo, al “cielo claro”, proyección de la claridad del alma, pronta a ensombrecerse. En un breve regreso a la escritura, entramos al segundo momento en el cual el sujeto lírico se entrega a la fantasía del reencuentro, desplegado en interrogativas anafóricas desde el apartamiento de las tinieblas de la ausencia a la luz irradiada por la persona amada Mas ¿cuándo, ¡ay gloria mía! mereceré gozar tu luz serena ¿Cuándo llegará el día que pongas fin a tanta pena? (314) En refinadas hipérboles vuelve dicha, invirtiendo las dolorosas imágenes del primer momento: la voz de él “herirá delicada” o inundará lo que antes fuera arroyo helado, pero ya no huyendo acosada como el ciervo o la liebre. El velado reproche es ahora solo llamado exultante, esperanzado: Ven, pues: que mientras tarda tu venida, aunque me cueste su verdor enojos, regaré mi esperanza con mis ojos (315). –63–
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En la Lira 211 culmina una línea de la poesía amorosa de Sor Juana, ligada a la retórica del llanto, que establece relación estrecha con el análisis y la introspección, privilegiando los caminos que abren a ellos la fantasía y el sentimiento. Algunas veces, muy pocas, quizás solo en esta ocasión, fantasía y sentimiento se funden para diluir la soledad, que sin dudas preside su trabajo intelectual y su escritura, para celebrar la dicha de la unión.
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SEGUNDA PARTE De las ficciones esclavistas al cosmopolitismo modernista: figuraciones del espacio local y trasnacional hacia el fin de siglo XIX
Lugares y espacios para la literatura en la Argentina del XIX. Las bibliotecas populares en los circuitos de la lectura Javier Planas
Un lector en los llanos En el noreste argentino, más precisamente en Olta, provincia de La Rioja, un lector escribe en 1872 una de las cartas más significativas que pueden encontrarse en el abundante epistolario recibido por la Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares en los albores de esa década. El remitente extiende una promesa: A salida del próximo invierno voi á trabajar una casita para establecer mi pequeño comercio, i tengo ofrecido trabajar un piezita cómoda, para que establezcamos una Biblioteca. Quiero, i me consideraré mui honrado el ser suscritor al Boletín [de las Bibliotecas Populares]. Desde ahora me comprometo hacer esfuerzos inauditos para cumplir con todas las prescripciones de la suscricion (Boletín, 1872, no. 3, p. 215). José María Navarrete tiene 49 años. Aprendió a “firmarse” a los 25. Es un lector apasionado, romántico. Su historia es un poco la historia de muchas de las bibliotecas populares que se organizaron por aquel entonces en Argentina. Él es uno de esos personajes en los que tanto ha insistido Robert Darnton (2010) al referirse a los intermediarios olvidados de la literatura: fabricantes de papel, tipógrafos, correctores, transportistas, libreros, bibliotecarios y, por supuesto, lectores. Navarrete, como tantos otros hombres y mujeres, tuvo
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Lugares y espacios para la literatura en la Argentina del XIX.
algo que ver con ese complejo sistema de comunicación de la cultura libresca que actúa en el pasaje del texto al libro y que, también, hace posible la agitación literaria en la vida cotidiana. Sus esperanzas de armar una piecita para instalar una biblioteca nos acerca a uno de los problemas más frecuentes que ese sistema padeció a lo largo del XIX: la constitución de los espacios públicos de lectura y, más allá de ellos, la distribución regional de los impresos. La cuestión fue, desde ya, un inconveniente para todo el lectorado, pero también representó un obstáculo para el proceso de modernización de la cultura nacional que la élite dirigente desarrolló con éxito dispar desde los sesenta (Prieto, 2006). Con todo, el recorte biográfico de nuestro lector nos deja en una encrucijada formada por las políticas de lectura –que la bibliografía académica ha mantenido demasiado tiempo asociada a la historia del aparato educativo y al dispositivo escolar– y la historia de aquellos que hicieron uso de esas medidas para emplazar lugares y espacios para la literatura. Navarrete describe con tristeza la falta que le hacen los libros desde que llegó a la localidad riojana dos años antes. Tanto extraña esa presencia que lee el Boletín Oficial en la comandancia: “este es el único papel público que se ve por aquí”, dice con aire amargo en uno de los tramos de su carta. Con el tiempo se las ingenia para formar un grupito de lectura y pasar algunas tardes siguiendo las noticias de gobierno. Con tamaño entusiasmo y pasión, no podemos dejar de creerle cuando confiesa haber derramado “lágrimas de consuelo” al ver que el Estado nacional daba difusión a una política de fomento a las bibliotecas populares, sancionada como Ley en septiembre de 1870. Las circulares que venían en el Boletín Oficial anunciaban la puesta en acto de un sistema de gestación sustentado en las acciones de la sociedad civil. El gobierno ofrecía como estímulo un aporte igual al dinero recolectado por cada asociación, tramitar la inversión de ambas contribuciones en libros y hacer el envío del material sin costo adicional. En este esquema, las bibliotecas conservarían la autonomía administrativa y la libre elección de las obras. Estas cualidades suponían un atractivo para los asociados, cuyos márgenes de maniobra estaban fijados por sus propias decisiones. Asimismo, el modelo resultaba altamente conveniente para las arcas públicas, en tanto que las funciones organizativas quedaban en manos de los interesados. La Comisión, cuya burocracia era mínima, estaba a cargo de la gestión del programa y el asesoramiento, aspecto que cumplió a través del Boletín de las Bibliotecas populares (Planas, 2014a). –68–
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Navarrete estaba lejos de pertenecer a los sectores acomodados de la sociedad, pero un paso más delante de las clases populares. Con los primeros, percibía esa distancia en términos socioeconómicos; con los segundos, las referencias le parecían ante todo culturales. Esta posición mesocrática se deja ver en sus intereses e iniciativas. Las reuniones de lectura que organiza son un ejemplo, pero también lo son las observaciones históricas y sociológicas sobre Olta que se desprenden de su carta a la Comisión. Con claras reminiscencias sarmientinas, el paisaje social se revela ante sus ojos como una incómoda convivencia entre la presencia incipiente de los signos de modernización y la pesada herencia dejada por Facundo Quiroga y Vicente Peñaloza, quién precisamente había sido capturado, ejecutado y exhibido en la plaza pública del pueblo una década atrás. En esa tensión, se lo puede encontrar a Navarrete metido en la organización de un certamen de lectura para los alumnos de la escuela y, como veremos, cumpliendo con las diligencias para formar la biblioteca. Estas intervenciones sociales se comprenden, desde ya, en la ideología del progreso que marcó la época y a muchos de sus contemporáneos. Sin embargo, existen razones estructurales no menos atendibles que empujaron a este lector a buscar medios efectivos para la provisión de libros y otros materiales que tanto le interesaban. En el fondo de todo estaba la oficina de correos: La dificultad grave que hai aquí es la del Correo. Yo he dejado plata al Administrador de Correos Nacionales de la Rioja para que me franquée mi correspondencia, i me la despache al Correo provincial que toca a este punto. El resultado ha sido malísimo, pues toda la correspondencia viene en un paquete al Juez de Paz, i este, no teniendo domicilio fijo, abre el paquete, i a la correspondencia particular se la lleva el diablo (...). Hemos aquí, tres que tenemos deseos vehementes de suscribirnos á algun diario ilustrado, «La Tribuna», por ejemplo; pero por los inconvenientes que he anotado, no hemos podido hacerlo (Boletín, 1872, no. 3,p.215-216). La irritación de Navarrete es visible. Los sistemas de comunicación de la Argentina distan mucho de ser eficientes. Si bien se habían alcanzado algunas mejoras sustantivas desde que el Estado puso en acto una serie de estrategias y obras orientadas a la constitución de un mercado de alcance nacional durante –69–
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la presidencia de Mitre, lo que indudablemente significaba trazar un mapa de caminos que viniera a reemplazar o mejorar las viejas arterias coloniales, las zonas marginales de la economía y los poblados rurales aún aguardaban su turno (Oszlak, 2009). Con la excepción, entonces, de las rutas aceitadas por efecto del comercio y el tránsito generado entre las ciudades más relevantes, ir a un punto del territorio relativamente modesto significaba aventurarse en una travesía de semanas y meses, de kilómetro y kilómetro sobre una huella apenas marcada por la marcha de pretéritos viajantes. En esas circunstancias, bastaba una alteración de las condiciones ambientales para postergar o entorpecer cualquier empresa: las lluvias intensas formaban verdaderos fachinales; las sequías más o menos prolongadas afectaban los ojos de agua; la creciente de un arroyo cortaba el paso o provocaba largas desviaciones. Pero las fuerzas de la naturaleza y los accidentes geográficos no eran los únicos obstáculos: una crisis política bien podía alterar los contextos de seguridad y producir los mismo efectos, cuando no situaciones más álgidas y violentas como las que propiciaban los salteadores de caminos. Frente a esta serie de eventuales contratiempos se establecieron algunas prácticas y procedimientos para sobrellevarlos. En este sentido, se comprende por qué la correspondencia de todo Olta se despachaba al juez de paz de distrito y, también, por qué el propio Navarrete en otra oportunidad solicitará expresamente que sus cartas queden en La Rioja, franqueando él mismo un comisionista particular. Con todo, las novedades que traían aquellas circulares representaban una extensión de la presencia estatal. En esas páginas la Comisión hacía saber que el proyecto que sustentaban se proponía facilitar la circulación de libros y periódicos a lo largo y ancho del territorio, en vista de las escasas librerías o almacenes de ramos generales que atendieran estas necesidades fuera de los límites de Buenos Aires y Córdoba. La ausencia de manos privadas en el negocio libresco era perfectamente comprensible: el libro, como toda mercancía en los marcos de un sistema capitalista –o en vías de convertirse en tal cosa–, requería consolidarse como demanda. Este factor estaba limitado, en primera instancia, por el volumen de la población y la proporción de alfabetizados: el censo de 1869 registraba unos 336.000 lectores y lectoras sobre un total de 1.800.000 habitantes. En segundo término, el costo de los libros era elevado para las clases medias y –70–
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populares. Así, por ejemplo, en 1870 un volumen en rústica oscilaba entre los 20 y los 150 pesos moneda corriente ($m/c),1 mientras que un puestero bonaerense percibía un salario de 300 a 500 pesos con casa y comida. Por supuesto, los libros no eran el único material de lectura. Ese mismo trabajador podía obtener por 10 pesos mensuales los cuatro o cinco números de El Monitor de la Campaña, el primer periódico impreso en el interior bonaerense. Toda esta información era bien conocida por los miembros de la Comisión, que además tenían claro que el circuito de bibliotecas de acceso público en el país estaba lejos de ser promisorio. Un exhaustivo relevamiento publicado en el primer número del Boletín mostraba el siguiente panorama: la ciudad de Buenos Aires estaba siendo testigo de la recomposición de su biblioteca luego de haber sido abandonada durante largos años. Paralelamente, se abrían las puertas de las bibliotecas de la Universidad, de la Facultad de Medicina y del Museo Público de Historia Nacional. En la ciudad de Córdoba, sólo se mantenía activa la Biblioteca de la Universidad. En Mendoza, el gobierno provincial estaba formando una nueva institución con los restos de la biblioteca que fundó José de San Martín en 1812 y que el terremoto de 1866 destruyó. En Santa Fe y en Corrientes se habían inaugurado bibliotecas pero poco y nada se sabía de su posterior desarrollo. A esta breve enumeración, la Comisión sumó dos casos especiales. Primero, la oficina de distribución de libros y publicaciones oficiales, que por entonces se conocía con el nombre de Biblioteca Nacional. Segundo, las bibliotecas de los Colegios Nacionales, que por una disposición de 1870 también estaban obligadas a prestar servicios al público, sin dejar de atender por ello las necesidades de los alumnos y los profesores. Una atenta investigadora de la historia bibliotecaria argentina como Sabor Riera (1975) pudo comprobar en sus indagaciones la precisión de ese panorama y, por extensión, la pertinencia metódica del trabajo de diagnóstico realizado por los miembros de la Comisión. Este estudio no sólo venía a demostrar la escasa presencia territorial de las bibliotecas –una dimensión puramente cuantitativa–; también presentaba una valoración crítica de los servicios al constatar la permanencia de dos viejas prácticas institucionales: la prohibición del préstamo domiciliario de libros y la utilización de horarios de apertura poco En adelante, utilizaremos el Peso Moneda Corriente como referencia, aun cuando en los documentos los valores pueden estar en Pesos Fuertes (en este caso, la relación es de 1 $f a 25$m/c). 1
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convenientes para el público. Estas condiciones, a las que indefectiblemente se le sumaba la selectividad del material que componían las colecciones, determinaban una potente conclusión: las bibliotecas existentes sólo atendían a una élite de lectores citadinos. Remediar esta situación mediante una apelación directa a la sociedad civil suponía un riesgo, puesto que en el mismo relevamiento bibliotecario sólo se registraban cuatro experiencias asociativas previas a la legislación de 1870. La primera de ellas remitía a San Fernando, aunque en rigor se trataba de una biblioteca que nunca llegó a fundarse –lo que contaba como antecedente era la publicación de un reglamento provisional en la revista Anales de la Educación Común de junio de 1861. La segunda iniciativa estuvo a cargo de Juana Manso durante su estancia en Chivilcoy, aunque la aventura bibliotecaria apenas duró los meses que se extienden entre la primavera 1866 y el otoño de 1867. Finalmente, las únicas bibliotecas que habían conseguido cierta regularidad eran la de San Juan, sostenida por una Sociedad Auxiliar presidida por Damián Hudson y alentada por Pedro Quiroga, y la que mantenía la Sociedad Tipográfica Bonaerense para sus socios. El cuadro precedente no admite muchas objeciones si se excluye como criterio de categorización las colecciones de libros que debieron circular entre los grupos de amigos y colegas de cualquier entidad o club social. En diciembre de 1871 las dudas existentes sobre el programa que se proponía la Comisión comenzaron a despejarse. El Boletín traía entre sus novedades la aparición de nuevas bibliotecas populares: en Buenos Aires, en los pueblos de Chivilcoy, Cañuelas y Exaltación de la Cruz; en el interior, en las ciudades de San Juan, Mendoza, Tucumán, Salta, Córdoba, Santiago del Estero, San Luis y Catamarca. Durante 1872 y 1873 tendrá lugar una proliferación explosiva de estos establecimientos, llegándose a contabilizar la formación y subvención de un centenar de instituciones distribuidas por la extensa geografía Argentina. Historias como las de Navarrete estaban latentes en todas partes.
La biblioteca del pago Mientras nuestro lector se imaginaba al frente de una biblioteca, aún sin contar con más información que las noticias que tenía por aquellas circulares, otro vecino de Olta pergeñaba idénticos planes. Se trata de Martín Gelos, que por intermedio del cura párroco tuvo acceso a la publicación de la Comisión a los pocos meses de haber salido el primer número. No era casual que el sacerdote –72–
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tuviera un ejemplar: la primera edición había sido distribuida selectivamente entre las personalidades más influyentes de cada pueblo y ciudad. Así, enterados por distintas vías, ambos lectores anduvieron en los mismos asuntos sin saber nada de la conexión que les esperaba. Previsiblemente este estado de cosas no podía durar demasiado tiempo en la comunidad. Y en uno de esos días en que la llegada del correo todo lo cambia, Gelos supo que en la correspondencia despachada para Olta iban dos ejemplares del Boletín para Navarrete. En ese punto los protagonistas empiezan una historia de lecturas y actividades: primero se reúnen y cambian ideas sobre los conceptos y las recomendaciones que difunde la Comisión; después llega el momento de la acción: sumar voluntades. Si las conversaciones que mantienen los llenan de entusiasmo y los compromete a seguir avanzando con el proyecto, encontrar otros lectores es una tarea que no les resulta del todo grata. La posición mesocrática que ocupan en el orden jerárquico de la sociedad riojana los ayuda a ubicar a personas con las que comparten cierta cosmovisión, entre cuyos valores se destacan la creencia según la cual la lectura hace mejores a los individuos y, por lo mismo, contribuye a la constitución de una sociedad armónica. No obstante, el dispositivo de persuasión del que disponen no resulta del todo efectivo al momento de trazar vínculos con aquellos sectores que se mantienen a distancia de su propio espacio. Con los de abajo, es el sistema de juicios que nutre su reflexión el que los aleja: Estas dificultades [que encontramos al momento de sumar seguidores] no provenían tanto de la falta de recursos materiales de los habitantes, cuanto de la total ignorancia de ellos, que no todos conocen las ventajas que ofrece la lectura, i aún se oponen muchos padres de familia á permitir que sus hijos se eduquen en las Escuelas (Boletín, 1872, no. 3, p. 218). Probablemente Navarrete y Gelos han construido esa idea entre las vivencias cotidianas y las lecturas que han logrado hacer con el paso de los años. Son estas mismas lecturas las que ayudaron a formar ese sentimiento cuasi pastoral modelado en la ideología del progreso que los empuja hacia la búsqueda de un público más allá de sus límites de clase y, tal vez, más allá de lo que ellos mismos pueden hacer. Como en tantos otros casos, el dilema se resuelve de forma operativa. Y en este punto los convencidos resultan ser los –73–
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más fáciles de convencer. Durante nueve meses nuestros lectores apelaron a sus redes de contactos y afinidades hasta que creyeron consolidar un cuerpo inicial de socios lo suficientemente sólido como para hacer viable el proyecto. Con las diecinueve personas que pudieron reunir conversaron sobre los deseos y las ilusiones del porvenir; pero sobre todo hablaron de las cosas que debían hacer. Entre ellas, cada uno de los pormenores que requería hacerse de la subvención que estipulaba el Estado. Para diciembre de 1872 habían logrado constituir la sociedad, asignar las responsabilidades dirigenciales y juntar un total de 2.225 $m/c. Cada asociado contribuyó con lo que consideraba apropiado entre la expectativa que generaba la empresa y la disponibilidad de su bolsillo. Estas razones brindan sentido a las diferencias existentes entre los aportes recolectados, que oscilan entre los 25 y los 250 pesos. Por delante quedaba escribir los estatutos de la institución, reglamentar el uso de la biblioteca, escoger las obras que llenarían los estantes y enviar todo a la Comisión. Pero estas últimas tareas se demoraron algunos meses en vista de las posibilidades que la sociedad barajaba para duplicar la recaudación inaugural, ya que la suma alcanzada les parecía algo modesta en función de los esfuerzos realizados. El plan que tenían entre manos no era ni sutil ni original: la ayuda la buscarían entre los sectores acomodados e influyentes de la sociedad riojana. Un tiempo después, Navarrete cuenta desencantado los resultados de esta apuesta: Nos hemos dirijido al Gobierno de la Rioja; al Sr. Inspector General de Escuelas; á los curas, y en fin á todos los hombres que algo valen por su posición ó bien estar [sic.], pero todo ha sido en balde y aun parece que miran como una usurpacion que se le quiere hacer á la Aristocracia (Boletín, 1873, no. 4, p. 40). Apelar a las élites locales era una idea de la Comisión, alentada mediante la distribución selectiva del Boletín –tal como hemos indicado–, a través de los vínculos políticos y partidarios o, simplemente, en los consejos que se daban a los lectores. La estrategia se basaba en un razonamiento relativamente sencillo: en un contexto marcado por los altos niveles de analfabetismo, quienes dispusieran de mayores cuotas de capital cultural estaría en mejores condiciones de montar una biblioteca. Los resultados prácticos fueron dispares. En Olta, como
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se aprecia en la cita, la clase dirigente se mantuvo al margen del proyecto, tal vez amparándose en los mismos supuestos y prejuicios que nuestros lectores mantenían respecto de los sectores que les eran subalternos. Pero justamente desde estos espacios proviene el último auxilio que tendrán: La pequeña suma que hemos colectado es el óbolo del pobre que sin comprender bien su objeto pero diciéndoles que es para beneficio de sus hijos: ¡Oh! sí dicen, siendo para que mis hijos sean mas felices que nosotros, lo haremos con gusto (Boletín, 1873, no. 4, p. 40). Es notable la diferencia entre estos padres y aquellos que se resistían a que sus hijos asistieran a la escuela. Presumiblemente, ambos grupos formaban parte de los mismos espacios socioeconómicos que nuestro cronista enmarca dentro de los sectores populares. No obstante, la distancia cultural entre unos y otros –o la sola idea de un futuro familiar distinto– marcaba la diferencia entre participar o no de la asociación que se estaba gestando. Con el ingreso de más abonados la recaudación inicial trepó a 3.000 $m/c y, sin otras cartas por jugar, la flamante asociación ordenó los estatus, definió los reglamentos y organizó una lista de libros, aunque dejó margen para que la propia Comisión completara la nómina según creyera conveniente. Si bien los responsables del Boletín especificaron en más de una oportunidad que su voluntad era contraria a esta tarea, Navarrete explicó que esa situación se produjo por un desacuerdo que mantuvo con sus pares. Con todo la dinámica asociativa gestada en torno a las bibliotecas populares como espacios de discusión de lecturas estaba en marcha. Para abril de 1873 las gestiones iban mejor de lo que en algún momento los lectores pudieron especular: el gobierno nacional, además de la protección habitual, decidió conceder una bonificación especial de 6.250$m/c, alegando que este importe venía a sustituir lo que el Estado riojano no podía o se negaba a conceder. En el medio de estas rencillas políticas, lo cierto es que entrar en Olta con las herramientas de la civilización era darle a la administración de Sarmiento un triunfo simbólico significativo. Sabemos que la biblioteca popular “Sarmiento” –este fue el nombre que escogieron sus fundadores– comenzó a funcionar en agosto de 1873 con una colección estimada en 324 libros. Un número para nada despreciable si se piensa en el punto de partida de toda esta historia. La piecita que construyó
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Navarrete –o cualquier sitio donde finalmente se haya emplazado el establecimiento– albergó a 24 lectores durante ese mes. Luego la cifra subiría progresivamente: 60 en septiembre, 77 en octubre, 79 en noviembre y 94 en diciembre. Los pedidos a domicilio fueron en ascenso, sumando 130 para todo el semestre. Durante 1874 la vida en la biblioteca seguía siendo promisoria: los 764 lectores en la sala y los 249 préstamos a domicilio así lo indicaban. Los datos, que por lo demás son extraordinarios, están en sintonía con el resto de las bibliotecas. Los documentos de la Comisión informan de este proceso. En la quinta entrega del Boletín (1874) se publican las estadísticas de 35 bibliotecas populares de las 91 subvencionadas. Según las planillas, entre los meses de enero y diciembre habían asistido a las salas de lectura un total de 17.970 lectores, mientras que los pedidos de libros a domicilio ascendían a 17.035. A partir de esta estadística se deduce que cada biblioteca fue visitada 26 veces por mes (312 al año) y, durante el mismo lapso de tiempo, se retiraron 24 libros (288 en el año). Estos datos se confirman proporcionalmente para las 67 bibliotecas que enviaron los registros correspondientes al año 1874 (Boletín, 1875, no. 6). Si bien entendemos que las metodologías empleadas para tomar estas cifras fueron diferentes (un asistente puede ser una persona que estuvo leyendo durante algún tiempo en la sala o, simplemente, alguien que cruzó la puerta de la biblioteca), en general los guarismos resultan confiables si se toma como punto de comparación los 48.000 ejemplares que El gaucho Martín Fierro alcanzó en el transcurso de los 6 años posteriores a su aparición en 1872 (Prieto, 2006). Esto significa que el best-seller de la literatura nacional se vendió a razón de 8.000 ejemplares por año. Con todo, se trata de las primeras objetivaciones de la emergencia progresiva de un amplio público lector y, en términos específicos, de la existencia de un lectorado para las bibliotecas populares.
Un lugar y un espacio para la literatura Al volver la mirada a la situación bibliotecaria descripta precedentemente queda claro que no existía una cultura que uniera al público con estas instituciones, una diferencia sustancial si se piensa en la tradición norteamericana. Allí la intervención de Benjamín Franklin a favor de la participación comunitaria en la constitución de los espacios públicos de lectura resultó decisiva, aunque la expansión efectiva de estos lugares debe ubicarse en los usos y las costumbres sociales que los clubes de lectura ingleses habían propiciado, por –76–
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una parte, y, por otra, a la tarea de difusión que muchos educadores emprendieron junto al Estado en las primeras décadas del siglo XIX. Entre estos últimos cabe consignar la participación de Horace Mann, de quién Sarmiento recuperó una parte importante de los fundamentos que culminarían dando forma a la ley de subvenciones en 1870. Este contraste histórico revela una dificultad: los lectores reunidos para fomentar el desarrollo de las bibliotecas populares y los responsables de la Comisión se encontraban en condiciones bibliotecológicas semejantes, aunque con grados de responsabilidad muy diferentes. En este contexto, el Boletín funcionó como un instrumento de comunicación cuyo principal objetivo fue favorecer el desenvolvimiento de las bibliotecas a partir de la difusión periódica de modelos reglamentarios, catálogos de obras disponibles en las librerías porteñas y todo tipo de aporte que se considerara apropiado. Así fue que la Comisión consolidó un espacio editorial donde registró los diferentes estados de avance del programa, con la particular inclusión de los envíos postales de los lectores. En esta sección se pueden leer historias mínimas sobre los procesos de fundación de las bibliotecas –como la de Navarrete–, algunas memorias de gestión de los establecimientos, los reglamentos adoptados para su funcionamiento y las consultas más diversas. Esta apelación constante a los registros documentales producidos por los lectores hace que la revista no sea simplemente un testimonio de la estrategia desplegada por un órgano burocrático singular, sino también el escenario de las diferentes apropiaciones tácticas por parte de los organizadores locales de las bibliotecas. Esta distinción, que apela a los términos clásicos utilizados por Michel de Certeau (2000), apunta a subrayar el predominio institucional e ideológico de la Comisión, a la vez que procura indicar la existencia de diversas maneras de hacer uso de una política preestablecida. De modo que el Boletín es una publicación que contiene una dinámica que entrecruza las posiciones de la Comisión y la que sustentan los lectores, generando significaciones que desbordan los límites usualmente trazados para los textos normativos o instructivos. Bajo este modelo de producción del saber se formó un primer y amplio repertorio de textos bibliotecarios, previsiblemente, la mayoría luego de la primera entrega del Boletín. Una fracción de estos materiales fue publicada por las propias asociaciones en folletos de unas pocas páginas y baja tirada, con la intención de poner al corriente de los socios la marcha de la administración y, –77–
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desde ya, publicitar los servicios de la biblioteca en la comunidad. Memorias de gestión, estatutos, reglamentos, catálogos, avisos especiales, actas inaugurales, discursos de ocasión, conferencias literarias; todo forma parte de los vestigios que fueron dejando en el tiempo los asociados. El mérito de la Comisión fue incluir entre las páginas de su revista algunos de estos trabajos, de manera que cualquier otra persona a la distancia pudiera darse una idea de las tareas comprometidas con el montaje de una biblioteca, por más modesta que fueran sus dimensiones. Lamentablemente no podemos saber cómo lo hicieron Navarrete y Gelos una vez que recibieron el cajón de libros procedente de Buenos Aires, pero podemos imaginarlo dando un vistazo a esa serie de documentos. Allende las cuestiones estrictamente simbólicas, es decir, las que están vinculadas a la representación del buen porvenir, a la búsqueda de un reposicionamiento social o al uso del tiempo libre asociado a una actividad de prestigio como la lectura, cualquier movimiento bibliotecario exige la consumición de algún tipo de recurso, sea dinero o tiempo (que también es dinero). Por lo tanto, la misión que cada asociación tenía por delante era, paradójicamente, armar un negocio sin fines de lucro. Nuestros lectores pudieron formarse una vaga idea de lo que esto significaba en las alusiones que los estatutos publicados en los primeros números del Boletín traían sobre la responsabilidad contable de las instituciones. Sin embargo, no hubo en esas entregas ni en las siguientes indicaciones técnicas de ningún tipo. De manera que, en la práctica, los asociados transfirieron su experiencia en el comercio de bienes al ámbito bibliotecario –una situación que, sin dudas, propició la procedencia de clase de estos actores. En Bella Vista, por ejemplo, el responsable de atender esta necesidad en la biblioteca de la localidad entre 1873 y 1876 elaboró una Memoria en la que se detallan todos y cada uno de los ingresos y los egresados. A través del complejo dispositivo administrativo podemos visualizar los requisitos comprometidos en la conversión de una habitación cualquiera en un lugar de lectura: dos estantes de pino para los libros, un escritorio de cedro para el bibliotecario, una mesa chica y otra grande para los lectores, doce sillas de esterillas, dos lámparas y un reloj de pared. Otras cosas menores son igualmente importantes para la administración y los usuarios: tijeras, resmas de papel oficio y carta, libros en blanco de contabilidad, tinta, pluma, lápices y lapiceras, goma arábiga, papel secante, sobres y algunos –78–
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utensilios de cocina como vasos de vidrio, una botella de barro, una tinaja y un plato. Finalmente, para que este conjunto de muebles y útiles funcione todavía se precisa invertir un poco más de dinero: un sueldo de bibliotecario para mantener el local abierto algunas horas a la semana; kerosene y mecha para las lámparas; varios artículos de limpieza y, en ocasiones, algún servicio de reparación. No todas las bibliotecas populares son tan exhaustivas en sus balances como la de Bella Vista, pero los rótulos utilizados en su contabilidad son lo suficientemente claros como para permitirnos sostener que el conjunto de dirigentes que las administró debió cubrir una serie de necesidades semejantes, aun cuando las posibilidades materiales representaron un límite infranqueable para sus pretensiones. En suma, la extensa serie de objetos adquiridos por las bibliotecas y asentados en estos documentos nos ayudan a conformar una idea de lugar (de Certeau, 2000), esto es, el ordenamiento físico y estructurante de los elementos en una locación singular. En la naturaleza misma de estos elementos también se pueden comenzar a dilucidar las operaciones y las dinámicas que lo orientan y lo temporizan, haciendo del lugar un espacio de lectura (o lo que es lo mismo decir: un lugar practicado). Queda claro, entonces, que montar el lugar y conferirle un principio de funcionalidad implica administrar el dinero en relación a un conjunto de necesidades y un sentido institucional. Estos gastos son, por los demás, dinámicos. Durante los períodos fundacionales las bibliotecas invirtieron en mobiliario prácticamente lo mismo que destinaron para la adquisición de obras. En los balances ordinarios, en cambio, los egresos son diferentes: el servicio bibliotecario oscila entre el 25 y el 30%; la compra de libros, por lejos el rubro más oneroso, se mueve entre el 40 y el 60%; los costos restantes se reparten entre alquiler (20%), útiles (10%) y otras erogaciones ocasionales, como las contrataciones en carpintería, imprenta o encuadernación. Las fluctuaciones en estas últimas categorías suelen ser importantes de un ejercicio a otro, pues los requerimientos y los fondos con los que se atienden son variables. Toda esta maquinaria institucional, que estaba fuera de la cobertura estatal, puso a prueba la astucia de los asociados para reunir efectivo, regatear precios y obtener favores. Y ya vimos las serias dificultades que tuvieron los lectores de Olta para ganarse alguna simpatía más allá de su propio círculo social, una cuestión decisiva en los poblados del interior. En otras bibliotecas la suerte fue distinta: dirigentes pudientes y voluntariosos llegaron a donar –79–
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la cuota regular de un año entero en un solo pago con tal de agilizar las compras y reanimar la vida de la institución. Hubo ocasiones en las que la procedencia social de prestigio de los asociados sirvió para gestionar campañas de solidaridad, tal como los espectáculos a beneficio que la Biblioteca Popular de Chascomús obtuvo de la Compañía Ecuestre de la localidad. Con el andar regular, las asociaciones pudieron implementar métodos de recaudación adicionales, como el cobro de multas por las demoras en la devolución del material y los alquileres y las ventas de libros. En el primer caso, en general, resultaron ser aportes insignificantes, pues las sanciones utilizadas eran más bien simbólicas. Las otras prácticas alcanzaron cierta relevancia: los alquileres, como una modalidad diferencial de préstamo para aquellos lectores que no estaban dispuestos a pagar una tasa mensual; las ventas, como un medio por el cual las bibliotecas cumplieron funciones de librería y, con ello, favorecieron el recambio del acervo bibliográfico. En la asociación de Bella Vista este último mecanismo fue implementado con naturalidad entre los dirigentes, quienes en algunos casos llegaron a comprar hasta 70 obras en poco menos de tres años. En conjunto, las estrategias precedentes funcionaron de modo parcial y con distinta suerte. Los aportes sustantivos hay que localizarlos, primero, en las subvenciones estatales, que significaron un estímulo imprescindible para renovar las colecciones y alentar la participación civil. No obstante, estos aportes pronto se desvanecieron en los avatares traumáticos que deparó el proceso de institución del Estado argentino en la segunda mitad del siglo XIX. En particular, la clase política no logró resistir la tentación de echar mano a los fondos destinados a estas instituciones entre otras tantas medidas de ajuste implementadas en la presidencia de Nicolás Avellaneda para afrontar los efectos de la crisis financiera internacional de 1873/76 (Chiaramonte, 1986). Por esta razón, la piedra angular de las bibliotecas populares siempre fue la solidaridad asociativa, ya sea para generar una renta regular mensual como para favorecer el recambio dirigencial y la afluencia de público. Mientras así lo hicieron, gozaron de buena salud. Pero, como toda institución fundada en el asociacionismo, las bibliotecas no escaparon a la dinámica zigzagueante que caracteriza a estas iniciativas: comienzos efusivos, años regulares, decaimientos progresivos, cierres temporarios, reinicios promisorios (Di Stefano, et. al. 2002; González Bernaldo, 2008). Muchas de las Memorias citadas y otras que pudiéramos mencionar informan de una preocupación constante por el decaimiento de la actividad. Las –80–
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razones que se utilizan para explicar el fenómeno son diversas, pero fundamentalmente obedecen a dos lógicas: de un lado, los avatares coyunturales, entre los que se destaca la citada quita de las subvenciones y la conflictividad política nacional; de otro, el agotamiento de la institución, tangible en el desinterés del lectorado y el abandono paulatino de la empresa. Este distanciamiento, al margen de los dilemas circunstanciales que corresponden en cada caso, debe buscarse en la estructura regimentada que exige la participación y el uso de estas organizaciones. El aporte monetario es una faceta insoslayable cuando se trata de sectores medios y populares, pero aún lo es más su carácter ordinario. Porque lo rutinario es la norma de la biblioteca pero no la que gobierna los impulsos y las prácticas de los lectores. Ser un socio estable significa abonar todos los meses una cuota. Es caminar hasta la institución a buscar un libro y tener la fortuna de ubicarlo. Es regresar al hogar sabiendo que 10 días después hay que devolverlo en las mismas condiciones, porque de lo contrario corren las multas y los sermones del bibliotecario. Es recomenzar el ciclo con la renovación del préstamo o con el pedido de una obra diferente. Implica perder las ganas de leer o que falte el tiempo para hacerlo y mantener sin embargo la obediencia de seguir aportando, porque si no te expulsan o te declaran moroso. También demanda participar en las asambleas o sentir la responsabilidad por ausentarse. Es, en definitiva, hacerse un poco a la medida de la biblioteca y sus rituales. La instalación del lugar y las reglas de uso son el efecto de una representación bibliotecaria inscripta en el imaginario de los responsables de organizar las bibliotecas populares. Esa figura fue tallada en el Boletín, en el marco de esa fértil combinación que se produjo entre las disposiciones fijadas por la Comisión y los rumbos más o menos originales que siguieron los lectores. Probablemente, el ideal de todo asociado hubiera estado muy cerca del siguiente relato: La Biblioteca ocupa dos salas, de 7 1/3 varas de largo y 6 1/4 de ancho, cada una, perfectamente aseadas, claras, etc. En la segunda, que es la destinada á los libros, hay cuatro estantes de 4 1/4 varas de alto, por 2 3/4 de ancho. La Biblioteca está organizada en cuatro secciones para los libros. Las tres primeras para los encuadernados, en pasta, tela, etc. y la cuarta para los á la rústica.
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Cada libro, folleto, etc., tiene el número de la seccion y el que en ella le corresponde, en su colocación; el precio de la obra y el sello de la Biblioteca, cada seccion, con cierro de cristales, admite de quinientos a ochocientos volúmenes, según el tamaño. Debajo de cada seccion, hay otras dos, con puertas, destinadas para mapas y otros objetos de estudio é instrucción. De modo que los cuatro grandes estantes, forman doce secciones. Entre cada sección alta y baja, hay una tabla ó mesa corrediza para colocar libros ú otros objetos, provisoriamente. En esta sala que es donde tiene su mesa escritorio el Intendente, con todos los libros y útiles para el buen desempeño de su encargo, hay tambien una mesa grande con carpeta fina, en cuyo centro está colocada una estatua de Benjamin Franklin (...). Las paredes están vestidas con mapas, cuadros, etc. hay un lavatorio, sillas y todos los útiles de aseo. La primera sala, destinada para lectura, tiene en el centro una gran mesa y sobre ella colocado un magnífico busto de Guttemberg, y puesto sobre una columna circundada de pequeños bustos de los escritores mas notables del mundo. Un doble tintero de cristal con un busto de bronce, y el todo sobre el mármol negro bruñido. En rededor de la mesa están colocados varios periódicos ilustrados y algunos de los diarios que se publican en Buenos Aires (Boletín, 1874, no. 5, p. 151-152). El fragmento forma parte de una descripción más extensa que Juan Madero elaboró de la Biblioteca de San Fernando en 1874, a pocos meses de su inauguración. Todo tiene las apetencias burguesas: la amplitud de las salas, los estantes vidriados, los cuadros en las paredes, el diario sobre la mesa, los bustos que conmemoran a los héroes de la modernidad y los libros en perfecto orden. Este horizonte, sin embargo, quedó demasiado lejos de las posibilidades materiales de la mayoría de los lectores que se embarcaron en la misma empresa en otros puntos del territorio –y en San Fernando, quizá, a distancia de ese público popular al que tan afanosamente se consagraron los discursos sobre la instrucción pública. Navarrete, Gelos y sus colegas pusieron todo el empeño que les fue posible durante un año, y sin la ayuda estatal, no hubieran comprado más que un centenar y medio de libros. Pero la esencia del trabajo fue la misma. Donde existieron las salas de lectura se requirieron estantes, –82–
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mesas, sillas y útiles, además de los servicios de limpieza, reparación y otras atenciones por el estilo. En ocasiones, estas demandas fueron cubiertas por los propios interesados, en otras se contrataron de forma directa o por licitación —los periódicos locales son testimonios de estos pedidos. Lo que no faltó en ninguna parte fue el quehacer bibliotecario, en sus diferentes niveles de complejidad e improvisación. La actuación de las reglas del orden hizo posible la formación de los espacios de lectura y, desde ya, las transgresiones que vinieron después. Los varios reglamentos publicados en el Boletín y los muchos que circularon impresos brindaron un marco de referencia para ordenar las bibliotecas a través de las obligaciones conferidas a los bibliotecarios. En una apretada síntesis, el trabajo consistía en amar el catálogo, llevar los libros de préstamo, reservas y sanciones, confeccionar las estadísticas de circulación, mantener los estantes en orden, cuidar el comportamiento de los lectores en la sala de lectura, atender al público, recaudar las entradas de dinero por préstamos y multas, anotar los pedidos de compras y, finalmente, limpiar el local. Algunos documentos traen precisiones en lo que respecta a los deberes bibliográficos. Y estas instrucciones serán fundamentales, puesto que la Comisión jamás proporcionó una guía con explicaciones técnicas al respecto. Por lo tanto, en la práctica proliferaron distintos usos, desde las aplicaciones ortodoxas hasta las combinaciones más heterodoxas (Planas, 2014b). En la biblioteca de Olta este trabajo debió ser algo denso para Navarrete y Gelos, que no sólo estaban lejos de manejar el arte bibliotecario, sino que jamás habían sido usuarios. Pero hemos constatado que fueron lectores atentos del Boletín. En este sentido, no habrán dejado de percibir que el catálogo era una pieza clave en este universo. Y que más allá de las diferentes formas empleadas para organizarlo, todas lo concebían como un inventario de las obras disponibles en la institución, pero que a diferencia de las listas que ofrecían las librerías, también se trataba de un mapa para encontrarlas. Aprendida esta lección primordial, y una vez que los libros estuvieron fuera de los cajones de embalaje, el desafío fue ponerlos en orden –que es, después de todo, el sueño que alimenta la vida de estos establecimientos. Una opción era ubicarlos por tamaño: de menor a mayor, de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha, de modo que los volúmenes grandes quedaran en los estantes más cercanos al piso. Otro modo de hacerlo consistía en colocarlos por orden alfabético –83–
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tomando como referencia el título: desde la “A” en la parte superior izquierda hasta la “Z” en la inferior derecha. Finalmente, las obras pudieron ser distribuidas conforme a grandes áreas temáticas, una opción frecuente entre las bibliotecas populares. Para una clasificación bastaba con ojear la primera entrega del Boletín, en la que se incluía una grilla de títulos agrupados de la siguiente manera: filosofía; ciencias y sus aplicaciones a las industrias; derecho, ciencia política, economía social y política; historia, geografía y viajes; literatura; educación; religión. Desde una serie ideal como ésta hasta su uso concreto mediaba un proceso de apropiación en el que la calidad del material incorporado por la institución determinaba qué categorías utilizar. Así, por ejemplo, en algunas bibliotecas sólo bastaron unas pocas clases: ciencias y artes; historia y geografía; novelas; documentos oficiales. Si Navarrete y Gelos decidieron reunir los libros siguiendo una taxonomía como ésta última, su trabajo requirió, primero, examinar cada uno de los textos e identificar el contenido, para lo cual debieron valerse de los títulos, los índices, los prólogos y las introducciones –que son buenas compañeras para no poner Vente mil leguas de viaje submarino junto a las obras de viaje. Luego, distribuir los volúmenes clasificados en los estantes y, una vez completadas las cuatro secciones, asignar las etiquetas de referencia con el nombre y un número romano, por caso: “I-ciencias y artes”. Seguidamente, registrar en un cuaderno preparado con esas mismas divisiones los datos catalográficos de cada uno de los libros, esto es: autor, título, lugar y fecha de publicación, editor, descripción física. Por último, individualizar el lugar exacto de cada texto mediante la asignación de un código compuesto por la identificación temática y número arábigo, algo así como: “I-5”. Con esta información, armar las etiquetas, pegarlas en los volúmenes y anotar lo mismo en el catálogo. Al cabo de un tiempo esta misión está cumplida. Darle sentido a este orden implicaba, además, confeccionar el libro de préstamos, con las áreas necesarias para apuntar la identidad del lector (nombre y apellido, domicilio), la obra en cuestión (autor y título), las fechas de entrega y devolución, el precio del ítem y las observaciones. Y si el tiempo y el ánimo ayudaban, también se podían producir algunos instrumentos complementarios: una libreta de reservas y otra de multas, una planilla estadística para la circulación y un listado alfabético de los títulos disponibles para auxiliar las búsquedas. –84–
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Después de todo ese periplo y todas esas actividades un buen día se inaugura la biblioteca con una gran celebración. Y a la mañana siguiente llegan los lectores, a quienes hay que enseñarles a utilizar las instalaciones, a usar los libros, a comprender, en definitiva, esas normas rutinarias. En ello va la formación del lugar y del espacio para la literatura que propusieron las bibliotecas populares. A partir de allí comienzan otras historias de la lectura que, como las de Navarrete, combinaron el ejercicio de la imaginación con la agitación en la vida cotidiana.
Bibliografía Certeau, M. (2000) [1990]. La invención de lo cotidiano. México: Departamento de Historia-Universidad Iberoamericana. Chiaramonte, J. C. (1986). Nacionalismo y liberalismo económico en la Argentina, 1860-1880. Buenos Aires: Hyspamérica. Darnton, R. (2010). El beso de Lamourette: reflexiones sobre historia cultural. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Di Stefano, R., Sábato, H., Romero L. A., y Moreno, J. L. (2002). De las cofradías a las organizaciones de la sociedad civil. Historia de la iniciativa asociativa en la argentina (1776-1990). Buenos Aires: Edibal. González Bernaldo, P. (2008) [1999]. Civilidad y Política en los orígenes de la nación argentina. Las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862. México: Fondo de Cultura Económica. Oszlak, O. (2009) [1982]. La formación del Estado argentino: orden, progreso y organización nacional. Buenos Aires: EMECÉ. Planas, J. (2014a). Las bibliotecas populares en la Argentina entre 1870 y 1875. La construcción de una política bibliotecaria. Informatio, 1(18), 6688. Recuperado de: http://informatio.eubca.edu.uy/ojs/index.php/Infor/ article/view/152/229 Planas, J. (2014b). Hacer las reglas del hacer: concepciones y rutinas en los reglamentos de las bibliotecas populares en la Argentina (1870-1875). Revista de Historia Regional, 1(19), 203-226. Recuperado de: http://www. revistas2.uepg.br/index.php/rhr/article/viewFile/6117/4095 Prieto, A. (2006) [1988]. El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna. Buenos Aires: Siglo XXI. Sabor Riera, M. Á. (1975). Contribución al estudio histórico del desarrollo de los –85–
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servicios bibliotecarios de la Argentina en el siglo XIX. Tomo II. Resistencia: Universidad Nacional del Nordeste, Dirección de Bibliotecas.
Fuentes Biblioteca Popular de Bella Vista (1877). Memoria de la Comisión Directiva de la Biblioteca Popular de Bella Vista. Presentada a la asamblea general de socios el día 4 de febrero de 1877. Buenos Aires: Courrier de la Plata. Biblioteca Popular de Chascomús (1873). Boletín de la Biblioteca Popular de Chascomús. Buenos Aires: Imprenta Rural. Boletín de las Bibliotecas Populares (1872-1875). Buenos Aires: Imprenta Americana.
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Zonas oscuras en el trópico: esclavitud africana y naturaleza brasileña en O tronco do Ipê de José de Alencar1 Julieta Novau
Este trabajo analiza la construcción textual de la esclavitud africana y la naturaleza brasileña en la novela O tronco do Ipê (1871) de José de Alencar (18291877).2 A partir de la noción de “ilha (isla) cultural” propuesta por Roger Bastide (1959 y 1960), concebida como lugar de resistencia y de conservación de expresiones culturales africanas, abordamos las significaciones que adquieren en la novela las “zonas oscuras”, culturales y religiosas, de la esclavitud insertas en el interior de una naturaleza tropical exuberante como símbolo paradigmático de 1 Una versión reducida de este trabajo, bajo el mismo título, se presentó como ponencia en el V Congreso Internacional Celehis de Literatura, organizado por la Facultad de Humanidades (Universidad Nacional de Mar del Plata). Realizado en Mar del Plata, los días 10 al 12 de noviembre de 2014. 2 Alfredo Bosi (1974) señala que Alencar es hijo de una familia acomodada brasileña de la región de Ceará. Cuando es pequeño se traslada con su familia a la Corte de Río de Janeiro. Entre los años 1845 a 1850, el escritor estudia derecho en São Paulo y en Olinda. También mantiene una participación activa en el terreno del debate político, que combina con su profusa carrera de escritor consagrado a partir de 1850. En Río de Janeiro se desempeña como cronista (por ejemplo, colabora en el “Correio Mercantil” y en el “Diário do Rio de Janeiro”). Mientras Alencar es redactor, en 1857 adquiere reconocimiento literario por sus “Cartas sobre a Confederação dos Tamoios” donde critica la perspectiva literaria nativista de Domingos Gonçalves de Magalhães. De forma paralela se afianza la orientación política conservadora de Alencar. Es notable que, tempranamente, el letrado cearense se distancia del posicionamiento liberal de su padre José de Alencar, quien fue senador. En este sentido, podemos mencionar sus intervenciones como diputado por la región de Ceará en el período de 1868 a 1870.
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lo nacional. En este sentido, cabe destacar que el tratamiento narrativo de la condición esclava en la novela, aunque adquiere visibilidad, se realiza desde un enfoque distanciado respecto de la denuncia antiesclavista, dentro de un contexto político en que la esclavitud es objeto de debate parlamentario en Brasil.3 Nuestro trabajo subraya algunas estrategias retóricas, utilizadas por el autor en su obra, que demarcan espacios con valencias antitéticas. En relación a ello, nuestra lectura reflexiona sobre el modo en que la perspectiva alencariana (imbuida de un racialismo romántico hegemónico) escenifica la emergente y conflictiva conformación de la identidad nacional en Brasil en el siglo XIX: tensionada entre la devaluación de los esclavos africanos y la exaltación del trópico en su majestuosidad. Mediante la postura conservadora que pauta tanto su carrera política como su escritura, Alencar en sus obras mantiene la visión hegemónica sobre el mundo negro, según la estética del romanticismo, dado que, como sostiene Silvina Carrizo, “sobre o homem escravo, no entanto, continúa pesando o mesmo silêncio que interdita a consideração do negro como sujeito” (2001, p. 90, cursiva nuestra). Las perspectivas analíticas de otros autores como Pedro Dantas (1952), Silviano Santiago (1982), David Brookshaw (1983), Renato Ortiz (1992), José Murilo de Carvalho (1994), Flora Süssekind (1994) y Alejandra Mailhe (2011), coinciden en destacar la escasa relevancia otorgada por los letrados del siglo XIX al “problema negro” dentro del proyecto estético-político del romanticismo, cuestión que se advierte al considerar la producción narrativa de Alencar, orientada a exaltar el indianismo como fundamento auténtico de la identidad nacional brasileña. De manera simplificada, el “indianismo” construido por Alencar en su narrativa, especialmente en O Guarani (1857), Iracema (1865) y Ubirajara (1874), se centra en la exaltación idealizada de la figura del indio, para dar cuenta de los orígenes nobles de la emergente nación brasileña. Se trata de un origen épico-mítico que propicia vínculos etnoculturales armónicos con el sector portugués, generando así una concepción de mestizaje integrador. La imagen estetizada del indio se convierte en paradigma de brasileñidad 3 En el mismo año de edición de la novela de Alencar se promulga la “Lei do Ventre Livre” (1871), declarando libres a los recién nacidos de madres esclavas. Además, destacamos que le abolición de la esclavitud en Brasil se realiza en 1888. Para ampliar remitimos a los estudios de Libby, Douglas Cole y Eduardo França Paiva (2005) y Francisco Vidal Luna y Herbert Klein (2010).
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en correlación con la relevancia positiva otorgada a la naturaleza nacional.4 Renato Ortiz (1992) indica que para ofrecer una imagen conveniente de nación, la escritura de Alencar impulsa la indagación identitaria sobre Brasil desde la pregunta ontológica de “¿qué somos?”, que a su vez se encuentra secundada por la formulación de otra: “¿qué no somos?”. De este modo, la carencia es un vector presente en la construcción de la identidad nacional. En la ficción alencariana esta pregunta asume la forma de “estrategia alusiva”. En este punto, parafraseando a Ortiz, consideramos que en O tronco do Ipê, la estrategia de la “alusión” a lo africano como otredad, para explicar oblicuamente aquello que pretendidamente “no somos” como nación brasileña (elaborada desde un “nosotros” hegemónico excluyente), puede pensarse en consonancia con la concepción de “tenuidad” planteada por Augusto Meyer (1964). Para Meyer la tenuidad en las obras de Alencar se manifiesta, en el plano retórico, mediante los recursos descriptivos marcados por lo que considera la sensibilidad estética del autor al elaborar discursivamente una imagen armónica de Brasil como nación integrada.5 En nuestra interpretación de O tronco do Ipê, esta estrategia de atenuación es construida narrativamente para abordar al esclavo en términos de una controlada y adecuada docilidad al régimen de la esclavitud. Esto significa que en sus trazos identitarios los estigmas africanos amenazantes resultan atenuados. O tronco do Ipê narra la vida cotidiana de los protagonistas Mário y Alice Sobre el tema, ver especialmente Brito Broca (1979), Heloísa Toller Gomes (1988), Renato Ortiz (1992), Flora Süssekind (1994), José Murilo de Carvalho (1994), Doris Sommer (2004) y Alejandra Mailhe (2011). 4
Meyer piensa esta concepción atendiendo a las producciones de Alencar que son representativas del indigenismo brasileño. Por su parte, Silviano Santiago (1982) analiza el tema de la identidad en las obras de Alencar y las incluye en lo que considera textos iluminadores o “textos farol” porque: “Comsua ajuda e luz, se aclarassem tanto a região quanto os habitantes, no tocante a os valores socias, políticos e económicos que seram determinantes da condição de ambos” (1982, p. 89). Desde esta interpretación, Santiago revisa los principales planteos de Meyer en relación a las obras indigenistas de Alencar y concluye que la hipótesis de la tenuidad de la conciencia nacional (basada en una perspectiva eurocéntrica que adscribe rasgos a las culturas nativas desde una reflexión europea como parámetro) se liga con el contexto de producción del propio Meyer en cuanto a su crítica al romanticismo brasileño y su valoración del modernismo y de los intelectuales como intérpretes de los fenómenos sociales. Para Santiago, la conciencia nacional, debe superar el concepto de tenuidad propuesto por Meyer y manifestarse como un “entre-lugar” que combine, de manera impura, los elementos de exotismo y exuberancia brasileña. 5
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en la hacienda cafetalera Nossa Senhora do Boqueirão, próxima al río Paraíba, a principios del siglo XIX. José Figueira, padre de Mário, muere ahogado en el Boqueirão y es enterrado en la base del Ipê (bajo cuidado del negro viejo Pai Benedito). El autor de su muerte es su amigo de infancia Joaquim de Freitas (hijo del administrador de la hacienda; pobre y huérfano en su juventud queda al cuidado del padre de Figueira, O Comendador, casado con su prima D. Alina). Luego del asesinato de su amigo, Freitas hereda la hacienda y las riquezas de su antiguo propietario. Además, se dedica a proteger y cobijar en su casa-grande a la viuda del Comendador junto a D. Francisca (viuda de Figueira) y a su hijo Mário. A lo largo de la trama se acrecientan las sospechas sobre el crimen de Joaquim de Freitas. En el momento en que Mário salva a Alice de morir ahogada en el Boqueirão surge un temprano amor entre los niños. Cuando ambos son jóvenes se separan por causa del viaje de estudios de Mário a Europa. A su regreso, Mário descubre la verdad sobre la muerte de su padre cuando el padre de Alice intenta suicidarse. El amor entre los protagonistas perdura y se casan al cierre de la ficción. Alencar apela al predominio del discurrir dialógico, aunque en gran medida mantiene la retórica elevada que caracteriza a su escritura, para recrear ficcionalmente de modo casi exclusivo el ámbito y ciertos hábitos de los sectores sociales hacendados a mediados del siglo XIX. El momento de la trama ficcional corresponde al afianzamiento del régimen de la esclavitud en el sur de Brasil. Según indica Heloísa Toller Gomes (1988), la novela pertenece al ciclo denominado romance de fazenda, centrado en describir costumbres rurales y situado ficcionalmente en un pasado próximo a la fecha de edición de la obra, donde “Alencar traça um painel social abrangente em que o regime escravista ainda se mostra estável e aparentemente seguro, sendo a instituição servil descrita como amena e mesmo benevolente” (1988, p. 34). Como mencionamos, el conflicto narrativo de la novela, que gira en torno a las ambiciones de poder por parte de distintos personajes pertenecientes al sector de la hegemonía cafetalera, se sintetiza en la misteriosa muerte de José Figueira (padre del protagonista y amo inicial del negro Benedito), al caer a las aguas del Boqueirão. De modo que Mário se encuentra sumido en la condición de pobreza y de orfandad cubierta de un matiz misterioso. Además, en la obra de Alencar se plantea un amor progresivo entre los protagonistas pertenecientes a un mismo grupo étnico y el enredo de la historia afecta particularmente al mundo de los sectores hacendados blancos. En medio de ese conflicto, se recorta la presencia, siempre cercana, de los esclavos. –90–
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En la novela, los africanos y mulatos son homogeneizados bajo la condición de esclavos domésticos, y encuentran su expresión paradigmática en la figura de Pai Benedito. El sometimiento dócil al régimen de la esclavitud es uno de los rasgos que definen a este personaje y contribuye a enfatizar su construcción simbólica en términos de “tenuidad”. Pai Benedito simplemente es un viejo negro esclavo, cosificado e interdicto (en el sentido de Frantz Fanon, 1973).6
Negritud cristalizada y fetichismo Bajo la retórica de la “tenuidad”, conjugando cosificación e interdicción del negro, Alencar configura el prototipo del esclavo dócil. Su preeminencia en la ficción se explica por su funcionamiento supeditado a la figura del protagonista, el niño Mário (su pequeño amo), con quien Pai Benedito establece un lazo afectivo infranqueable y recíproco dentro del marco de una “esclavitud benévola” o paternalista:7 Seguimos la definición de “interdicto” (esto es: el sujeto africano-brasileño puesto en “entredicho” dentro de la tradición narrativa decimonónica) tal como plantea Carrizo (2001) y que resaltamos en la cita textual antecedente como así también consideramos su sentido en términos más amplios planteados por Frantz Fanon (1973). De modo sucinto, según la perspectiva de Fanon, la metafísica de la tradición europea (blanca) se concibe a sí misma como portadora del ser preservando al sujeto colonizado (negro) la marca de lo “interdicto” que implica carencia y silenciamiento: es un no-ser y en este sentido la racialización del “Otro”, negado en su subjetividad, opera de manera cosificante. Para ampliar sobre el pensamiento de Fanon remitimos a los trabajos de Alejandro de Oto (2003 y 2011). 6
7 En este punto, a lo largo de la obra son muchas las escenas de confraternización entre Mário y Benedito. Incluso, se menciona una complementariedad absoluta entre ambos personajes mediante la idea de transfusión de sus almas: “Máriocingiu-lhe o pescoçocom os bracos e beijoulhe as cãs. O negro, apertando-o ao peito, soluçava como uma criança. Ali ficaram absorvidos na ardente expansão dos sentimentos que lhes tumultuavam no seio. Os outros os tinham esquecido, ninguém veio a perturbar a transfusão de suas almas...”(Alencar, 2006, p. 93). Otro gesto de extrema entrega del esclavo, especialmente simbolizada en la posición de rodillas, se resume –mediante el uso de la hipérbole– en la imposibilidad de narrar la inconmensurabilidad del agradecimiento que manifiesta el negro viejo ante la generosidad y afecto de su amo como objetos preciados: “O pretorecebeu o mimo de joelhos e como se fosseuma reliquia sagrada. Não é possível pintar a efusão de seu contentamento, nem contar os beijos que de nas mãos de Mário e nos presentes, ou as ternuras que em sua meia língua disse ao santo e à moeda” (Alencar, 2006, p. 36). La misma efusividad se reitera en el episodio de la salvación de Alice (arrojada al Boqueirão) en la cual la sumisión del esclavo se sintetiza en la metáfora del alma “arrodillada” delante de su amo: “…essa alma [de Benedito] se postrava aos pés de Mário, como uma adoração e ao mesmo tempo uma abnegação” (Alencar, 2006, p. 90, énfasis mío).
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—Viva papai Benedito! — gritou Mário… E o bom preto expandia-se de júbilo, mostrando duas linhas de dentes alvos como jaspe. Ser motivo de alegria para esse menino que ele adorava, não podia ter maior satisfação a alma rude, mas dedicada do africano (Alencar, 2006, p. 34-35). Esta primera presentación de la figura del negro en la novela anuda los atributos que lo constituyen (bondad, alegría, adoración, dedicación y rudeza), manteniendo inflexiones que inferiorizan al personaje, no sólo como primitivo sino también como ingenuo e incompleto en proximidad, simbólica y literal, a lo infantil. El punto de vista dominante que resalta Alencar, en el modo de percibir la otredad esclava, se completa con otras caracterizaciones que tienden a cristalizar la figura del esclavo negro ligado al “fetichismo”.8 En este sentido, el negro viejo es cosificado por homologación a una imagen totémica de arcaica raíz africana: “Pai Benedito, sentado a um canto com a fronte apoiada sobre os joelhos, na posição de um ídolo africano, e absorvido em profunda cogitação, conservara-se inteiramente alheio ao que passava na cabana” (Alencar, 2006, p. 48). La ubicuidad contraída del propio cuerpo del negro –y por ello empequeñecida– se asocia, superlativamente, al rincón literal que de hecho ocupa el esclavo en esa escena, pero también se vincula un espacio metafórico, más amplio, esto es, el rincón de la inferioridad extrema en tanto espacio de confinamiento social del Márcio Goldman (2009), desde un enfoque antropológico e histórico, realiza un exhaustivo análisis sobre los orígenes y principales resignificaciones del “fetichismo”, conforme a una selección de contextos específicos y usos particulares del concepto, hasta culminar en el modo en que esta noción se relaciona con las religiones africano-brasileñas contemporáneas. Para el ensayista, el origen del término “fetiche” fue acuñado en el siglo XVIII por navegantes y comerciantes, portugueses y holandeses, en la costa occidental de África para designar objetos a los cuales los africanos atribuían propiedades místicas o religiosas. Este último aspecto de atribución de propiedades a ciertos objetos se ha mantenido básicamente a lo largo del tiempo y en el candomblé es referido como axé (mana o fuerza) contenida en el objeto a la espera de ser descubierto. El objeto debe ser preparado (proceso de elaboración llamado feitura: cosa hecha) por la Mãe o Pai de Santo de un terreiro (lugar donde se realizan los cultos) para ser destinado a una persona. La significación negativa del término “fetichismo” aplicado a las religiones africano-brasileñas se vincula con lo secreto porque provendría del hecho de que un iniciado en el candomblé no puede revelar ni el modo en que se realiza el ritual ni el contenido del vínculo recíproco que mantiene con el objeto-orishá (deidad africana), así como tampoco el nombre que le es asignado a la persona en ese marco iniciático. Al respecto ver también Rita Segato (1993), Ivonne Maggie (2001) y Stefanía Capone (2004). 8
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cautivo por antonomasia. En esta descripción del posicionamiento del esclavo, se agrega otra zona que es alegóricamente “arrinconada” al caracterizarla como expresión de un primitivismo atávico: la enigmática religión africana que se liga a la meditación profunda de Pai Benedito, absorto y silente, quizás en estado de banzo9 o en rétour figurado al continente de origen dado que “Retornar es consagrar la permanencia” (Glissant, 2005, p. 46). Así, se produce como resultado una doble cosificación que “petrifica” la negritud mediante la implícita figuración del cautivo como objeto de trabajo y la evidente construcción del esclavo como fetiche a manera de objeto de culto africano. En ambos casos se trata de un esclavo negro encapsulado y reducido plenamente a un estado reconcentrado, próximo a una experiencia de alienación, porque se encuentra aislado en sus pensamientos y por ende abstraído del entorno que lo rodea. Otra dimensión crucial para aprehender la negritud en O tronco do Ipê se exhibe por medio de la tematización del lenguaje de Pai Benedito.10 Tanto Jossiana Arroyo como el antropólogo Fernando Ortiz en su estudio sobre la caracterización negativa de la figura del “negro brujo”,11 sostienen que la jerga africana se articula a un aspecto inescrutable y ominoso dado que representa “… no sólo el atraso en la educación del brujo, sino su atavismo. La oralidad constituye el enigma fundamental en la figura del brujo, ya que hace que su jerga sea ininteligible y secreta” (Arroyo, 2003, p. 173). Con sentido semejante, funcionando como cifra negativa (y enigma) de la identidad negra, en la novela de Alencar se presenta un lenguaje enlazado a lo religioso, en voz baja, rudimentario, gestualizado, fragmentado e incomprensible: “Seus lábios murmuravam palavras entrecortadas, impossíveis de entender. Rezava ou fazia uma imprecação a algum espírito invisível” (Alencar, 2006, p. 48). Asimismo, el lenguaje ininteligible del negro viejo en su simplicidad es directamente definido como expresión de una anomalía, cuya irregularidad se considera un signo claro de primitivismo por comparación con el balbuceo infantil, así expresa el narrador: “A linguagem dos pretos, como a das 9 Gilberto Freyre define banzo como la nostalgia del esclavo de su continente de origen: específicamente es la “saudade da África” (2002, p. 462). 10
En términos generales, “Pai” se define como el jefe espiritual en la religión del candomblé.
Se trata del ensayo Los negros brujos [1906] de Fernando Ortiz correspondiente a su etapa temprana de producción en la cual se adscribe a la vertiente de pensamiento positivista en relación con la criminología lombrosiana. En este ensayo, Ortiz analiza las condiciones y manifestaciones del “hampa afrocubana”, analizando el caso especial de la hechicería. 11
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crianças, oferece uma anomalía muito frecuente” (Alencar, 2006, p. 35). Entonces, no existe posibilidad de “depuración” de este lenguaje “anómalo” del esclavo porque se trata, aunque no se explicite cabalmente, de una voz silenciada al máximo por el peso de la esclavitud: las palabras del negro son siempre incompletas e incomprensibles a los oídos de los amos. Entonces no se despoja al cautivo de su carácter de inferioridad porque la negritud de Pai Benedito se encuentra totalmente fijada, sin cambios, en sus marcas africanas étnicas y lingüísticas. La novela exhibe una consolidación estereotípica del esclavo12 cristalizando su negritud, a la vez que alude, de modo incipiente (aunque no exento de preconceptos), a ciertos aspectos culturales y religiosos de esa misma condición africana que son preservados en la rigidez del régimen de la esclavitud. Siguiendo el enfoque del sociólogo Roger Bastide (1959), puede considerarse la preservación de expresiones de cultos africanos como parte de una resistencia. Bastide señala el carácter religador de las religiones africanas, que funcionan como nichos o ilhas (islas) de conservación porque permite recrear el múltiple legado cultural africano.13 En relación con este sentido de resistencia y conservación de religiones africanas, emerge de modo concreto, el estereotipo del “negro brujo” o 12 Para David Brookshaw (1983), el estereotipo es una construcción sustentada en un juego de oposiciones donde subyacen ciertos preconceptos (con frecuencia étnicos) que definen simultáneamente la afirmación de un individuo o grupo y la negación de otro/s. El ensayista ofrece como ejemplo paradigmático la categoría de “esclavo fiel” resumido en el tipo popular llamado “Pai João”, presente en historias populares brasileñas del siglo XIX, quien esconfigurado principalmente como un “negro con alma blanca”. Esta construcción del “esclavo fiel” preserva la marca de negritud en tanto inferiorización adscripta a la otredad, como sucede, de modo similar, en la configuración del personaje de Pai Benedito de Alencar. En este sentido, incluso una de las significaciones que sugiere su nombre, “Benedito” significa literalmente “bien dicho”, refuerza este enfoque. El personaje, aun preservando su negritud en varios aspectos, no deja de funcionar como negro “con alma blanca” y por lo tanto simbólicamente es un esclavo sin “tachas” de resistencia antiesclavista (retomando el léxico de la época, las “tachas” o marcas son convencionalizadas en la prensa del período –mediante enumeración de trazos físicos y comportamentales de los negros– en los anuncios de venta de esclavos y de búsqueda de cimarrones). Entonces, la “correcta bondad” que caracteriza al personaje se corresponde, metafóricamente, con el “buen decir” contenido en su nombre, y de esta manera se sugiere que Benedito no se aparta de la “norma” o “ley” del amo. Se completa así la isotopía de lo “interdicto” en la tipificación sumisa de este personaje. 13 Para profundizar sobre el tema, véase el estudio de Alejandra Mailhe (2010), titulado “Mediaciones mestizas. Reflexiones en torno a la tensión ‘teoría central’/ ‘realidad periférica’ en la obra de Roger Bastide” e incluido en su compilación Pensar al otro/Pensar la nación.
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feiticeiro14 a través de la imagen de Pai Ignácio. Se trata de un personaje saturado de negatividad: es un negro de aspecto deforme, cuya “monstruosidad” se extrema al estar vinculado al orden de lo demoníaco, por dedicarse al fetichismo, según relatan las voces populares y colectivas del lugar: “O aspecto disforme do negro e o isolamentoem que vivian naquele sítio agreste emmeio de ásperos rochedos incutiu no espíritu da gente da vizinhança a crença de que o Pai Inácio era feiticeiro” (Alencar, 2006, p. 45). De este modo, el tipo negativo del feiticeiro es ensamblado, hiperbólicamente, a la figura del “esclavo cimarrón” como tipificaciones de una otredad africana radical, proyectadas en la conformación de la figura de Pai Benedito: A prova era que Benedito, sempre tido como bom cativo, dera ultimamente em ruim e até fujão… Todos se temiam dele; mas não faltava também quem recorresse a seu poder sobrenatural para a cura de certas enfermidades, para descobrimento de coisas perdidas, a realização de ocultos desejos… Algumas coisas que disse, aconteceu saírem certas, e tanto bastou para aumentar a fé na sua mandinga. Pai Benedito, porém, era um feiticeiro de bom coração (Alencar, 2006, p. 47). Así, la perspectiva del narrador conjuga adscripciones denostadoras del negro brujo junto con la clausura de sus aspectos ominosos, al culminar relativizándolos mediante la prevalencia de los motivos positivos de la bondad y generosidad de Benedito. Se percibe entonces en la novela el funcionamiento de una estrategia dual, en oxímoron: a la vez que pone de relieve la estigmatización del africano, también atenúa sus marcas negativas. Por medio de 14 Siguiendo el análisis de Rita Segato (1993), feitiçeiro es la persona que realiza magia (feitiçaria) de acuerdo a las prácticas rituales del candomblé o de macumba en Brasil. La acepción negativa del término se refiere a los llamados Paisy Mães de Santo o Babalorixás dedicados a practicar rituales considerados supersticiosos por contener actos abyectos e ilícitos de brujería según la óptica hegemónica del siglo XIX. Como analiza Stefanía Capone (2004), la Constitución de 1823 estipulaba que en Brasil sólo podía practicarse la religión cristiana. Se abre entonces la distinción entre cultos religiosos legítimos e ilegítimos, y ello promueve la persecución policial de las agrupaciones ligadas al candomblé. Por otra parte, como ejemplo de la perdurabilidad de esta cuestión, Raymundo Nina Rodrigues analiza estos aspectos desde un enfoque racialista en sus ensayos correspondiente al período de entresiglos. Entre ellos, puede mencionarse su paradigmático trabajo: O animismo fetichista dos negros baianos (2006).
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esta doble estrategia, Alencar pretende obturar el temor hacia estas figuras y prácticas religiosas concebidas como peligrosas de acuerdo al imaginario hegemónico de la época,15 como sostiene Celia Marinho de Azevedo: “Era, assim, o negro, elemento considerado de raça inferior porque descendente de africanos, viciado, imoral, incapaz para o trabalho livre, criminoso em potencial, inimigo da civilização e o progresso… em uma época em que as teorias raciais ainda estavam longe de cair em desuso” (1987, p.156). En este contexto sumido por el temor, Alencar atenúa la eficacia de las prácticas sociales religiosas africanas y apunta a fijar el estereotipo para mantener al esclavo en el lugar de inferioridad, con el acento puesto en su pasividad, a la vez que relega las religiones africanas a la condición de expresiones supersticiosas dentro de un sistema esclavista (y de una narración) que se muestra disolvente. Pues, mientras que la esclavitud diluye aspectos que conforman posibles manifestaciones anti-coercitivas,16 en la ficción no se los describe de manera minuciosa, abrevando así en la tenuidad del negro dócil. Al presentar también al grupo de los esclavos domésticos, Alencar se atiene a un enfoque homogenizador (y tranquilizador para los sectores sociales dominantes) donde predomina la caracterización atenuadora de los cautivos, “felizmente” resignados al leve trabajo diario dentro de la hacienda cafetalera Por ejemplo, As vítimas algozes [1869] de Joaquim Manuel de Macedo (2010) preserva la visión estigmatizante del negro. Allí las prácticas religiosas africanas se describen desde el estereotipo del hechicero “Pai Raiol”. La denostación de las expresiones culturales africanas se resume en la siguiente premisa nucleada en la idea de una peligrosa propagación contaminante: “O feitiço como a sífilis veiod’África” (2010, p.72). Por otra parte, en el mismo año de edición de la novela de Alencar, se produce en Río de Janeiro el juicio y condena de un famoso feitiçeiro llamado “Juca Rosa” o “Pai Quimbamba”. Este caso cobra relevancia en la prensa periódica carioca, con lo cual se abreva en el temor y enigma que este tipo de figuras implicaba para gran parte de la elite letrada y política de la época (más allá de que muchos de ellos eran asiduos visitantes de su terreiro en la zona baja de la ciudad). La historia del “negro brujo” Juca Rosa es analizada con detalle por Gabriela dos Reis Sampaio (2000). 15
De hecho, las prácticas de resistencia antiesclavista como el cimarronaje o bien la rebelión colectiva de cautivos perpetrada a partir de la experiencia compartida de religiosidades africanas eran frecuentes en Brasil a lo largo del siglo XIX; tal como analizan, por ejemplo, Richard Price (1981), Clóvis Moura (1988), João José Reis (1993 y 1996) y Martín Lienhard (2002 y 2008). 16
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(sin que se mencionen aspectos violentos del sistema de esclavitud, como el trabajo forzado en las plantaciones o las prácticas de tortura). Bajo la coordenada del ejercicio de un “paternalismo benevolente”, en la ficción se recrea una estratificación social en el interior del grupo de los esclavos que acompañan a los protagonistas.17 El recurso de la nominación de los esclavos domésticos permite individualizarlos, no para efectuar una valoración positiva sino simplemente para indicar su marca de origen y rol social. De esta manera, se presentan los esclavos sirvientes: la parda Eufrosina (mucama de Alice) y la criolla carioca Felícia (mucama de Adélia) más el moleque18 Martinho (paje del Barão da Espera). En la construcción de las esclavas femeninas, adquiere peculiar atención la figura de Tia Chica, negra vieja y “ama de leche” de la madre de Alice. Una de sus caracterizaciones principales consiste en su función elemental como “ama de leche” porque en este rol se percibe la relación íntima establecida entre amos y esclavos en el interior de las casas-grandes. Por lo cual se observa en un plano general la relevancia del funcionamiento de las “amas de leche” y las “negras viejas contadoras de historias” dentro del régimen esclavista. Desde la perspectiva de Gilberto Freyre ([1933]2002), este vínculo cotidiano y privado suaviza los antagonismos sociales y por lo tanto ofrece una imagen “blanda” del esclavismo brasileño decimonónico. Incluso, la negra vieja vive junto a su compañero Pai Benedito, de forma aislada pero próxima a la casa-grande, en una cabaña otorgada por el amo como dádiva por sus respectivas docilidades que culmina, en el cierre de la ficción, con la manumisión de ambos. Así, bajo la protección paternalista 17 Incluso esta estratificación interna se advierte en los títulos de algunos capítulos que otorgan centralidad a ciertos personajes: “O feiticeiro” (Pai Inácio), “Tia Chica”(mujer de Benedito), “Pai Benedito”, “Dois amigos” (Freitas y Figueira), “O conselheiro” (Lopes), “Coração de mãe” (D. Francisca), “Mário”. 18 En el período de la esclavitud, los moleques (palabra de origen quimbundo: “meninos”) eran los niños o jóvenes negros esclavos encargados de acompañar o ser objeto de entretenimiento de los niños de las casas-grandes (Freyre, 2002 y Segato, 1993). En este aspecto, en la novela de Alencar, es ilustrativo el momento en que el niño Mário le pega a Martinho sin fundamento. Por otra parte, otro ejemplo paradigmático aunque exacerbado en violencia, constituye la escena en que el narrador de la novela Memórias póstumas de Brás Cubas [1881] (1978) de Machado de Assis, sólo por diversión monta a Prudencio, su esclavo moleque, como si fuera un caballo y lo flagela mientras lo obliga a andar.
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del amo se enfatiza el rescate de los dos personajes de la condición de servidumbre extrema.19 Otra peculiaridad de Tia Chica es que permanece enferma durante el desarrollo de la trama narrativa. El motivo de la enfermedad de la negra vieja prolonga la tipificación de su figura en términos de trascendencia de las fronteras de lo permitido dado que ella, con frecuencia, se encuentra sumida en estado de un aparente “delirio”. Al ser también una negra vieja contadora de historias, y por lo tanto portadora de saberes tradicionales, ella encarna el costado de “irracionalidad africana” que amenaza la tranquilidad familiar con sus intentos de develar el misterio de la muerte del padre de Mário. Además, Tia Chica desencadena una de las acciones principales al contar a Alice la historia de la Mãe d’água (inmediatamente después del relato efectuado por la negra vieja, la niña por curiosidad va hacia el atrayente Boqueirão y cae en él bajo su encanto). Esta caracterización de la compañera de Pai Benedito se mantiene hasta el final de la narración: Tia Chica muere en un arrebato delirante, arrojándose a las aguas del Boqueirão.
19 También el proteccionismo de Joaquim de Freitas engloba a D. Francisca (madre de Mário). Alencar dedica un capítulo a este personaje femenino, “Coração de mãe”, donde resalta su resignación a las circunstancias, intuición materna y total entrega al cuidado del hijo. Estos trazos de abnegación maternal se reiteran en la configuración del estereotipo de la “madre esclava” que Alencar diseña en su obra de teatro Mãe [1859] (2013), así expresa el autor en la dedicatoria de la obra a su propia madre (Ana de Alencar): “...se há diamante inalterável é o coração materno, que mais brilha quanto mais espessa é a treva. Rainhaou escrava a mãe é sempremãe” (2013, p. 2). En la obra teatral, Alencar aborda explícitamente el tema de contactos interétnicos y exalta la figura de la madre Joana que se vende a sí misma como esclava a otro amo, padeciendo constantes sufrimientos, para salvar a su hijo de la ruina económica. Por otra parte, tanto la simbología del “coração de mãe” de D. Francisca en la novela como el corazón materno igualmente noble de la esclava Joana en el drama teatral recuerda, por inversión lúdica de palabras del título del capítulo, al apelativo de la Patrona católica de Angola llamada “Mama Muxima”, expresión que significa precisamente “madre del corazón”. Este modo de construir los personajes femeninos maternales contrasta, por ejemplo, con la figura de D. Alina (sobrina, esposa y luego viuda del comendador Figueira), caracterizada principalmente por la manipulación y el interés económico. En este aspecto, Alencar viabiliza su crítica moral sobre lo superfluo de ciertos personajes que aspiran a ingresar o ascender socialmente al entorno de poder (generalmente ligado a la Corte). Así describe el autor a D. Alina: “Há naturezas assim que se deleitam com a destruição: espécies de abutres morais, vivendo da dissolução da família e da sociedade. Aquele caráter pertencia a essa classe; tinha o instinto da intriga, regozijava-se com as recriminações e dissidências” (Alencar, 2006, p. 78).
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En otras instancias de la novela, los esclavos domésticos son con frecuencia homologados a animales, para caracterizar su aspecto físico o su comportamiento, con lo cual se refuerza la mirada devaluadora del narrador respecto de los cautivos construidos como otredades que, aunque dóciles, portan estigmas de un “primitivismo inherente”. Un ejemplo claro del modo en que se refracta esta visión, propia de gran parte de los sectores hegemónicos de la época, es la escena del insulto de Martinho a su compañera Eufrosina. En este episodio se percibe el gesto de “introyección” (Fanon, 1973) de la violencia por parte del esclavo en forma de degradaciones verbales. La burla se centra en señalar la genealogía angolana de Eufrosina.20 Siguiendo el enfoque de Antônio Guimarães —“A marca da cor, no interior desse pensamento, é indelével não apenas porque lembra uma ancestralidade inferior, mas principalmente, porque simboliza a inferioridade presente dessa raça” (1995, p. 57)— se puede señalar que la africanidad de Eufrosina funciona como estigma imborrable vinculado con lo más bajo de la escala animal: Tição!... Tição é o seu pai de você, negro cambaio e bichento que veio lá d’Angola […] Cada beiço assim! Hi! Hi! A Eufrosina, cega de raiva, atirou-se ao pajem, que lhe fugia correndo ao redor da mesa exasperando a mucama com as caretas que lhe fazia: -Cada beiço, assim como orelha de porco... Tapuru era mato... chegava a sair pelos olhos (Alencar, 2006, p. 263). Además, en este fragmento se muestra una adscripción peyorativa no sólo por la mención de marcas fenotípicas de la esclava sino también en relación a la oralidad del esclavo. Ambos signos fundamentan formas de clasificación y discriminación de las otredades negras, reforzando afirmaciones precedentes en la ficción. La oralidad de Martinho (el uso incorrecto de los pronombres en En una escena del pasado, correspondiente al paseo de los niños en 1850, la misma mucama es objeto de burla. Mário derrama dulce sobre la cabeza de Eufrosina y declara que “¡É pomada para alisar o pixaim!” (Alencar, 2006, p. 26). Aquí se nota la referencia al cabello rizado (pixaim) de la esclava, designado habitualmente como cabeloruim, como signo de africanidad con sentido peyorativo. En este aspecto, es interesante mencionar el bello poema del contemporáneo Henrique Cunha Junior, donde se retoma este tema de larga tradición y, por contraste a la mirada alencariana, se exalta positivamente esa marca diferencial del “Otro” africano en tono afectivo: “Cabelos enroladinhos enroladinhos/ Cabelos de caracóis pequeninos/ cabelos que a natureza se deuao luxo/ de trabalhá-los e não simplesmente deixá-los/ esticadosao acaso/ Cabelo pixaim/ Cabelo de negro” (Citado por Eduardo Assis Duarte, 2008). 20
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este caso) confirma la preliminar y generalizadora aseveración del narrador respecto de la anomalía del lenguaje de los negros (como cuando se refiere al lenguaje rudo e irregular de Pai Benedito). Al conjunto de esclavos de la hacienda se agregan otros personajes secundarios que, en proximidad a los protagonistas, ingresan por ocasión del festejo de la navidad y son descriptos sólo en función de su trabajo: la Mãe Paula (vieja negra esclava encargada del gallinero) y Vicência (una de las cocineras de la hacienda y madre de Martinho). El resto de la dotación de esclavos permanece innominada y conforma una mayoría de negros y mulatos agrupados mediante el recurso constante de la analogía con lo animal. Por ejemplo, el uso de la enumeración seriada los aproxima analógicamente –y situacionalmente en cada espacio por equivalencia–, en un mismo nivel de expresión “rudimentaria” de alegría: “Onde [Alice] chegava, na roca ou no curral, havia festa e alegria. Os pretos batiam palmas; o gado mugia; as ovelhas balavam” (Alencar, 2006, p. 134). A la vez, en otro momento, la analogía entre cautivos y animales se acentúa en la imagen sonora de sus respectivos murmullos totalmente amalgamados: “Ouvindojá tarde rumor de escravos y animais no pátio” (Alencar, 2006, p. 229). De esta manera, retomando el enfoque de Renato Ortiz (1992), se diseña una perspectiva hegemónica que encierra un mundo africano esencialmente primitivo expresado desde un “nosotros” excluyente y devaluador. En este sentido, la narrativa alencariana delimita una otredad africana atenuada aunque con sutiles matices inquietantes: a través de una “estratégia elusiva” encapsula aquello que (pretendidamente) “no somos” como nación cohesionada.
El encierro de la esclavitud A la vez que en O tronco do Ipê se enfatiza la conformidad sumisa de los negros a la condición servil, en un plano más abarcador, Alencar también expande alegóricamente el sentido del encierro mediante el despliegue de la simbología del círculo que pauta distintos niveles de la narración. En primera instancia, adquiere relieve la delimitación del espacio cerrado de las senzalas (recintos donde habitan los esclavos) dentro de la hacienda cafetalera, por lo cual Alencar mantiene límites rígidos entre ámbitos que pertenecen a sectores sociales opuestos (amos/esclavos). En la novela, no se describe el interior de las habitaciones de los negros esclavos sino que se las
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presenta como un componente más del orden económico-social esclavista. En este sentido, según analiza Silviano Santiago (1982), la organización socioeconómica jerárquica de la esclavitud adquiere una corporeidad tangible que se resume en la expresión metáforica de “um corpo branco com mãos e pês negros”.21 Acorde con la metáfora de maquinaria esclavista de trabajo forzado, Alencar describe la distribución del ingenio cafetalero mediante adjetivaciones y sustantivos que connotan dureza, amplitud y grandeza de tamaño: Nas fraldas da colina á esquerda estavam as fábricas e casas de lavoura, a habitação do administrador da fazenda e as senzalas dos escravos. Todos esses edifícios formavam um vasto paralelogramo, com um pátio no centro; para esse pátio, fechado por um grande portão de ferro, abriam os cubículos das senzalas (Alencar, 2006, p.11, énfasis mío). Otra forma de circularidad se exhibe en relación al modo de disponer los episodios nucleares de la trama: la historia principal de Mário y Alice en la hacienda Nossa Senhora de Boqueirão está organizada en torno a la centralidad que adquiere el árbol Ipê.22 Además de dar título a la novela, ña importancia del tronco do Ipê se advierte en su protagonismo en el interior de la trama. Incluso se establece una analogía metafórica entre el tronco de Ipê y la figura de Pai Benedito: ambos comparten connotaciones equivalentes a partir del equilibrio que mantienen entre el estatismo y la supervivencia. Por un lado, con respecto al aspecto externo, tanto el árbol como el negro viejo poseen los mismos atributos de antigüedad, altivez y fortaleza. Es más, Benedito y el Ipê son los personajes que permanecen en la zona luego de que se produce la ruina23 de la hacienda abandonada por sus protagonistas hacia el final de Santiago retoma esta expresión de Cultura e opulência do Brasil [1771] de A. Antonil. Esta metáfora es muy antigua y proviene al menos desde tiempos de Aristóteles. 21
22 Según Hebe Cristina da Silva, el Ipê es considerado un árbol típico de Brasil y por ello “vem ao encontro do intuito declarado do autor de escrever obras que fossem tipicamente nacionais e incluíssem a natureza local” (2004, p. 128). Retomaremos este aspecto vinculado a la exaltación alencariana de la naturaleza en el apartado siguiente. 23 El motivo de la ruina de la hacienda es incorporado con sentido de decadencia del orden tradicional de explotación esclavista. El despojo de la riqueza y propiedad de mano de obra esclava ocurre por desdén de sus amos y completa, de este modo, la caracterización negativa del tipo social de los amos blancos. Así, por ejemplo, leemos en O tronco do Ipê: “Tudo isso
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la ficción, cuando deciden ir a vivir a la Corte en Río de Janeiro. Por otro lado, ligado a una dimensión colindante con lo “irracional” religioso, tanto el viejo esclavo negro como el árbol “resguardan” y ocultan el secreto de la misteriosa muerte de José Figueira, ahogado en el remolino “circular” de las aguas. El indicio de este enigma se cifra en las cruces dispuestas, a manera de cerco simbólico, alrededor del árbol para señalar las numerosas muertes ocurridas en el lugar. Además, la disposición de las cruces en torno al árbol sugiere una atmósfera de muerte que envuelve la vida de la hacienda y también un “sincretismo religioso”, porque en el mismo ámbito confluyen los rezos de Benedito en lengua africana junto a los diversos elementos de feitiço y a la multiplicación del símbolo por antonomasia del cristianismo. Incluso el “sincretismo religioso” entre lo africano y lo cristiano se percibe en la articulación dual del nombre del personaje, dado que no hay elementos africanos puros en las religiones africano-americanas, todos tocados por cierta gravitación del catolicismo. Pai Benedito es a la vez Pai y Santo porque la correlación religiosa contenida en su nombre también se reitera, en clave cristiana, con la mención de la estampa de “São Benedito”. Así, la conjunción nominativa convoca, alegóricamente, la historia cristiana del santo esclavo de origen portugués a la vez que remite al nombre de una de las principales hermandades de esclavos negros de Río de Janeiro en el siglo XIX.24 La combinación de las dimensiones africana y católica es desapareceu; a fazenda de Nossa Senhora de Boqueirão já não existe. Os edifícios arruinaramse, as plantações em grande parte ao abandono morreram sufocadas pelo mato... A gente do lugar; tanto os fazendeiros e ricaços como os simples roceiros e agregados se preocuparam muito durante algum tempo com o desamparo em que o dono deixava uma fazenda tão fértil e aprazível” (Alencar, 2006, p. 12). Por otro lado, en cuanto al recurso de la circularidad narrativa, nótese que en el primer capítulo de la ficción alencariana, mediante el uso del tópico de la ruina, se anticipa un aspecto del final de la trama que se retoma –y enfatiza en prolepsis– en el recuento de hechos contenidos en el último capítulo de la obra. Lilia Moritz Schwarcz (1999) ofrece una descripción pormenorizada de este aspecto. Por otra parte, en relación a la relevancia de la figura de Pai Benedito, es interesante señalar su funcionamiento legitimado dentro del sistema afroreligioso del Candomblé de acuerdo a los estudios de Rita Segato (1993) e Ivonne Maggie (2001), quienes coinciden en señalar la presencia de los tipos “negros viejos” en los rituales de posesión actuales. Ambas ensayistas, desde un enfoque antropológico basado en sus respectivos estudios de campo en terreiros (lugares de culto) próximos a la zona de Río de Janeiro, constatan la importancia, dentro de las religiones africanas, de los llamados pretos-velhos (negros viejos) como el paradigmático “Pai Benedito de Angola” (junto a otros como: “Baiano Zé do Coco”, “Caetano da Bahia” y “Me Maria Conga”). 24
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descripta, bajo la modulación del asombro, por el narrador en primera persona cuya identidad no se explicita: Curioso de ver de perto o tronco do ipê, que o preto velho tratara com tanta veneração, descobri junto ás raízes pequenas cruzes toscas, enegrecidas pelo tempo ou pelo fogo. Do lado do nascente, numa funda caverna do tronco, havia uma imagem de Nossa Senhora em barro, um registro de São Benedito, figas de pau, feitiço de várias espécies, ramos secos de arruda e mentruz, ossos humanos, cascavéis e dentes de cobra... O preto, de seu lado, como um instrumento a quem houvessem dado corda, começou a cantilena soturna e monótona, que é o eterno solilóquio do africano. Essas almas rudes não se compreendem a si mesmas sem falar para ouvirem o que pensam (Alencar, 2006, p. 13-14). Bajo una óptica que destaca la dimensión inquietante de lo observado, el narrador enumera con minucia distintos elementos (huesos humanos, vegetales disecados, cascabeles, etcétera) que, metonímicamente, conforman el ebbó (ofrenda o sacrificio) africano. La curiosidad ante los componentes desconocidos de la “magia” africana, combinados con objetos de culto cristiano se resalta por el uso de la frase verbal (“Curioso de ver”) colocada al inicio del fragmento, para dar cuenta tanto de la preeminencia del asombro ante lo insondable, como de la propia postura del narrador anónimo no participante. Además, es evidente la desproporción entre el tamaño pequeño de las cruces cristianas (incluso deterioradas por el paso del tiempo y consumidas por el fuego y la intemperie) ante la majestuosidad vital del árbol, como si lo que dominara y permaneciera “en supervivencia” en el espacio natural fuesen aquellos aspectos vinculados a la vertiente africana de manifestación religiosa. La atmósfera de lo soterrado de este ámbito sagrado se manifiesta en la descripción del negro viejo ensimismado en sus cánticos como instrumento de una fuerza indescriptible y como muestra, desde la mirada del narrador, del ataEllos son definidos como quiumbas (espíritus sin luz: viejos esclavos y hechiceros que a diferencia de los orishás no son divinidades) que funcionan activamente como guías y consejeros en los rituales del Candomblé y básicamente representan la bondad y sabiduría. Además tienen una manifestación peculiar en el marco del ritual. Maggie señala que “os pretos-velhos, negros que representavam escravos, velhos baianos e velhos feiticeiros, eran figuras encarquilhadas, falavam errado, fumavam cachimbo e apoiavam-se em bengalas” (2001, p. 117).
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vismo “inherente” de los negros (sintetizado en la última frase de este pasaje), con lo cual se extrema la concepción del primitivismo de la otredad en asimilación a la naturaleza. Lo insondable también se refuerza por el otro verbo que organiza la frase (“descubrí”) y resume la idea de hallazgo de lo oculto. La develación del sentido de la ofrenda contenida en el Ipê, en verdad, no se realiza, sino que simplemente permanece anudada al enigma a lo largo de la narración. Dado que la novela otorga un lugar fundamental al suspenso25 que genera el enigma narrativo, el entramado temporal adquiere igual relevancia en consonancia con la disposición de su estructura formal. O tronco do Ipê se divide simétricamente en dos partes (cada una incluye diecinueve capítulos titulados, más uno que funciona como epílogo en la segunda sección) que respectivamente corresponden a la infancia y juventud de los protagonistas. La historia de los personajes se desarrolla entre los años 1830 y 1860. La circularidad temporal se encuentra marcada por la recurrencia de la misma fecha fatídica de la muerte del padre de Mário en el pasado: el 15 de enero de 1839. Los principales episodios26 de la obra transcurren en los días quince del mes de enero como fecha clave que se intercala y reitera en el presente de enunciación tanto en 1850 (Primera Parte) como en 1857 (Segunda Parte). La transición entre las dos secciones de la novela está pautada por el motivo del viaje de estudios de Mário a París. La Segunda Parte de la ficción se inicia con el regreso del personaje a la hacienda natal, en correspondencia con el comienzo de las vísperas del tiempo de navidad para completar la isotopía del renacimiento mediante el tema del amor que surge entre Mário y Alice.27 Para concatenar y mantener el suspenso en la narración el novelista apela al uso frecuente de preguntas retóricas orientadas al lector. Por ejemplo: “Qué passava nessa alma para assim transfigurar o rosto grosseiro do escravo? Era dor, era espanto, era unção? O tudo isso reunido? Quem o pode saber?” (Alencar, 2006, p. 59). 25
Como las dos caídas al Boqueirão (la de José Figueira y la de Alice de Freitas) y el intento de suicidio de Jaoquim de Freitas junto con la revelación del enigma al cierre de la novela. 26
27 El tema del amor entre los protagonistas se tematiza conforme a las pautas de la estética romántica. Por ejemplo, en la escena del reencuentro entre Mário y Alice, mediante la metáfora del delicado velo traslúcido que se rasga y aproxima las almas se connota el renacer de un sentimiento sublime y etéreo (inmerso en una dimensión de lo absoluto), en analogía con el nombre del ser amado que se pronuncia como un suspiro largamente contenido: “No ímpeto d’almasaiu-lhe [á Alice] do seio o nome que tantas vezes ela atalhara nos lábios prestes a escapar-lhe. Também aí se rasgou aquela espécie de cendal, que separava o coração de ambos” (Alencar, 1996, p. 140).
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La concatenación metafórica de lo circular también se prolonga en diversos objetos cerrados que adquieren relevancia simbólica en la trama: la caixinha (cajita), el cofre y el ninho (nido) del pesebre.28 La pequeña caja de caparazón de tortuga que obsequia Alice a Mário, antes de su partida a Europa, contiene un reloj con sus iniciales labradas en el dorso. Este regalo instaura la detención del tiempo, también “labrado” metafóricamente, en tanto recuerdo de momentos compartidos en la infancia a la vez que funciona como “marca” que preanuncia el amor futuro entre ambos. El cofre perteneciente a D. Francisca “encierra” en su interior diversos elementos personales entre los cuales se encuentra el enigma cifrado en la carta de cuentas de Joaquim de Freitas, que sirve a Mário para constatar la verdad sobre la muerte de su padre.29 El nido del pesebre se presenta como símbolo de “resguardo” sacralizante del pasado, y reenvía a la preservación de prácticas tradicionales campesinas, dado que el especial cuidado puesto por Alice en su confección para la fiesta navideña, se anexa a la idea de ejercer un cristianismo popular pagano, tal como era efectuado por los antiguos habitantes del lugar. Así, funcionando como esferas simbólicas dispuestas de manera seriada en el transcurso de la historia, los tres objetos (la cajita, el cofre y el nido) se “encadenan” figuradamente para enfatizar la idea general que los enlaza: lo preciado que debe ser conservado por los sectores sociales blancos (el amor, la justicia y la tradición). A la vez, en la ficción, los otros “objetos” que los sectores hegemónicos deben conservar son los esclavos. En ocasión de la fiesta navideña de carácter campestre, a los cautivos de la hacienda se les permite celebrar el evento a su manera: Gastón Bachelard (2011) analiza posibles significaciones de las imágenes del cofre y del nido en términos compartidos de escondite. La primera de ellas, se vincula con el secreto y sugiere tanto el resguardo de la intimidad como de lo inolvidable. La segunda imagen, también se liga con el cobijo, connota reposo y sencillez (incluso puede convocar la metáfora del retorno a la primera morada –la casa como imagen de una intimidad perdida y anhelada-). 28
29 En la novela de Alencar, bajo parámetros de la estética romántica, se apela al motivo de la carta que funciona como instrumento privado de confidencia y elemento primordial para la revelación del enigma narrativo hacia el final de cada ficción. Así, la carta deviene en “espacio” metafórico de inscripción de la verdad. La carta más antigua contiene el registro de cuentas escrito por José Figueira en el día anterior a su muerte (que es leída y descifrada por Mário en 1857). A esta carta preliminar en la narración alencariana, le suceden otras dos en diálogo al cierre de la ficción: una de Mário dirigida al Barão da Espera rehusando recibir los beneficios de su proteccionismo, y otra de éste último en respuesta, confesando su crimen antes de intentar suicidarse.
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Na noite do Natal os pretos da roça tinham licença para fazer também seu folguedo, e os senhores estavam no costume de por essa ocasião honrar os escravos, assistindo a abertura da festa que principiava pelo infalível batuque. No meio de archotes e precedido pela banda de música, seguiu o rancho para a senzala, onde repercutia o som do jongo e os adufos do pandeiro (Alencar, 2006, p. 172). Este fragmento encadena varias dimensiones en la descripción de los festejos de la dotación de esclavos de la hacienda. Se destaca el “paternalismo” en la displicencia por parte de los amos al otorgar el permiso para la diversión colectiva, sumado a la propia participación, no obstante mínima, de los señores en el inicio del festejo popular. A ello se agrega la distancia que mantienen los señores respecto de los esclavos ante esa celebración porque ocurre dentro del espacio próximo a las senzalas, conservándose de este modo los límites establecidos entre los sectores étnico-sociales antagónicos. Además, las fronteras simbólicas se encuentran demarcadas en el espacio, mediante la colocación de antorchas. Incluso se menciona, a través de imágenes auditivas (aunque no se indaga en profundidad), una tercera zona que corresponde a las expresiones culturales musicales de raigambre congo-angolana: el jongo y el batuque.30 La descripción alencariana también se detiene brevemente en otro sector social correspondiente a los esclavos músicos que integran las llamadas “bandas negras” de la hacienda. Según la antropóloga Lilia Moritz Schwarcz, esta escena hace referencia a la costumbre en la época de “se empregar escravos-cantores e instrumentistas em ocasiões especiáis” (1999, p.
30 La danza del Jongo en Brasil, marcada por la percusión de tres tambores caxambu, era efectuada por los esclavos solamente en los días de ciertos santos católicos. Se incluye en las llamadas danças da umbigada (ligadas al semba de Congo-Angola) y preserva un carácter ritual de celebración de los antepasados: en su transcurso suelen improvisarse pontos (versos cantados) a modo de proverbios cifrados mediante los que se narran saberes tradicionales africanos y aspectos cotidianos, mientras los participantes cantan en coro y bailan en ronda alrededor de una pareja ubicada en el centro que progresivamente va sustituyéndose por otras. En síntesis, como explica Letícia Vianna “o jongo é uma forma de louvação aos antepassados, consolidação de tradições e afirmação de identidades. Têm suas raízes, nos saberes, ritos e crenças dos povos africanos, principalmente os de língua banto. São sugestivos dessas origens o profundo respeito aos ancestrais, a valorização dos enigmas cantados e aos elementos coreográficos da umbigada” (2001, p. 2).
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350). Schwarcz analiza en detalle el modo en que en la “Fazenda de Santa Cruz” (residencia de verano de la familia real hacia 1817) se formaba musicalmente a los esclavos, los cuales después eran transferidos para integrar la banda del “Paço de São Cristóvão” y de la “Capela Imperial” donde participaban en ciertas celebraciones directamente ligadas a la Corte de Pedro II. En la ficción, los esclavos músicos son homogenizados con un uniforme especial (previamente educados o “aculturados” para tal fin) y participan de la celebración, tocando específicamente instrumentos y música de vertiente europea (marchas militares, valses y modinhas) frente a la casa-grande donde los hacendados mantienen su compartida actitud distanciada de contemplación. De esta manera, mientras que la zona natural alrededor del Ipê alberga el predominio de la dimensión cultural africana bajo parámetros de un sincretismo religioso, en el interior del “mundo dos senhores de escravos”31 de la ficción, los cautivos, en su conjunto, no dejan de ser cuerpos homogeneizados y dispuestos en orden como objetos de propiedad esclavista. En definitiva, los esclavos de la hacienda continúan inferiorizados y subyugados, enfáticamente de rodillas bajo el peso tanto de la esclavitud como del cristianismo: “Os pretos da fazenda, uniformizados de calça e camisa de riscado azul com cinta de lã encarnada, passavam a um e um pela frente do presépio, ajoelhando para fazer breve oração na sua meia língua um louvor a Nossa Senhora” (Alencar, 2006, p.151, énfasis mío).
Remitimos al ensayo de Eugène Genovese (1979). En la ficción de Alencar, el sector de los señores de los esclavos también se compone de otros personajes, funcionales a su dinámica, ligados al poder político y se resume en dos figuras histriónicas y oportunistas: Domingo Pais (“compadre” del Barão da Espera) y O Conselheiro Lopes. El posicionamiento, en gran medida “desajustado”, de ambos personajes en la hacienda es descripto con frecuencia en clave irónica por lo cual resultan devaluados. Además, esta construcción sirve al novelista para introducir en la ficción la antítesis entre los espacios sociales Corte/ hacienda proyectada, respectivamente, en los motivos excluyentes de lo superfluo-artificial/ lo tradicional-esencial. Junto a ello, se despliega la problemática de la dependencia en tiempos coloniales mediante la referencia indirecta al modelo peninsular y la copia brasileña. Ello se percibe, por ejemplo, en la tematización oposicional del progreso y el atraso en cuanto a la adopción de costumbres políticas, económicas y sociales de vertiente extranjera propio del ámbito urbano (de Río de Janeiro) frente al mantenimiento de hábitos regionales en el espacio rural (de la zona cafetalera del Valle de Paraíba). 31
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“Opulência do Brasil”:32 zonas en torno a la definición de lo nacional brasileño En O tronco do Ipê adquiere especial énfasis la configuración de la naturaleza como zona donde el novelista inscribe la definición de lo nacional brasileño en términos de consolidación de lo autóctono con connotaciones de exuberancia proliferante. El entorno natural se despliega en dos facetas principales, con valencias contrapuestas, aunque sostenidas por la convergente isotopía del encanto majestuoso. Por un lado, en la novela se resalta la armonía natural mediante el uso del tópico del locus amoenus. El ámbito ameno se resume en el símbolo romántico del “jardín” y se expresa a través de la mención del pomar (vergel) como escenario privilegiado donde transcurren los juegos infantiles de Mário, Alice y Adélia, acompañados de sus respectivos escravos de estimação (esclavos domésticos): As crianças, e mais ainda os escravos, conservaram-se completamente indiferentes á beleza desse quadro, que a natureza tropical coloria ao mesmo tempo de luz e alegria. Naquela idade, e naquela condição, de ordinário o sentido preponderante é do paladar; por isso, de todas as magnificências da vegetação vigorosa, o que eles viram e admiravam foi o dourado das belas laranjas seletas; o roxo dos figos e abacates; o vermelho dos bagos de romã; o amarelo das goiabas e araçás, o preto das uvas e jabuticabas temporãs; e o louro acerejado das mangas que rescendiam (Alencar, 2006, p. 22-23). 32 Retomamos, como paráfrasis, parte del título de la obra de André João Antonil Cultura e opulência do Brasil [1771] centrada principalmente en describir el desarrollo económico de Brasil durante el s.XVIII. Para José Murilo de Carvalho (1994), la obra de Antonil exalta una visión idílica de la naturaleza brasileña. Según el ensayista, esta línea de pensamiento será resignificada por gran parte de la elite intelectual decimonónica que, como se percibe especialmente a través del “indianismo” contenido en las obras primordiales de Alencar, ofrecen una imagen romántica del país. También Flora Süssekind (1994) sostiene que durante el siglo XIX, para construir la idea de una integridad nacional, la misión asumida por el escritor romántico es “contrapor à sucessão de rebeliões provinciais do período regencial e do começo do Segundo Reinado a imagen de um territorio indiviso e singular” (1994, p. 454). Por su parte, Valéria de Marco (1993) a partir de la propuesta de su concepción de la “pérdida de las ilusiones” (en tanto disolución progresiva de las perspectivas heroicas contenidas en las ficciones alencarianas al configurar una imagen “épica” y grandilocuente de nación), indaga la construcción discursiva y retórica de la naturaleza en tres novelas históricas de Alencar: O guarani [1857], As minas de prata [1865] y Guerra dos Mascates [1873-1874].
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El escenario tropical, alegre y lumínico, se magnifica hasta adquirir dimensiones de esplendor vital que colma los sentidos. Apelando al recurso de la hipérbole, el narrador concatena, en gradación numerativa, imágenes de prodigalidad natural que se afianzan en el peso del cromatismo heterogéneo, igualmente proliferante y singular, de las diversas frutas, para conformar la isotopía de la opulencia del espacio.33 Este trasfondo natural de prodigio armónico se correlaciona, además, con la construcción de los personajes femeninos principales, las niñas Alice y Adélia, inmersos en él por analogía con el cravo e alecrim (clavel y romero) respectivamente. Así, acordes con la estética romántica, ambos personajes funcionan de manera complementaria y su caracterización dual gira en torno a la connotación de lo delicado y lo agreste en consonancia con la inocencia y espontaneidad de la edad temprana de la niñez.34 La disonancia entre ambas figuras femeninas es otorgada por el niño Mário, descripto como esencialmente travieso y rudo. En el centro de este jardín de la infancia adquiere relieve la jabuticabeira que luego se convertirá, alegóricamente, en “árbol de la memoria” para los jóvenes Mário y Alice.35 En este aspecto, así como el Ipê “resguarda” el secreto de la muerte de José Figueira (que a la vez que se liga con la zona de religiosidad africana), la jabuticabeira también funciona como “resguardo” simbólico. En este caso, el árbol del jardín simboliza el amparo de un tiempo pasado, prístino y agradable a modo de “edad de oro”, tal como es rememorado, bajo su sombra, por ambos protagonistas. 33 Sobre la “opulencia” como estereotipo del trópico remitimos al estudio de Julio Ortega El discurso de la abundancia (1992).
El énfasis otorgado a la delicadeza y extrema belleza de la heroína romántica Alice se proyecta en otras imágenes y atributos que la definen con sentido equivalente: descripta algunas veces como un colibrí y otras como un jazmín en flor o bien homologada a la dulce virgen del pintor barroco español Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682). 34
También hay otro árbol que ocupa en la ficción un posicionamiento nuclear: el jequitibá está ubicado en el centro del corral de ganado cercano a la casa-grande. Sin embargo, este árbol al estar inserto en un ámbito que es “dominio” de la Mãe Paula, y por lo tanto está ligado a la esfera étnica-social de los esclavos domésticos, adquiere escasa relevancia a lo largo de la trama. Además, en contraste con la modulación poética que pauta las descripciones de la naturaleza brasileña en su esplendor, la zona que tiene al jequitibá como eje es descripta de manera sencilla y directa, destacándose sólo su función en el espacio en términos de utilidad (de la misma manera en que Alencar describe a los personajes cautivos en tanto objetos de trabajo señalando sus roles): “Era um alto jequitibá, relíquia da antiga mata virgen; tinhamno conservado para dar sombra aocurral do gado” (Alencar, 2006, p. 120). 35
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En una misma zona de valoración positiva también se destaca, de manera más amplia, otra de las imágenes primordiales del paisaje vital y magnífico bajo modulación superlativa: O sítio em que estavam agora as crianças era de uma beleza agreste, porém majestosa... O sol, derramando torrentes de luz sobre o descampado, dava ao esmalte da relva ondulações de ouro e fazia reverberar as águas do Paraíba, como borbotões de fogo. Entre os solitários da várzea. Destacava um frondoso ipê. Monarca da floresta, alçando com soberba a régia coroa de esmeralda, parecia preceder a selva, que o rodeava como sua corte submissa e respeitosa. Não era então o tronco decepado que vi muito depois; estava em todo vigor, embora se notasse já, na cruz onde se abriam as ramas, uma caverna feita pela carcoma (Alencar, 2006, p. 33). La mirada panorámica del narrador se encuentra sumida en un estado de exaltación contemplativa del entorno. Conforme al carácter prístino de la infancia de los personajes principales, el enfoque narrativo registra una naturaleza también en plenitud, y además pautada, esencialmente, por la belleza y la majestuosidad. En la descripción, donde prevalece una marcada modulación poética, la voz narrativa presenta el dinamismo del lugar a través del uso seriado de verbos de movimiento, las analogías junto con las sucesivas adjetivaciones áureas. Mediante estos recursos expresivos se articulan las connotaciones de la zona del valle de Paraíba como un ámbito genésico, lumínico y límpido. En la percepción positiva del espacio que realiza el narrador, sobresale la frondosidad del Ipê, caracterizado por el cromatismo del verde como sinónimo de vida. Desde allí la mirada abarcadora despliega, metafóricamente, una sutil correlación entre naturaleza y poder, a través de un léxico específico que convoca la imagen de realeza. Esta, en contraste con el carácter fluyente de la naturaleza a su alrededor, subraya la connotación de un estatismo regente del árbol en su altivez. Además, los árboles autóctonos construyen en la novela una duplicación simbólica de la búsqueda de identidad nacional. En esta dialéctica, el árbol, antes frondoso, simboliza la decadencia de la hacienda cafetalera en el presente de enunciación. Entre la productividad y la ruina, el desplazamiento del enfoque narrativo, detenido en un plano ascendente se concentra positivamente en el carácter sublime y altivo del Ipê, pero culmina con un movimiento negativo de descenso hacia sus raíces. –110–
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Allí ingresa, por contraste y en prolepsis temporal, la faceta misteriosa y negativa que ensombrece el espacio. La imagen inquietante de la cueva carcomida en la base del árbol remite a la caracterización del Ipê “enraizado” alegóricamente en la dimensión religiosa africana. De hecho, como vimos, ese hueco del árbol guarda los elementos del “culto sincrético” que practica el negro viejo Benedito y oculta, simbólicamente, el secreto que atraviesa la trama ficcional articulado con la muerte. En este aspecto, la caracterización sagrada, ominosa y oscura del Ipê puede vincularse con la veneración del orishá Iroko de las religiosidades africanas.36 En Brasil el árbol sagrado, donde habita el orishá, es venerado por las comunidades africanas en la mangabeira.37 Si bien es claro que en la ficción de Alencar se trata de un Ipê (símbolo Desde esta perspectiva, según Lydia Cabrera (2009), el Iroko es sagrado porque en su interior residen las almas de los muertos y por ello está ligado al mundo de las sombras (kalunga). 36
37 Se hace referencia a este árbol en O animismo fetichista dos negros baianos [1896] de Nina Rodrigues. Esta obra reúne artículos publicados entre 1896 y 1897 en la Revista Brazileira de Río de Janeiro (la primera edición del libro se realiza en francés en 1900 y la segunda en 1935 por su discípulo Arthur Ramos). Más allá del enfoque racialista que mantiene Nina Rodrigues al abordar al negro brasilero como objeto de conocimiento, ofrece información detallada de la práctica del candomblé en el terreiro de la región de Gantois (Salvador de Bahía) a fines del siglo XIX. Respecto del árbol sagrado, señala: “Em torno do tronco do soberbo vegetal, encontrei vestígios de sacrificios, conchas marinas, quartinhas de barro com agua, etc.”. Y más adelante agrega: “Nos arbustos que cercam o tronco muita gente tem visto alta noite bruxolear fraca luz que se extingue pela madrugada... Aqui claramente a árvore animadaé o próprio deus o santo. E ainda agora um negro que voultou da África me confirma que lá foi teste munha desta emissão de sangue de um Iróco” (Nina Rodrigues, 2006, p.172, énfasis mío). Es interesante destacar la semejanza descriptiva con el pasaje de la novela de Alencar anteriormente analizado (sin olvidar que son obras pertenecientes a géneros distintos –ensayo y ficción-). Los fragmentos de cada autor coinciden, en especial, en cuanto al distanciamiento del punto de vista del narrador que encuentra distintos elementos de ofrenda a la deidad. Incluso, los objetos en el registro “científico” de Nina Rodrígues están dispuestos también alrededor del árbol sagrado tal como sucede en la novela. Además, al igual que el Ipê alencariano, el árbol tiene como rasgo principal la cualidad de “soberbia” o altivez. De manera convergente, las partes de la ofrenda son consideradas como “restos” de un culto africano en términos de “supervivencia” por lo cual esta práctica es propuesta, tanto por Alencar como por Nina Rodrigues, como ominosa. Esta caracterización negativa común se liga, de manera equivalente, al imaginario de la comunidad de la zona que “ve” extinguirse una luz en el tronco personificado o “animado” así como en la novela de Alencar los sujetos populares “dicen” (y “oyen”) que el Ipê “habla” desde su interior. La variante, respecto de la ficción alencariana, en este pasaje de Nina Rodrigues es que la referencia al culto se hace, además, desde un doble registro testimonial que refuerza la “veracidad” de lo observado por el narrador (en el marco de un ensayo científico u “objetivo” sobre el problema del negro como eje de análisis). Es decir:
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nacional de Brasil), sus principales rasgos, cuando se articulan con las religiosidades africanas desde un enfoque negativo, pueden ligarse semánticamente a esa cosmovisión. Entonces, conforme a esas prácticas religiosas africanas, en la ficción la veneración del árbol es articulada con el tema de la muerte. Además, esta articulación habilita proyectar ciertas analogías: la presencia de la esfera kalunga (muerte) se manifiesta mediante el espíritu del padre de Mário (quien a ciertas horas “habla” desde el árbol reclamando perdón), sumado al ritual de rezos y ofrendas realizado por Pai Benedito en la base del Ipê. De modo complementario, vinculada a esta zona de una naturaleza atractiva que a la vez se liga a la muerte, Alencar agrega la imagen del Boqueirão. La caracterización de esta laguna encantada se inscribe en la línea regional de historias populares brasileñas. La marca de lo autóctono nacional aquí está dada por la referencia al mito tradicional de la Mãe d’ água (madre del agua) que habita en el interior de la laguna. En la novela, precisamente, es la negra vieja Tia Chica quien, en medio de sus constantes estados de delirio, cuenta la leyenda a la niña Alice. Esta acción genera uno de los momentos críticos de la obra cuando la pequeña decide ir hacia la zona del roquedal de Lapa y arrojarse a las aguas del Boqueirão, y permite, a la vez, configurar la imagen del niño Mário como héroe salvador38 (él rescata a Alice de la muerte con ayuda de Pai Benedito). Este hecho marca, además, el inicio del vínculo afectivo entre los protagonistas y el juramento, a modo de retribución, realizado por Joaquim de Freitas, de proteger al niño huérfano y a su madre. De esta manera, adquiere relevancia la construcción textual de una naturaleza acuática hostil como metonimia de la muerte, con una lógica de funcionamiento pautada por la personificación: es un entorno “devorador” con signos equívocos de acuerdo al autóctono imaginario cultural popular. Entonces aquí sigue operando la dimensión ominosa del territorio natural, acoplada a la significación dual que caracteriza al Ipê-Iroko. A la vez, la toponimia acuática no sólo se incluye el relato de los habitantes de la región sino también el de un negro que, en rétour al continente africano de origen, confirma el carácter “fidedigno” y “original” del mismo culto tal como es practicado en Brasil. Finalmente, por consecuencia de esa seriación de “hechos” que funcionan como premisas se propone la “constatación empírica” de que el árbol observado es el orisha Iróco. En este sentido, Màrio es un personaje heroico caracterizado como salvador y portador de una integridad moral de acuerdo a los parámetros estéticos del romanticismo. 38
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descripta en términos sombríos se inserta en la prodigalidad idílica del valle de Paraíba, conformando una dualidad opuesta pero articulada a través del tópico compartido de una desmesura atrayente y genésica. Entonces, para concluir, en la novela de Alencar la construcción de la naturaleza opera con dos sentidos primordiales contrapuestos. Por un lado, la mirada romántica encuentra en el determinismo del medio una manifestación de prodigalidad valorada positivamente. Así, en un mismo plano legitimante, la imagen “amena” de la nación está marcada por la abundancia de lo autóctono natural (la flora y fauna propias del lugar). Por otro lado, a esta valoración se contrapone la referencia al ámbito natural que es descripto negativamente cuando se vincula con aspectos que señalan la presencia “inquietante” y cercana de la negritud africana en sus diversas expresiones culturales (lenguaje, bailes, músicas, rituales, cimarronajes, etcétera). En O tronco do Ipê, la mirada negativa del autor se circunscribe, especialmente, a la zona del Ipê porque se liga con la simbolización de la ruina de la hacienda y la dimensión “ominosa” de las religiosidades africanas. Alencar omite ficcionalizar aspectos del trabajo forzado en la plantación porque mantiene la idea de un “paternalismo benevolente” que pauta los vínculos cotidianos entre amos y esclavos. Así, permanecen simbólicamente “contenidas” (y controladas discursivamente desde un enfoque hegemónico) las “zonas oscuras” de la esclavitud africana en el productivo trópico brasileño.
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Entre la isla y el mundo: el cosmopolitismo del pobre en Rubén Darío1 Rodrigo Javier Caresani
Transatlántico / mundial: la invisibilidad del traductor modernista Hijos malos, llegamos a afrentarnos de nuestra madre empobrecida. Al mismo tiempo en el Río de la Plata se realizaba el fenómeno sociológico del nacimiento de ciudades únicas, cosmopolitas y poliglotas, como este gran Buenos Aires, flor enorme de una raza futura. Y tuvimos que ser entonces poliglotos y cosmopolitas y nos comenzó a venir un rayo de luz de todos los pueblos de mundo. Rubén Darío, “María Guerrero”. La Nación, 12 de junio de 1897
Dos paradigmas interpretativos recientes, surgidos ambos al amparo del relativismo posmoderno y poscolonial de los estudios culturales y de la obsolescencia geopolítica de los estudios por áreas tras el fin de la guerra fría, han revitalizado el interés en el modernismo hispanoamericano. Tanto para la agenda de un latinoamericanismo enfocado en la discusión sobre la “literatura mundial” como para el articulado desde los “estudios transatlánticos”, el modernismo aparece como el germen de una internacionalización de la cultura que reordena el mapa literario, al 1 Este trabajo amplía sustancialmente los desarrollos de dos artículos previos, “Viaje y traducción en el fin de siglo latinoamericano: Rubén Darío y su rara navegación de biblioteca” (2015) y “Navegar la biblioteca: genealogía, contagio y traducción en Los raros de Rubén Darío” (2016).
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desplazar la preocupación por los límites y las identidades “nacionalitarias”, hacia la idea de un “mundo” compuesto de flujos asimétricos entre centros y periferias, y de un sistema también desigual de relaciones de legitimación y de configuración estética. Estas condiciones auguraban un terreno propicio para el estudio del viaje y la traducción en el fin de siglo, fenómenos que recibieron bajo cada una de estas aproximaciones alcances ideológicos discordantes. Para Julio Ortega, principal impulsor de la perspectiva transatlántica, sólo un “modelo de lectura procesal”, radicalmente intercultural y multidisciplinario, permite captar la singular hibridez de los objetos culturales latinoamericanos que “se leen mejor a la luz de ambas orillas del idioma, en su viaje de ida y vuelta, entre las migraciones de las formas y las transformaciones de los códigos” (Ortega, 2003a, p. 115). Trasladado al fin de siglo, el modelo descubre en Rubén Darío al primer escritor americano plenamente atlántico, cuya “modernidad translingüística” Ortega reconduce hacia los límites de un hispanismo de nuevo cuño, capaz de “rehacer las prácticas literarias hispánicas y devolverle la creatividad del español a España” (2003b, p. 22). Menos preocupados por restablecer las prerrogativas del diálogo hispánico, los debates actuales sobre la utilidad del concepto de “literatura mundial” para el abordaje del fin de siglo latinoamericano han llevado a Mariano Siskind a repensar el cosmopolitismo modernista “como un intento estratégico, autoconsciente, calculado, por contestar y reorientar la hegemonía global de la cultura moderna en una dirección deliberadamente contraria a las formas locales del nacionalismo, la hispanofilia o la raza” (2014, p. 21; traducción propia). Y otra vez la traducción, en tanto tarea eminentemente dariana, es invocada como horizonte de validación para esta hipótesis, pues de su obra se desprende la conciencia de que “para ser modernos y originales hay que ser franceses, pero también latinoamericanos, latinoamericanos como Darío concibe su latinoamericanismo: un ser en traducción, una subjetividad que se constituye en el acto de traducir lo universal, que se reconoce como ajeno a códigos culturales propios” (2006, p. 360). Pero si los estudios transatlánticos y la literatura mundial parecen haber acaparado buena parte de la reflexión contemporánea sobre el modernismo –sin que por ello sus presupuestos quedaran exentos de un profundo escrutinio– la “tarea del traductor” –118–
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modernista se mantiene como un territorio escasamente explorado.2 Afirmar hoy que el modernismo latinoamericano conforma la última empresa a gran escala de renovación por traducción en las letras hispanoamericanas nos coloca ante un clisé reclamado por las más diversas tradiciones que se han enfrentado a esta estética. Sin embargo, una serie de constantes que dibujan el horizonte de inteligibilidad del fenómeno ha restringido su impacto hasta transformarlo en una suerte de resistencia de la crítica. Uno de estos presupuestos críticos se remonta al vínculo problemático entre literatura latinoamericana y literatura comparada, relación que –como plantea María Teresa Gramuglio– no parece haber avanzado más allá de un “proyecto incompleto”. Desde principios de la década de 1970 los modos de leer que todavía se mantienen activos en los relatos sobre el modernismo deconstruyeron la relación de poder implícita en el esquema centro-periferia y contestaron categorías como las de “ascendente”, “influencia”, “origen” y “originalidad”, pilares del comparatismo clásico. Como efecto de esas lecturas las conexiones entre una estética emergente en los márgenes de la modernidad y las consagradas en sus centros fueron reevaluadas desde un enfoque polivalente, es decir, ya no en términos de una mera difusión unilateral sino como conflicto. Pero al tiempo que ese abanico de posiciones críticas mantuvo la preocupación por desmitificar la aplicabilidad de concepciones eurocentristas de la La línea transatlántica aglutina una mayor cantidad y variedad de lecturas sobre el fin de siglo (para un panorama, si bien no exhaustivo, cf. Martínez, 2013), aunque quizá esa misma dispersión le haya ganado los reclamos iniciales a la “disciplina”, centrados en la escasa precisión tanto metodológica como en la definición del objeto de estudio. No obstante, las objeciones más contundentes aparecen en el plano de los protocolos políticos que subyacen al “nuevo hispanismo”. En esa dirección, Sara Castro-Klarén apunta que “este diálogo ‘recuperado’, pero acrítico, presupone muchas veces la preeminencia e influencia del acaecer dentro de España siempre como un ‘antes’, como una suposición que sigue atribuyendo a América Latina un ‘después’” (2010, p. 102). Más radical al respecto, Abril Trigo encuentra en esta rama de los estudios transatlánticos una “pirueta epistemológica”, la “sofisticada estratagema colonial” de quienes –con mayor o menor deliberación– no hacen más que reflotar “la ideología del Hispanismo, confusamente atornillada a los intereses superpuestos de las corporaciones españolas y el capitalismo transnacional” (2012, p. 42). Una sospecha análoga se yergue sobre la literatura mundial ya que, en palabras de Ignacio Sánchez-Prado, “tal como la plantean Moretti y Casanova, es parte de una autoevaluación de la literatura comparada, uno de cuyos elementos es el replanteamiento de la lectura de literaturas periféricas, la latinoamericana entre ellas, en términos de agendas que corresponden estrictamente a intereses intelectuales euronorteamericanos” (2006, p. 9). 2
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modernidad –preocupación que se recupera en las fórmulas del fin de siglo como una “modernidad discrónica” (Rama, 1985), una “modernidad desencontrada” (Ramos, 1989) o una “modernidad disonante” (Kirkpatrick, 2005), entre otras–, la renuencia a los paradigmas interpretativos asimilables a la vasta disciplina de la literatura comparada tendió a volatilizar la incidencia de la práctica del traductor en la articulación de una poética.3 En este sentido, una segunda resistencia opera en los alcances analíticos que se le suelen asignar a la traducción bajo estas coordenadas, limitándola casi exclusivamente al pasaje de temas o motivos o, en todo caso, a una relación uno-a-uno entre lenguas. Si el modernismo traslada además –pero fundamentalmente– los géneros y principios de composición de otras estéticas como el parnasianismo, el decadentismo y el simbolismo, junto con las cualidades estructurales de otros sistemas semióticos como la pintura y la música, las posibilidades de una “interlingüística” o una “translingüística” captan sólo una faceta de ese complejo problema que un abordaje a la vez “interestético” e “intersemiótico” deberá desentrañar.4 Un tercer presupuesto de la bibliografía especializada surge del recorte de objeto, estructurado por lo general como un estudio de caso –Martí, Darío, Casal, Nájera, siempre por separado–, factor que contribuye a nublar la comprensión trans-americana de la traducción modernista, su participación activa en la constitución de redes intelectuales o, en térSi bien su perspectiva no contempla el “caso” latinoamericano, Susan Bassnett expone a finales de la década de 1990 un diagnóstico de la “crisis” del comparatismo que ayuda a comprender esta “renuencia”. Impugnada por los estudios culturales y la teoría poscolonial en tanto rémora del positivismo europeo decimonónico –siempre dispuesto a negar las implicancias políticas de las relaciones interculturales–, la literatura comparada sólo podrá subsistir, según su análisis, a condición de afiliarse a una nueva y pujante disciplina, los Translation Studies. Bajo esas condiciones teóricas –a las que quedan integrados los trabajos seminales de Edward Said y Mary Louise Pratt–, el viaje y la traducción se vuelven los fenómenos privilegiados de un “nuevo” comparatismo, “la” vía privilegiada para resucitar ese campo de indagación. El sesgo poscolonial y programático –hoy algo anacrónico– se percibe claramente en su propuesta: “Hacer mapas, viajar y traducir no son actividades transparentes. Son acciones claramente localizadas, con puntos de origen, puntos de partida y destinos. El gran desarrollo en los estudios de literatura comparada es que esas cuestiones ingresan ahora a nuestra agenda. Ha llegado el momento no sólo de comparar los relatos de viaje sino también de cuestionar las premisas bajo las cuales esos relatos fueron escritos” (Bassnett, 1993, p.114; traducción propia). 3
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Para un análisis del verso modernista bajo esta triple entrada ver Caresani (2014).
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minos más amplios, en los procesos que Susana Zanetti ha caracterizado mediante la categoría de “religación”.5 Una última resistencia –objeto privilegiado de análisis en este artículo, si bien resulta evidente su solidaridad con las ya mencionadas– nace de la asimilación del poeta modernista y su praxis traslativa a esa instancia que David Viñas en los sesenta conceptualizaba como “gentleman escritor”. Interesa entonces discutir la viabilidad de la noción de “traductor letrado” tal como aparece en los estudios recientes de Patricia Willson (2005 y 2008) y Andrea Pagni (2014), noción tributaria del desarrollo de Viñas que, si bien parece rendir sus frutos cuando el horizonte normativo es el de la relación entre literatura y Estado o Nación, diluye la especificidad de otro traductor emergente en el fin de siglo, llamado a dirimir su legitimidad con –o contra– ese horizonte normativo. Desde el impacto de lo que Julio Ramos ha dado en llamar “la fragmentación de la república de las letras” pretendemos poner al descubierto la potencia polémica de esta faceta del modernismo sobre la base de una reconstrucción de las tensiones entre dos programas contemporáneos y divergentes para la traducción en el fin de siglo, el de Bartolomé Mitre (1821-1906) y el de Rubén Darío (1867-1916). Este conflicto de legitimidades –considerado ahora bajo las categorías de “navegación de biblioteca” (de Certeau) y “cosmopolitismo del pobre” (Santiago)– nos permite describir las operaciones de apropiación que Darío instala en Los raros y que luego se proyectan a otros sectores de su escritura viajera.
Mitre y la Patria de la traducción Como parte del largo proceso compositivo de la primera versión argentina de La Divina Comedia –un trabajo corregido y completado en el lapso de una década–, Bartolomé Mitre publica en 1889 su “Teoría del traductor”, reflexión que se deja leer como un manifiesto del modelo del letrado-traductor.6 En 5 Entre los más destacados estudios que trabajan desde el “caso” se encuentran los libros dedicados a José Martí por Leonel-Antonio de la Cuesta (1996) y Carmen Suárez León (2001); también el artículo de Roberto Viereck Salinas (2000), sobre Darío, y el de Analía Costa, enfocado en Leopoldo Lugones. Una excepción a esta matriz, productiva en tanto recupera poéticas compartidas de la traducción y articula los proyectos de las fundamentales revistas modernistas, puede leerse en el ensayo de José Ismael Gutiérrez (1992). 6
Bartolomé Mitre ocupa un lugar central en esa trama letrada finisecular promotora de un
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las breves líneas que dedica a este paratexto, Patricia Willson (2005, p. 236) percibe el vínculo entre “traducción” y “proyecto nacional”, y deslinda el que podría ser su motivo conductor, “la idea de que la lengua es un factor clave en la constitución de una nacionalidad”. Sin embargo, los postulados de Mitre y los alcances de su tarea admiten una descripción más precisa. La opción del hombre de Estado no está exenta de complejidades: por un lado, Mitre decide volver a los valores eternos y universales consagrados en un clásico, clásico que además adquiere en su perspectiva una inusitada vigencia como origen estable de una Italia recién unificada aunque lingüísticamente babelizada; al mismo tiempo, su elección escucha el llamado de una babel local –algo más urgente para la identidad nacional– en la lengua de los inmigrantes italianos, que ya aparece como una amenaza a conjurar en y por la letra. En esa coyuntura, el letrado se percata del hiato entre lo universal y lo autóctono y, como efecto del desfase, entiende que su traducción no puede hacer otra cosa que inventar una lengua. Escribe Mitre: A fin de acercar en cierto modo la copia interpretativa del modelo, le he dado parcialmente un ligero tinte arcaico, de manera que, sin retrotraer su lengua a los tiempos ante-clásicos del castellano, no resulte de una afectación pedantesca y bastarda, ni por demás pulimentado su fraseo según el clasicismo actual, que lo desfiguraría. La introducción de algunos términos y modismos anticuados, que se armonizan con el tono de la composición original, tiene simplemente por objeto darle cierto aspecto nativo, producir al menos la ilusión en perspectiva, como en un retrato se busca la semejanza en las líneas generatrices acentuadas por sus accidentes (1922, p. 12). Como “ilusión en perspectiva”, este español de ficción trabaja en dos bordes: dirigirse al pasado, arcaizar, constituye una treta tanto para desenfocar
campo intelectual que recién se consolidará hacia 1910, en los debates en torno al centenario de la independencia argentina. No es difícil imaginar el circuito letrado de Buenos Aires en ese período como una biblioteca administrada culturalmente por el General Mitre desde el diario La Nación –en el que Darío publica a partir de 1889– y por Paul Groussac, una suerte de censor del sector más ilustrado de la burguesía porteña que tiene como órgano a la revista La Biblioteca. Una descripción pormenorizada de las sucesivas versiones de la Comedia de Mitre –hasta la definitiva de 1897– puede leerse en el trabajo de Adriana Crolla (2006, p. 18-25).
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la dependencia de España (en la sumisión al clasicismo, tan peninsular) como para purificar la lengua del Dante de sus elementos dialectales y de registro vulgar, disfuncionales en el horizonte de dispersión lingüística que la versión aspira a neutralizar. Claro que, si la solución exige la invención de una lengua, ese nuevo artefacto queda atado al imperativo de la mímesis, a las certezas de identidad, unidad y continuidad de “una” lengua, garantizadas por la soberanía del Estado. Por eso las figuras retóricas distintivas de la tarea del letrado en la “Teoría” de Mitre parten de una dialéctica entre transparencia y opacidad o entre lo uno y lo múltiple que se resuelve sumariamente en beneficio del primero de los términos. El prefacio se inicia con una metáfora que conecta traducción y pintura –y a ambos términos con la naturaleza como fuente a imitar– para avanzar luego hacia otras analogías estéticas, siempre presididas por la misma relación de poder, en religiosa devoción, entre origen y copia: si “[u]na traducción –cuando buena– es a su original, lo que un cuadro copiado de la naturaleza animada” (1922, p. 7), también “[e]l traductor, no es sino el ejecutante, que interpreta en su instrumento limitado las creaciones armónicas de los grandes maestros” (1922, p. 8). Similares consecuencias se extraen de la otra metáfora clave de la “Teoría”, que imagina el progreso de las lenguas en términos náuticos: Esta epopeya [la Comedia], la más sublime de la era cristiana, fue pensada y escrita en un dialecto tosco, que brotaba como un manantial turbio del raudal cristalino del latín, a la par del francés y del castellano y de las demás lenguas románicas, que después se han convertido en ríos (1922, p. 9). Nuevamente, el origen puro y el riesgo de la copia turbia, aunque ahora la sucesión en tres etapas –del latín como fuente cristalina, a la ramificación del dialecto tosco, a un nuevo cauce principal, sin efluentes– le confiere a la traducción el papel de cierre del ciclo, de remedio final ante la dispersión. Quizá resulte previsible que, al invocar un archivo de fuentes prestigiosas, Mitre componga su reflexión con una glosa de párrafos enteros de dos textos de Chateaubriand, ambos de 1836 –el Ensayo sobre la literatura inglesa y el “Prefacio” a su traducción del Paraíso perdido de Milton–, textos que combina con los planteos del filólogo positivista Émile Littré (1801-1881), autor de una
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versión apenas anterior a la suya (1879) del Infierno dantesco.7 El camino que va del romanticismo al positivismo entendidos como trasplantes operativos a la república (argentina) de las letras ha sido transitado con intensidad por la crítica. Sin embargo, vale la pena subrayar que cuando Mitre maldice el ideal de la “bella infidel” y juega a traducir “al pie de la letra” –palabra por palabra, verso por verso, estrofa por estrofa– para lograr un “reflejo (directo) del original”, son estos horizontes de legitimación –esa biblioteca, esas figuras de escritor, esos conceptos sobre la tarea– los que activa, horizontes bien convencionales que pautan la transición, en la cultura argentina finisecular, de la generación del ’37 a la del ’80.
Traducción y comunidad flotante —¡Oh bendito el Señor! —clamé—, bendito, que permitió al arcángel de Florencia dejar tal mundo de misterio escrito con lengua humana y sobrehumana ciencia, y crear este extraño imperio eterno y ese trono radiante en su eminencia” Rubén Darío. “Dante. Al general Mitre”. La Nación, 16 de mayo de 1897
Una rápida revisión de la obra dariana basta para comprobar que el modernismo interfiere estos protocolos. Años antes de Prosas profanas (1896), a mediados de 1892, Darío ofrecía en su “Historia de un sobretodo” una fórmula precisa para entender esa distancia, un oxímoron que nos permite situar la singularidad de su internacionalismo fuera ya del Estado, en un más allá de los universales fijados por una identidad “nacionalitaAlgunas citas confirman el vínculo con esos hipotextos. En el caso de Chateaubriand, es posible que Mitre contara con la traducción madrileña, de 1881, del Ensayo sobre la literatura inglesa: “Por lo que toca al sistema de esta traducción, debo decir, que me he atenido al que adopté en otro tiempo para traducir los fragmentos de Milton citados en el Genio del Cristianismo. En mi concepto la traducción literal es siempre la mejor. Una traducción interlineal sería la perfección de la obra si pudiera quitársele lo que tendría de duro. La dificultad de la traducción literal consiste en reproducir una espresión noble por otra que igualmente lo sea, y en evitar que por medio de espresiones que se parecen, pero que no tienen la misma prosodia en ambos idiomas, adquiera pesadez una frase ligera, ó por el contrario” (Chateaubriand, 1881, p. 4). En el trabajo de Littré referido por Mitre leemos: “La parcelle d’utilité qui m’a entrainé vers la reproduction d’un Dante en vieux français, son contemporain, petite si vous voulez, mais réelle à mon sens, c’est de recommander, sous une forme nouvelle, l’étude de notre vieil idiome. [...] Une pareille translation est un grenier à fautes. La perfection serait qu’elle ne renfermât ni mot ni tournure qui n’eussent été ou ne pussent être dans un texte de la fin du treizième siècle et du commencement du quatorzième; ce qui es le temps même de Dante. Mais le grand tentateur est là, je veux dire le français moderne, qui à tout moment suggère sa tournure, si naturelle, ce semble, qu’elle se glisse inconsciemment là où elle ne devrait pas figurer” (Littré, 1879, p. 2-4). 7
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ria”. La coda del final de la crónica presenta ese nuevo mito originario para el escritor americano: Pues bien, en una de sus cartas, me escribe Gómez Carrillo esta postdata: «¿Sabe usted a quién le sirve hoy su sobretodo? A Paul Verlaine, al poeta... Yo se lo regalé a Alejandro Sawa –el prologuista de López Bago, que vive en París– y él se lo dio a Paul Verlaine. ¡Dichoso sobretodo!» Sí, muy dichoso; pues del poder de un pobre escritor americano, ha ascendido al de un glorioso excéntrico, que aunque cambie de hospital todos los días, es uno de los más grandes poetas de la Francia (1983, p. 243; énfasis mío). En ese sintagma, en lo que puede “el poder de un pobre escritor americano” al ofrecerle abrigo u hospedaje a uno de los más grandes poetas del globo, se dibuja una modalidad que ya no comparte las garantías del gentleman y que vale considerar desde las posibilidades de un “cosmopolitismo del pobre” según la caracterización reciente de Silviano Santiago. Existe un viejo multiculturalismo –propone Santiago– cuya referencia luminosa en cada nación poscolonial es la civilización occidental tal como la definieron los primeros conquistadores. A pesar de predicar la convivencia pacífica entre los varios grupos étnicos y sociales que entran en combustión en cada melting pot nacional, este multiculturalismo desde el que habla “la voz impersonal y sexuada del Estado como comunidad limitada y soberana” (Santiago, 2012, p. 319) dotó a ciertos hombres de prácticas y teorías para que todos sean violentamente europeizados como ellos. Pero hay también otro multiculturalismo que, disidente del asumido por el aparato importador de los hombres del ochenta, Santiago percibe en los migrantes campesinos de las megalópolis o en los marginados posmodernos de los estados-nación. Es decir, el de aquellos que como Darío se ven obligados a adoptar forzosamente la cultura dominante para subsistir, pero la articulan en variantes menos reverentes y la proyectan sobre nuevas formas de comunidad. En el caso del modernismo, no se trata del Estado sino de una comunidad flotante, multinodal y lanzada al vacío, que no sólo incorpora un tercer agente –Latinoamérica– a la relación bilateral entre literatura nacional y literatura europea sino que además la transforma de una relación receptiva a una dialogal, pues Darío desde el principio parece tener algo para decir –o algo que responder– a la tradición universal. –125–
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No es casual entonces que en 1894, obligado a reseñar para el diario de Mitre la primera versión completa de la Comedia salida de la pluma del General para la editorial porteña “Jacobo Peuser”, el nicaragüense abandone la previsible alabanza y se entregue a una sinuosa labor argumentativa, anclada en un doble movimiento. Por un lado, frente a una América que aparece como espacio fructífero para las “literaturas extranjeras”, España se mantiene en su “morada feudal”, impermeable a la traducción, al punto de reprimir “los vínculos, relaciones e influencias que hay entre la poesía italiana y la española, los cuales son muchos y existen desde los más lejanos tiempos” (1938, p. 60). Pero si Darío puede compartir con el traductor letrado las convicciones sobre la esterilidad del español peninsular, algo muy distinto ocurre en el plano de las virtudes “curativas” de la traducción, de reunificación por mímesis.8 En un gesto revulsivo frente a este ideal, el artículo se detiene en la enumeración caótica, casi borgeana, de versiones y reversiones del texto de Dante, en un catálogo virtualmente interminable del que Mitre participa como fugaz eslabón. El estudio se cierra con una afirmación reveladora: “La obra vasta, cíclica, aparece como un misterioso y profundo océano de poesía, y apenas hay barco de poeta que no haya surcado sus aguas” (1938, p. 62).9 Así, la navegación de biblioteca típicamente 8 El texto de Darío se publicó en La Nación el 28 de agosto de 1894. Pocos días después, el 5 de septiembre, Ricardo Jaimes Freyre escribe la reseña de la traducción para el segundo número de la Revista de América, periódico que el modernista boliviano dirige en Buenos Aires junto al nicaragüense. La breve reseña de Jaimes Freyre –reproducida en La Nación el 21 de septiembre del mismo año– comparte la mirada dariana frente al que considera “uno de los mayores acontecimientos del año actual en el mundo literario americano”. Por un lado, celebra la traducción; por otro, y con “ojo modernista”, marca los “sacrificios” que el hombre de Estado –preocupado por los “pensamientos” o “conceptos”– ha debido practicar sobre la armonía del verso: “Nótase en el traductor un respeto profundísimo á la obra original; un cuidado prolijo y minucioso que lo lleva á buscar la idea, el giro y aun la palabra exacta para la versión, sacrificando en ocasiones las suavidad armónica y la belleza plástica de verso á la fidelidad en la emisión del concepto” (en Carter, 1967, p. 46). 9 La enumeración constituye la figura retórica dominante en la reseña y opera por acumulación sin síntesis, lo que termina produciendo el efecto de una serie abierta, sin principio ni fin. Transcribimos un fragmento más extenso del texto para ilustrar este funcionamiento: “En Francia desde los Grangier, Montonnet de Clairfour y Chabanon, hasta los Rivarol y Topin, Lamennais y Littré que le tradujeron, los comentaristas son legión: Artaud de Montor, Delécluze, Drouilhet de Sigalas, Étienne, Fauriel, Ginguené, Labitte, Ozanam, Sismondi, Sterne y Villemain. Estelrich agrega dos estudios que califica de ‘extravagantes’, el uno de Ortolan, La penalidad en el Infierno del Dante, y el otro de Aroux, Dante hérétique, révolutionnaire et socialiste. En Italia, hasta
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dariana inunda los “ríos navegables” de Mitre con un nuevo flujo transatlántico y devuelve la Comedia a esa Babel salvaje que el General pretendía conjurar.10 De aquí nuestros reparos ante las incursiones de Pagni y Willson en el fenómeno de la traducción modernista, cuando –limitadas quizá por la variante polisistémica de los Translation Studies– piensan a Martí o Darío como continuadores o apéndices fallidos del letrado o del gentleman. Sólo desde una concepción semejante –que parece regresar al viejo clisé del rasgo asocial o apolítico del modernismo– resulta válida la hipótesis de que la apuesta de Darío, al traducir para su Revista de América, “consistía en demarcar un lugar de enunciación nuevo y ex-céntrico publicando una revista que fuera exclusivamente de artes y letras, lo que constituía algo novedoso y no exigía intervenir en otro tipo de discusiones marcadas por el tema de la identidad nacional, para las que Darío carecía de autoridad” (Pagni, 2014, p. 334).11 Los poetas del modernismo nunca dejaron de intervenir en la ciudad letrada, sólo que –como hace tiempo apuntara Ángel Rama– “aun la publicación de la Antología estelrichense, las biografías y comentarios más conocidos, eran: Petri Alighieri super Dantis comaediam commentarium, las Lecciones de Varchi; la obra Della difesa della Comedia di Dante, distinta in sette libri, nella cuale si risponde alle opposisione fatte al discorso de Jacopo Mazzoni, De’l sito, forma e misure dello Inferno de Dante, da P. Fr. Giambullari; las lecturas de G. B. Gelli, sobre el Infierno; el Discurso de Buonanni; el Examen dividido en tres partes, de José de Cesare; las Observaciones de Fr. Cancellieri sobre la originalidad de la Divina Comedia; el comentario sobre los primeros cinco cantos de la obra, y cuatro cartas, de Magalotti; el Ottimo commento della Divina Commedia, di un contemporaneo di Dante, publicado por Alejandro Torri; el Ensayo de correcciones de Juan Bautista Piccioli al Ottimo commento; las observaciones de Panizzi sobre el comentario analítico de la Divina Comedia, publicado por Gabriel Rossetti, padre del célebre Dante Gabriel Rossetti [...]” (1938, p. 62). La categoría de “navegación de biblioteca” que Michel de Certeau acuña a propósito de la obra de Verne orienta nuestra afirmación. En su desarrollo, la idea del viaje como “ficción dentro de la ficción” –es decir, como la “ley del otro”, del texto “otro”, hecha carne en el relato– se conecta con el vacío de fundamento y la crisis de la experiencia propias de la modernidad. Así, en Verne, “la navegación es antes que nada un trabajo de desplazamiento, alteración y construcción llevado adelante en un espacio que ha sido inventado por otro a partir de extractos de viajes, descubrimientos, historias, diarios y relatos del siglo dieciocho. Una biblioteca circunscribe el campo en el que estos viajes se elaboran y desarrollan” (1986, 138; traducción propia). Beatriz Colombi incorpora por primera vez el concepto a la reflexión sobre la literatura latinoamericana en el capítulo de su libro dedicado al viaje a España (2004b, p. 105-140). 10
11 Willson parece compartir supuestos similares. Al enfrentarse a José Martí, por ejemplo, lo concibe como un “prohombre traductor” (2008, p. 36) con idénticas aspiraciones a las de los “letrados” argentinos Lucio V. Mansilla, Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre y Carlos A. Aldao.
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incorporados a la órbita del poder, siempre resultaron desubicados e incongruentes” (1998, p. 80). Esta incongruencia volverá a manifestarse poco tiempo después, cuando a fines de 1896 Darío polemice con Paul Groussac, otra vez, sobre los alcances de la traducción ya sea como copia degradada o como asimilación creativa.12 En todo caso, si la relación entre lo autóctono y las literaturas centrales funciona como objeto contencioso a la hora de dirimir legitimidades en el fin de siglo, esa brecha insistente entre el gentleman y el escritor modernista permite captar una rotación en los usos políticos de la traducción, que va del modelo del importador –en el aduanero que le proporciona el capital simbólico faltante a la Nación, para estabilizarla– al modelo dariano del portador –en el enfermo que deshace la organicidad de los órganos, degenera el “cuerpo” nacional o enrarece la ciudad letrada.
Necrología y necro-logia: Los raros Las compras de un coleccionista de libros tienen muy poco en común con las de un estudiante, las de un hombre de mundo que compra un regalo para su dama o las de un hombre de negocios haciendo tiempo mientras espera el próximo tren. Yo he hecho mis más memorables compras en viajes, como paseante. La propiedad y la posesión pertenecen a la esfera de la táctica. Los coleccionistas son personas con instinto táctico; su existencia les enseña que, cuando se sitia una ciudad extraña, la más pequeña tienda de antigüedades puede ser una fortaleza, la más remota papelería, una posición clave. ¿Cuántas ciudades se me han revelado en la marcha que emprendí a la busca de libros? Walter Benjamin, “Desempacando mi biblioteca”, 1931. En uno de los textos más recorridos del fin de siglo latinoamericano –las “Palabras liminares” a Prosas profanas– Darío imagina una “novela familiar” que ilumina un presupuesto básico en el proyecto de Los raros, esa colección de retratos literarios que sin esfuerzo se reconoce como el vademécum del poemario.
Dirá Groussac en la reseña que dedica a Prosas profanas en 1897: “me resigno sin esfuerzo a envejecer lejos del foco de toda civilización, en estas tierras nuevas, condenadas a reflejarla con más o menos fidelidad. Es, pues, necesario partir del postulado que, así en el norte como en el sud, durante un período todavía indefinido, cuanto se intente en el dominio del arte es y será imitación” (1916, p.158). Para un análisis de la polémica ver Siskind (2006). 12
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La “novela” de Prosas profanas, que parte del “abuelo” concebido como el origen español de la lengua propia y culmina en la transgresión por adulterio –“Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París” (1987, p. 87)–, produce una significativa discontinuidad en la sucesión al dejar vacante el eslabón paterno-materno de la genealogía. Sin función materna de la que derivar una identidad por espejo –“Wagner a Augusta Holmes, su discípula, dijo un día: ‘Lo primero, no imitar a nadie, y sobre todo, a mí’. Gran decir” (1987, p. 86)–, ni ley del padre que guíe la integración a la cultura, este principio de intermitencia habilita la irrupción de una lógica del injerto cuya productividad desmesurada –“Bufe el eunuco; cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta” (1987, p. 88)– ya no se explica por el modelo de la descendencia sino a través de un erotismo heterodoxo, afín a la transmisión por contagio bajo los caprichos de la epidemia. En otras palabras, el relato dariano perturba la verticalidad del paradigma genealógico e instala, en su lugar, un patrón horizontal incompatible con la representación arborescente, una comunidad semejante a la que Gilles Deleuze y Félix Guattari pensaron como “multiplicidad de manada” desde el concepto de “rizoma”.13 En tanto apropiación táctica de una biblioteca local y universal, el volumen de raros darianos alienta la vía de la intermitencia pues el perfil del raro se dibuja, de semblanza a semblanza, como una discontinuidad en la tradición heredada que desestabiliza las coordenadas de tiempo (originario versus secundario) y espacio (adentro versus afuera). De esta sospecha arrojada sobre el origen y su correlativa crisis del fundamento y del linaje se desprende una concepción 13 Tal como surge del desarrollo de Deleuze y Guattari, el rizoma no define una entidad exclusivamente botánica sino que permite caracterizar formas heterogéneas de vida en comunidad. La multiplicidad de “manada” –divergente de la multiplicidad de “masa”, aquella que persigue una relación especular con “lo uno” o el “líder”– aparece como rizomática pues su correlato se encuentra en lo múltiple-heterogéneo y su principio rector no ya en la identidad proyectada hacia un “origen” sino en la síntesis disyuntiva. En este sentido, la manada o la banda-pandilla supone la emergencia de una propagación sin filiación y producción hereditaria, una multiplicidad sin la unidad de un ancestro. Escriben Deleuze y Guattari: “oponemos la epidemia a la filiación, el contagio a la herencia, el poblamiento por contagio a la reproducción sexuada, a la producción sexual. Las bandas, humanas y animales, proliferan con los contagios, las epidemias, los campos de batalla y las catástrofes. [...] La propagación por epidemia, por contagio, no tiene nada que ver con la filiación por herencia [...]. La diferencia es que el contagio, la epidemia, pone en juego términos completamente heterogéneos” (1988, p. 47-248). Este planteo nos permite pensar no sólo el modernismo como proyecto colectivo sino también el modelo de relación “entre literaturas” operante en los textos de Darío.
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del lenguaje literario como cita de citas o “navegación de biblioteca” que trabaja en las posibilidades de la traducción y pauta esa distancia entre el importador y el portador inaugurada por el modernismo.14 En múltiples niveles los raros de Darío despliegan este contundente antiesencialismo al reclamar una concepción del lenguaje ligada a lo fúnebre, al fantasma, a la desconfianza sistemática de la presencia o la re-presentación. Si bien puede resultar banal la constatación de que un porcentaje importante de los retratos del tomo se escribe como necrológica –en la premura del periódico, bajo el imperio de la primicia–, menos evidentes parecen las variadas fintas y circunloquios encaminados a evitar la cercanía del cuerpo, aun entre los raros del reino de los “vivos”. En la dimensión de la diégesis, muchos retratos que no parten de la constatación inmediata de la muerte de su objeto –“Ha muerto el pontífice del Parnaso” (1905, p. 27), se lee en el inicio de “Leconte de Lisle”; “Y al fin vas a descansar”, en el de “Paul Verlaine” (1905, p. 45); “El fúnebre cortejo de Wagner” (1905, p. 217), en “José Martí”– recurren a alguna treta narrativa para desviar la atención de la bio-grafía y dejar así la semblanza sin semblante. El capítulo dedicado a Georges d’Esparbès ofrece No habría que perder de vista, en relación a la distancia del origen y la crisis de la representación, que el pasado de la palabra “raro” se vincula a cuestiones espaciales, a la idea de cierta lejanía en el espacio. El Diccionario enciclopédico de la lengua castellana de Elías Zerolo, en su edición de 1895, anota: “RARO, RA. [Del lat. rārus.] adj. 1. Que tiene poca densidad ó solidez, y se dilata y extiende, ocupando mayor espacio. 2. Extraordinario, poco común ó frecuente”. En sintonía con la primera acepción, el célebre Vocabolario Etimologico Pianigiani registra la conexión de los orígenes latinos y griegos de la palabra con la raíz “âra” del sánscrito, que significa “distancia” o “lejanía”: “ràro = lat. RÀRUS, che si ritiene detto per *ARÀRUS, affine ad area luogo spazioso ed aperto, dalla stessa radice del gr. AR-AIÒS tenue, sottile AR-AIÒTES radezza, porosità, AR-AIÒMA interstizio (cfr. Area e Areometro): che giova confrontare col sscr. âra lontananza, ârè lungi, àrana lontano”. Este sentido –el raro como lejanía en el espacio– nos lleva al concepto de “aura” (y su crisis) en Walter Benjamin, que el crítico definía como “la irrepetible aparición de una lejanía, por cercana que esta pueda estar” (2011, p. 14). Los “raros” de Darío no se someten al aura de “la” figura, no contemplan pasivamente un fetiche; por el contrario –argumentaremos en lo que sigue–, “alejan” aún más la lejanía, difieren una presencia desde el principio irrecuperable. Para un registro minucioso del uso dariano de la palabra ver el tercer capítulo (“Antecesores y sucesores”) del libro de Jorge Eduardo Arellano. Allí, el erudito nicaragüense documenta la primera utilización del término en un artículo chileno de 1888, “La Literatura en Centro América”: “[d]esde entonces, Darío empleó el concepto que tendría una pluralidad de sentidos, pero con un común denominador circunscrito a literatos” (1996, p. 35). 14
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un buen ejemplo de este extendido culto a la ausencia. El texto se abre con la anécdota ocurrida en un banquete de homenaje a Victor Hugo, que el cronista recibe de una fuente anónima: En la mesa, cuando el espíritu lírico y el champaña hacían sentir en el ambiente un perfume de real mirra y de glorioso incienso, en medio de los vibrantes y ardientes discursos en honor de aquel que ya no está, corporalmente, entre los poetas, después de los brindis de los maestros, y de los versos leídos por Carrère y Mendès, se pronunció por allí el nombre de Georges d’Esparbès. D’Esparbès no estaba en el banquete, él, que ama la gloria del Padre [...]. Jean Carrère, el soberbio rimador, se levanta y ausenta por unos segundos. Luego, vuelve triunfante, mostrando en sus manos un despacho telegráfico que acababa de recibir, un despacho firmado d’Esparbès. ¿Pero dónde está ahora él? Nadie lo sabe. Está en Atenas, dice Carrère. Y lee el telegrama, una corona de flores griegas que desde el Acrópolis envía el fervoroso escritor a la mesa en que se celebra el triunfo eterno de Hugo. Pocas palabras, que son acogidas con una explosión de palmas y vivas. Nadie estaba en el secreto. Cuando aparezca d’Esparbès no hay duda de que «reconocerá» su telegrama (1905, p. 124). El curioso acontecimiento que presenta a d’Esparbès y lo singulariza no hace otra cosa que destacar su desaparición. El raro escapa de “su” semblanza y la propia escritura –el presunto poema, ese secreto escondido tras el telegrama– queda a la espera de un reencuentro con la instancia de origen– enunciación que nunca se producirá. Enfrentado a Rachilde apenas unas páginas antes, el narrador no soporta la presencia corporal de la “anticristesa” y –como si esa cercanía anulara la capacidad misma de escribir– disfraza en un tercero su propia fuga: “Sé de quien, estando en París, no quiso ser presentado a Rachilde, por no perder una ilusión más” (1905, p. 117). Si es cierto que la de “raro” resulta una “categoría de diferenciación e identificación, que reserva un espacio enigmático al arte en sociedades que han difundido, a través de la industria cultural, lo estético en la vida cotidiana” (Montaldo, 2007, p 76), su ambigüedad constitutiva parece encontrar un atributo estable en la silueta difusa y esquiva del fantasma, en un cuerpo adelgazado –131–
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hasta la desaparición y recubierto de interminables simulacros.15 Sin embargo, es preciso recalcar que la dimensión fúnebre de Los raros no se agota en el nivel del relato ni en el de los atributos exteriores de sus personajes. Por un lado, si el libro sostiene un principio estructurante a gran escala –que puntúa el pasaje de un capítulo al siguiente–, esa constante se cifra en el nombre propio y la expectativa de su inminente ampliación o desarrollo.16 Desde el título los capítulos prometen una persona, una máscara; pero –casi sin transiciones en la mayoría de los casos– la promesa se vacía y la máscara permanece sin rostro. Porque, instalada la incógnita del nombre, el retrato literario deriva rápidamente hacia la reseña bibliográfica y transforma en ese gesto al sujeto en objeto, al nombre en texto. Vale decir, el raro es –mucho antes que la vida íntima o pública de un escritor, o la intimidad-publicidad de su muerte– un libro o, en todo caso, un conjunto de libros.17 Por otra parte, este efecto de libro-dentro-del-libro que El carácter fantasmal como paradójica esencia del raro se repite una y otra vez a lo largo del tomo. Vale la pena copiar algunos ejemplos para comprobar esa persistencia. A León Bloy, el “verdugo de la literatura contemporánea”, “la familiaridad con la muerte [le] ha puesto en su ser algo de espectral y de macabro” (1905, p. 67). Ante Lautréamont, el cronista advierte: “No sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral, siquiera fuese por bizarría literaria, o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo de la Kabala: ‘No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo’” (1905, p. 176). En el caso de Ibsen, “[s]u organización vibradora y predispuesta a los choques de lo desconocido, se templó más en el medio de la naturaleza fantasmal, de la atmósfera extraña de la patria nativa. Una mano invisible le asió, en las tinieblas” (1905, p. 205). En la poesía de Moréas “hay una atmósfera de duelo, de llanto, casi de histerismo, y una luz espectral sirve de sol, o mejor dicho de luna”, que repercute sobre el retrato de ese “malherido de desesperanzas” (1905, p. 104). Edgar Allan Poe es “el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte” (1905, p. 17). Por otra parte, la muerte deja un estigma gráfico persistente en la primera edición del volumen: todos los textos necrológicos colocan, a continuación del nombre propio del título, una gran cruz latina que duplica el tamaño de la tipografía regular. Así, en el primer capítulo del tomo de 1896, leemos: “LECONTE DE LISLE // † El martes 17 de Julio de 1894” (1896, p. 7). 15
16 La primera edición de la obra (1896) suma un epíteto enigmático a cada nombre, que le aporta un plus a la “incógnita a resolver”. La leyenda, presente en todos los capítulos salvo en el dedicado a Leconte de Lisle, fue suprimida en la segunda edición (1905) y en todas las posteriores. Transcribimos las más provocativas: “Pauvre Lelian. Paul Verlaine”, “El verdugo. León Bloy”, “El turanio. Jean Richepin”, “La Anticristesa. Rachilde”, “Histeria. Teodoro Hannon”, “El endemoniado. El conde de Lautréamont”, “La encarnación de Bonhomet. Max Nordau”.
Es esta la diferencia más ostensible entre la aproximación de Darío y los tomos contemporáneos a Los raros pergeñados por Enrique Gómez Carrillo, siempre atentos a 17
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convierte al “retrato” en un estante de biblioteca –a la vida de artista en “escritura”, en huella de huella sin presencia última o fundamento– se potencia en otro principio de composición congruente con una transmisión o traducción horizontal, por contagio antes que por herencia vertical-genealógica. Se trata del uso de un raro –de sus textos o libros, de sus atributos, del tono de su semblanza– como parámetro de juicio o valor para otro raro de la colección, funcionamiento que permite entrever el pasaje de la necrológica a la necro-logia, es decir, del culto fúnebre a la comunidad de muertos. Uno de los argumentos más sugestivos del planteo de Colombi converge con esta hipótesis cuando apunta la persistencia de dos tradiciones biográficas en el libro, la del “extravagante” a la manera de las Vies imaginaires de Marcel Schwob, y la del “héroe” según el modelo de On Heroes, Hero-Worship, and The Heroic in History de Thomas Carlyle: Darío elige una u otra variante. En algunos retratos prima el segundo modelo, entonces se cuenta la historia enaltecida de un sujeto frente al mundo. Edgar Allan Poe: un Ariel en la isla de Calibanes. Ibsen: un héroe cultural nórdico. Martí: un señalado que sigue “la estrella solitaria de la isla”. [...] En otros casos, en cambio, la narración se articula en torno a una extravagancia con marcas muy ligadas a la bohemia: la riqueza, la morbosidad, la pobreza, el derroche, la enfermedad (2004a, p. 75). No obstante, los vínculos horizontales “de raro a raro” no se reducen al par opositivo excéntrico-héroe, sino que traman además una compleja y extendida telaraña de mutuas alusiones, atributos y valores compartidos o rebatidos, citas que rebotan o se deslizan de semblanza a semblanza. Poe, por ejemplo y sólo por señalar un recorrido en la edición de 1905, ingresa en el capítulo inicial un registro obsesivo del cuerpo-a-cuerpo con el artista. En esta dirección Beatriz Colombi concluye que “[s]i Darío insiste en el carácter ‘imaginario’ de sus perfiles, Gómez Carrillo, en cambio, apunta a la precisión. Dos libros de Gómez Carrillo de esta época responden a este principio: Literaturas extranjeras (1895) y Almas y cerebros (1898). La mayoría de las notas son producto de una entrevista; de hecho, las reunidas en Almas y cerebros se titulan ‘Visita a...’ –donde tras la descripción física del personaje y su entorno, gabinete o cuarto de trabajo, sigue una interview o interrogatorio psicológico matizado con consideraciones y observaciones del cronista. La pretendida objetividad se refuerza con notas al pie, que confirman la fidelidad a las palabras vertidas por el entrevistado. En esto reside el resorte de su éxito: la presencia conspicua de un sujeto extranjero capaz de husmear en las intimidades parisienses, como un espía en busca de evidencias” (2004a, p. 76-77).
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como uno de los ensayos del libro de Camille Mauclair –El arte en silencio– que Darío reseña; en Mauclair, Poe aparece como el “desgraciado poeta norteamericano [...] germinado espontáneamente en una tierra ingrata” (1905, p. 9), relato sobre el que Darío construye la propia semblanza en el capítulo siguiente. Más adelante, Poe resulta “la influencia misteriosa y honda” (1905, p. 57) en Villiers de L’Isle-Adam para la creación de su Tribulat Bonhomet y, al mismo tiempo, uno de los decadentes condenados por Max Nordau, figura a quien Darío rebautiza como “Tribulat Bonhomet, profesor de diagnosis” (1905, p. 201). A manera de cita maestra con la que se arma el rompecabezas del raro, Poe relampaguea una y otra vez en el tomo, en los retratos de Richepin, Moréas, de Armas, Dubus, Lautréamont. Lo mismo ocurre con Verlaine, pero también –aunque en menor medida– con Moréas, Bloy, Mauclair, Tailhade, Nordau e Ibsen. El persistente recurso al raro-dentro-del-raro convierte entonces a la figura en una suerte de shifter o deíctico que reenvía a esa comunidad virtual o flotante tejida en el vacío de tradición, bajo las posibilidades abiertas por una estética autoproclamada “acrática”.18 De este modo, la remisión en espiral de la biblioteca a la biblioteca refuerza la confianza modernista en el vacío esencial de la literatura, indispensable para alentar una concepción del viaje como colección de libros o navegación de citas. Trasladada a la reflexión sobre los alcances de la traducción, esta lógica vuelve a colocar en el centro de la escena ese deseo de modernidad que recorre buena parte del siglo XIX latinoamericano, formulado en este caso como voracidad estética; sin embargo, la insistencia dariana en el simulacro o la cita de citas, ya no como déficit sino como capital literario, produce un desgaste en el “aura”, en la autoridad del origen, del monumento, el cuerpo y la voz, que corroe la ideología de la traducción “literal” asumida por el General Mitre o el mandato paralelo de la copia degradada en Groussac.19 En busca de indicios para rebatir el remanido argumento sobre el carácter “fragmentario” o “disperso” del volumen, Arellano postula que “el elemento que cohesiona esencialmente Los raros es el intertexto; mejor dicho, la correlación de un conjunto significativo de textos ajenos en distintas partes de la obra” (1996, p. 78). Más adelante precisa, en este sentido: “Y es que a los 19 ‘raros’ no los deja aislados, sino que los articula e interrelaciona con múltiples referencias entre sí. [...] Como se observa, los ‘raros’ más presentes en los demás son Poe y Verlaine: aparecen 7 veces cada uno; y le siguen Bloy con 5, y luego, con 4, Moréas y Tailhade; y Villiers con 2” (1996, p. 80-81). 18
En el margen de la investigación anotamos un descubrimiento que puede leerse desde la hipótesis de la “cita de citas” o el “fantasma”, si bien requeriría un desarrollo más extenso. 19
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De huérfanos y advenedizos Dado ese resultado mediocre del decadentismo francés, es permitido preguntarse: ¿qué podría valer su brusca inoculación a la literatura española, Se trata de la dimensión iconográfica de Los raros, es decir, de las variadas y variables imágenes que acompañan a los textos en cada instancia de publicación. Ese estudio de la iconografía debería incluir, al menos, tres momentos. En principio, el de la aparición de las semblanzas en la prensa periódica: allí ubicamos dos grabados que escoltan las necrológicas de Leconte de Lisle (La Nación, 20 de julio de 1894, p. 1, col. 6, por Martín Malharro) y de Paul Verlaine (La Nación, 10 de enero de 1896, p. 3, col. 5, por Augusto Ballerini). Estas imágenes, poco conocidas, constituyen un documento valioso para verificar el vínculo fluido entre el proyecto cultural dariano y el de los artistas “rebeldes” del Ateneo de Buenos Aires. Aunque Martín Malharro y Augusto Ballerini colaboran asiduamente con retratos en La Nación, las fechas de los grabados demuestran que esa afinidad estética se tejía mucho antes de que Eduardo Schiaffino diseñara la portada de la primera edición de Los raros (1896), documento que ocupa el segundo eslabón iconográfico de nuestra “galería” y que ha sido estudiado en detalle por Laura Malosetti Costa y Alfonso García Morales. Por último, la edición española de la obra (1905) incorpora un nuevo museo de imágenes que le da un impulso inusitado al componente visual. La colección consta ahora de ocho retratos (para la ubicación de las imágenes en el tomo, intercaladas en láminas sin numerar, cf. Arellano, p. 69). Primero, en la cubierta y en la página anterior a la portada, una copia del grabado del joven Darío publicado originalmente en La Ilustración Española y Americana (Madrid, 30 de noviembre de 1892, año 34, nro. 44, p. 369), grabado que a su vez copia una fotografía de Edgardo Debas. Luego, en “Leconte de Lisle”, una fotografía de Núñez de Arce; en “Paul Verlaine”, la reproducción del retrato del poeta pintado por Eugène Carrière en 1890; en “Jean Richepin”, su fotografía de cuerpo entero; en “Rachilde”, una fotografía en primer plano de Victor Hugo; en “Laurent Tailhade”, la fotografía del raro en plano medio; en “Max Nordau”, una acuarela que copia una fotografía del autor de Entartung, grabada por P. Russ (curiosamente, el mismo grabador del retrato de Darío); por último, en “Eugenio de Castro”, una fotografía de interior de Gabriele D’Annunzio con su hijo, al estilo de las popularizadas por el francés Dornac en la serie Nos Contemporains chez eux. Quizá el rasgo más relevante de la serie sea su heterogeneidad, tanto en el nivel de la técnica (grabado, pintura, fotografía, muchas veces combinados en “una” representación; cf. el retrato de Darío, grabado copiado de un grabado previo, que reproduce a su vez una fotografía) como en el del encuadre (del plano general en Richepin al medio en Tailhade, con primacía del close up). El conjunto parece asediar la figura del escritor desde “todas” las perspectivas, armando una suerte de mosaico comprehensivo: de cerca y de lejos, de frente y perfil, del registro más arcaico al más moderno, en la actitud solemne de la pose pública o en el interior relajado de la vida doméstica. Agradezco a Laura Malosetti Costa la orientación en cuestiones de iconografía finisecular; a Paola Melgarejo, especialista del Museo Nacional de Bellas Artes en la obra de Ballerini, la confirmación de la autoría del grabado de Verlaine a partir del monograma en el ángulo inferior derecho. Günther Schmigalle colaboró con un rastreo de fuentes críticas que demuestra el escaso interés suscitado por la iconografía de Los raros en la bibliografía dariana. Colocamos en el “Apéndice” el conjunto de imágenes relevadas.
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que no ha sufrido las diez evoluciones anteriores de la francesa, y vive todavía poco menos que de imitaciones y reflejos, ya propios, ya extraños? Paul Groussac, “Los raros por Rubén Darío”. La Biblioteca, noviembre de 1896. Verlaine y Martí, raros emblemáticos de las tradiciones biográficas cruzadas en el volumen –extravagante el primero, héroe el segundo–, condensan en sus necrológicas las dos operaciones básicas del cosmopolitismo (dariano) del pobre, fórmula que permite reinscribir al modernismo entre los objetos de un nuevo e “inconcluso” comparatismo. Como paradigma de la apropiación táctica implicada en la navegación de biblioteca, “Paul Verlaine” exhibe el modo en que el encuentro fallido con “el más grande poeta de la Francia” –insinuado pero omitido deliberadamente en el relato– prolifera en una multitud de fantasmas o simulacros, de citas y citas que recubren el cuerpo de un muerto al que ya no se pretende re-presentar o revivir. De entrada, la crónica se desliza de la muerte conjetural o imaginaria de Verlaine –“Mueres, seguramente en uno de los hospitales que has hecho amar a tus discípulos [...]. Seguramente, has muerto rodeado de los tuyos” (1905, p. 45)– a las imágenes elaboradas por otros escritores (W. G. C. Byvanck, Alfred Ernst y Léon Bloy), delegando y difiriendo una impresión directa o personal-presencial. Con lucidez Oscar Montero percibe que “[e]n el retrato sobre Verlaine la primera persona tarda en llegar” (p. 825) y adjudica el retraso a la necesidad dariana de justificarse ante una figura inquietante. Sin embargo, si la primera persona ingresa a la necrológica como un apéndice de la biblioteca –“Yo confieso que después de hundirme en el agitado golfo de sus libros [...] sentí nacer en mi corazón un doloroso cariño que junté a la grande admiración por el triste maestro” (1905, p. 46; énfasis mío)–, entonces la demora se explica sobre todo como un efecto de la interposición del libro-cita, que “media” pero también “retrasa” el encuentro del “yo” con su objeto. La misma operación se verifica en el “acontecimiento” que promete la crónica, un núcleo de expectativa eludido una y otra vez con interminables rodeos discursivos. “A mi paso por París, en 1893, me había ofrecido Enrique Gómez Carrillo presentarme a él” (1905, p. 46), adelanta el narrador en uno de los primeros párrafos de la semblanza. Pero la presentación no llega, el cara-a-cara queda fuera del texto y el cuerpo de Verlaine –rodeado por sus propios libros, las citas librescas de otros y el chisme anónimo– termina ocupando el lugar de lo ominoso o, al menos, –136–
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de aquello cuya proximidad el “yo” no puede resistir.20 Sin soltarle jamás la mano a los mediadores-artistas que llevan al lector a la escena de encuentro diferida –France, Mallarmé, D’Amicis, Symons, D’Annunzio, Pica, Clarín, entre otros–, la crónica se cierra con el más corpóreo simulacro del Maestro, su “propia” voz, que explica: «Esta pata enferma me hace sufrir un poco: me proporciona, en cambio, más comodidad que mis versos, que me han hecho sufrir tanto! Si no fuese por el reumatismo yo no podría vivir de mis rentas. Estando bueno, no lo admiten á uno en el hospital.» Esas palabras pintan al hermano trágico de Villon (1905, p. 51). Por un lado y contra el discurso del positivismo que podía sostener Groussac, la cita vuelve a plantear la cuestión de la enfermedad-contagio como un nuevo capital literario –y tanto el “pie hendido” del sátiro– Verlaine como su enferma pierna-jambe-yambo invitan a la conexión con la nuance verlainiana del “verso impar”. Pero el gesto insiste además –y aquí lo fundamental– en el “retraso”, en la Francisco Morán analiza este mismo fenómeno en la necrológica pero lo atribuye a la homofobia dariana, al peligroso “deseo” que el nicaragüense percibe en Verlaine. Argumenta Morán: “[l]a mirada del texto carrillesco le sirve a Darío como un biombo tras el cual ocultar su deseo. No puede apartarse mucho tiempo del cuerpo de Verlaine, pero tampoco resiste quedarse a solas con él. De ahí la necesidad de un intermediario. Si no es Gómez Carrillo, entonces serán los propios libros de Verlaine. [...] Pero esa desazón tenía que ver, por encima de cualquier otra cosa, con el insoportable exceso del cuerpo de Verlaine. [...] Esa ansiedad no era otra cosa que el pánico experimentado por el mismo Darío ante la amenaza que la irrupción de ese deseo representaba para la estabilidad [heterosexual] de su propio reino interior” (p. 488-489). En nuestra aproximación, en cambio, entendemos que el “cuerpo diferido” es un recurso que responde a una concepción del lenguaje extendida en el tomo. Darío construye sobre la ausencia de Verlaine un fantasma hecho de retazos de textos, de modo que el raro nunca deja de ser, literalmente, un signo, escritura sin resto de “experiencia”. Pero la ausencia recubierta de simulacros no es privativa de Verlaine. En “Edgar Allan Poe”, por ejemplo, Darío subtitula el segmento propiamente biográfico de la semblanza con el sintagma “El hombre”; pero la “vida” de Poe no es otra cosa que los “testimonios” de quienes lo conocieron –según las citas del libro de John Henry Ingram, Edgar Allan Poe. His Life, Letters and Opinions (1880)–, combinados con una larga discusión acerca de otra forma del simulacro, la notable producción iconográfica suscitada por el rostro de Poe. Para una pormenorizada descripción biográfica del desencuentro entre Darío y Verlaine ver el artículo de Schmigalle; Arellano (p. 131-137) ofrece un catálogo completo y comentado de todos los textos que el nicaragüense dedicó al “salvaje soberbio y maldito”. 20
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lejanía témporo-espacial que impone la traducción, pues el registro del Poeta no es más que la ficción compuesta por Carrillo en sus Sensaciones de arte.21 Al cederle la palabra al muerto Darío lo hace hablar a través de la boca de otro y en “otra” lengua, con lo que refuerza la crisis del aura y potencia las posibilidades de una asimilación creativa o selectiva. Finalmente, la hipótesis del raro como “libro” merece una matización ante la necrológica de José Martí, quizá la menos libresca entre todas las semblanzas de la colección. En tanto embajador solitario de la “estirpe latina” en el continente Martí reintroduce en la serie el “problema americano” que Darío otra vez enclava en el terreno de la herencia y el linaje.22 Si América es el espacio de una pobreza congénita, su redentor-mártir instala una economía del exceso, similar a la alquimia –“era millonario y dadivoso: vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico” (1905, p. 218)–, cuya disolución marca el quiebre de una genealogía y restablece el inicial estado de orfandad. Sacrificado a la identidad nacionalitaria, Martí constituye el extremo del raro “superhombre” que muere porque se parEl párrafo transcripto en la necrológica pertenece al capítulo “Una visita a Paul Verlaine”, en Sensaciones de arte, Paris: G. Richard, s. f. (¿1893?), 75. Si bien es esta la fuente que el propio Darío declara cuando apunta que “[e]ste amigo mío había publicado una apasionada impresión que figura en sus Sensaciones de arte, en la cual habla de una visita al cliente del hospital de Broussais” (1905, p. 46), el texto de Carrillo constituye uno de los primeros artículos que el guatemalteco publica al llegar a París (sale en El Diario de Centro América, Guatemala, el 13 de marzo de 1891 y luego lo recoge en Esquisses. Siluetas de escritores, de 1892, en las mencionadas Sensaciones y en Almas y cerebros, de 1898; cf. González Martel, p. 97-98). La primera publicación de la entrevista de Carrillo a Verlaine nos permite incorporar ese texto a las condiciones de escritura de “Historia de un sobretodo”, relato aparecido también en periódicos centroamericanos, a principios de 1892 (Diario del Comercio, San José de Costa Rica, 21 de febrero; y La Habana Literaria, 30 de mayo; cf. Mejía Sánchez en Darío, 1983, p. 237). No es arriesgado conjeturar que Carrillo traduce jambe (del francés “pierna”, con la misma raíz que nos lleva a “enjambment” y a “yambo”) por la “pata enferma”, vocabulario con un residuo animal que Darío retoma en el “pie hendido” del sátiro –“Al andar, hubiera podido buscarse en su huella, lo hendido del pie” (1905, p. 48)– y traslada a la dimensión musical de la poética simbolista (la evanescencia, el matiz y el equívoco, la languidez y la vaguedad, etcétera). 21
22 Decimos que Martí “reintroduce” el problema de América porque Darío hace de esa cuestión el centro del prólogo a la edición de Los raros de 1896 (reemplazado en 1905), texto que transcribe el manifiesto inaugural de la Revista de América (1894). Para un análisis de ese prefacio y de otros programas darianos ver Caresani (2010).
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ticulariza. En una singular antinomia insular, su contracara de similar peligro se materializa en Augusto de Armas, el otro raro latinoamericano –también cubano, pero ahora “delicado como una mujer” (1905, p. 134)– que muere porque se universaliza hasta perder la particularidad.23 El proyecto dariano en Los raros –tan resistido en sus propias condiciones de producción, tan sujeto al misreading– debate, desanda y recombina estos polos, abismos complejos para el viaje y la traducción en el modernismo. Entre la Isla y Cosmópolis, entre lo local y lo universal, la autoctonía y la extranjería, Darío construye una tercera instancia –la del “pobre cosmopolita”, por decirlo con Santiago– que en sus formulaciones más acabadas llega a asumir la forma de una paradoja. Deslumbrado ante la célebre actriz española por ejemplo, en Buenos Aires y a meses de aparecida la primera edición de Los raros, el nicaragüense afirma en esta dirección: “María Guerrero ha volado sobre el cerco patrio y ha ido a aprender los secretos del arte extranjero; y se ha asimilado lo ajeno que no tenía el arte suyo y ha quedado españolísima” (1938, p. 126). Pero además, la necrológica de Martí alimenta esta poderosa tercera alternativa con la inflexión de un “nosotros” que en las semblanzas previas del libro aparecía de manera difusa y ahora se escribe una y otra vez. No es casual que ese plural advenga –por primera vez en el capítulo– con la constatación de la orfandad y la pobreza americanas: “Quien escribe estas líneas, que salen atropelladas de corazón y cerebro, no es de los que creen en las riquezas existentes de América... Somos muy pobres” (1905, p. 217; énfasis mío). Como modelo de una crisis en la sucesión genealógica que desactiva la re-producción por herencia y habilita la producción por contagio, “José Martí” –padre imposible de “una briosa juventud que pierde en él quizá al primero de sus maestros” (1905, p. 219-220)– impulsa un precario “nosotros” latinoamericano que queda huérLa breve necrológica dedicada al cubano incita a pensar que Augusto de Armas “padece” el francés, aunque su mal no forma “manada” ni hace “rizoma”; es decir, no produce una terceridad a partir del contagio, sino que deduce una copia-identidad desde la pasiva asimilación-aculturación. La crónica misma expone cómo su lengua “feminizada”, exclusivamente receptora, muere de mímesis o –por decirlo con el neologismo que Darío empleará más adelante– de “parisitis”. Augusto de Armas aparece entonces como un temprano precursor del “parisianizado”, aun cuando persiste en Darío el inicial embrujo de París. En el capítulo “Viaje y neurosis” Colombi trabaja sobre la retórica del desencanto, que le sirve a Darío –ya “dentro” de París– “para restañar las heridas y devolver, en reciprocidad, una imagen transformada de la ciudad amada e inconquistable” (2004b, p. 195). 23
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fano en el instante preciso de su entrega a la causa nacional pero, por esto mismo, radicalmente abierto al porvenir.
Colofón: la biblioteca del mundo y el segundo descubrimiento de América Madrid, 9 de diciembre de 1896. Sr. don Rubén Darío. Mi querido amigo: Acabo de recibir la carta de V. del 12 y mucho contento de saber que está V. bien de salud. [...] Por lo demás, yo no puedo menos de confesar a V. que hay dos puntos en que discrepamos por completo. Soy yo grande admirador de la literatura francesa, pero disto infinito de la idolatría galómana que en V. noto. Y todavía me aparta más del modo de sentir y de pensar de V. en la afición a los raros” “De Juan Valera a Rubén Darío. Interesante carta”. La Nación, 22 de febrero de 1897. “La casualidad ha querido que ese libro sea descubierto al público en el día de América –12 de octubre– Fiesta por fiesta. Un mundo nuevo a la humanidad, una América nueva a la intelectualidad. El visionario Darío arrastrará las cadenas como el visionario Colón. ¡Del borde de las carabelas legendarias gritaban tierra; del borde de esta lírica carabela anuncian cielo! La Poesía, la Gracia y la Armonía, naves gallardas, anclan en nuestro continente. ¡Salve!” Miguel Escalada, “Rubén Darío”. La Nación, 29 de octubre de 1896. De Verlaine a Martí y por medio de una cuidadosa arquitectura, Los raros zurce sin cesar la discontinuidad entre viejo y nuevo mundo, entre la modernidad y sus desencuentros. Pero si el libro se deja leer como un viaje literario, una vuelta al mundo o una sutura del mundo, no es menos revelador advertir que ese viaje termina en Portugal. Al concluir con el capítulo dedicado a Eugénio de Castro, el simbolista portugués, Los raros “acaba” a las puertas de España, la tierra del “abuelo” que Darío decide no pisar. Sin embargo el paso se insinúa en un gesto –140–
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radical, el colofón de la primera edición de la obra (1896), colocado estratégicamente en el margen del libro, a manera de guiño para el lector capaz de recomponer el sinuoso itinerario del escritor raro: Terminado el día XII de Octubre MDCCCXCVI Talleres de «La Vasconia» Buenos Aires En ese signo –advertido tempranamente por Miguel Escalada–, en la superposición con el hito colombino escogido ahora para fechar el nacimiento de una nueva comunidad, Darío relee su propia literatura como un lozano descubrimiento de América, desde el español de América pero articulado mediante la síntesis disyuntiva o rizomática de la tradición universal. Con ese colofón Darío le da la vuelta al periplo colombino y prepara, además, su propio desembarco en España, su redescubrimiento de España, en el que constituirá, a partir de 1899, uno de los vuelcos más pronunciados en su estética.
Apéndice Iconografía de Los
raros
(1894-1905)
Grabados en La Nación (1894-1896) 1. Malharro, M (20 de julio 1894). Leconte de Lisle. La Nación, p. 1, col. 6.
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Entre la isla y el mundo: el cosmopolitismo del pobre en Rubén Darío
2. Ballerini, A. (10 de enero 1896). Paul Verlaine. La Nación, p. 3, col. 5.
3. Los raros (1896) Cubierta. Primera edición. Diseño de Eduardo Schiaffino. Ejemplar en Biblioteca “Prof. Augusto Raúl Cortázar”, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, ZUB 22-3-8
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4. Los raros (1905). Contraportada y portada. Segunda edición.
5- “D. Rubén Darío, Comisionado de la República de Nicaragua en la Exposición Histórico-Americana de Madrid. (De fotografía de D. Edgardo Debas)”. La Ilustración Española y Americana, Madrid, 30 de noviembre de 1892, año 36, nro. 44, p. 369.
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Entre la isla y el mundo: el cosmopolitismo del pobre en Rubén Darío
6. Núñez de Arce
7. Verlaine. Reproducción
en “Leconte de Lisle”.
de la pintura de Eugène Carrière
8. Richepin. Fotografía al aire libre
9. Victor Hugo en “Rachilde”.
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11. Nordau. Pintura con fuente fotográfica
10. Tailhade. Fotografía
12. D’Annunzio. Fotografía de interior en “Eugenio de Castro”
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Entre la isla y el mundo: el cosmopolitismo del pobre en Rubén Darío
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TERCERA PARTE Geografías dislocadas: tramas simbólicas del espacio en la poesía y la narrativa de los siglos XX y XXI
El llano en llamas: hacia una “poética del espacio” en los cuentos de Juan Rulfo1 Carolina Sancholuz
Voces en el llano Leo los siguientes versos que dicen: Hemos venido caminando desde el amanecer. Ladran los perros. Grietas, arroyos secos. Ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada. Los cerros apagados y como muertos. (2000, p. 295). Corresponden al notable poema llamado “¿Qué tierra es ésta?”. Homenaje a Juan Rulfo con sus palabras que José Emilio Pacheco escribiera hacia 1980, en el marco del Homenaje Nacional que se le hizo al consagrado escritor y fotógrafo en el Palacio de Bellas Artes de México, donde se expusieron las fotografías tomadas por el propio Rulfo entre los años 1940 y 1955.2 No hace falta aclarar Una primera versión de este trabajo se comunicó en el Coloquio de inauguración de la Cátedra Extraordinaria Juan Rulfo El llano en llamas. 60 años: reflexiones multidisciplinarias, llevado a cabo en septiembre de 2013 en el Instituto de Investigaciones Filológicas y en la Coordinación de Humanidades de la UNAM. 1
2
El poema de José Emilio Pacheco se publica en el libro Juan Rulfo. Homenaje nacional,
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El llano en llamas: hacia una “poética del espacio” en los cuentos de Juan Rulfo
que Pacheco elige fragmentos del relato “Nos han dado la tierra” para componer con sus palabras, tal como lo afirma el subtítulo a modo de epígrafe, un poema de intensa condensación lírica, que elude los coloquialismos o las voces regionales que caracterizan tanto a la escritura de Rulfo. Me permito otra cita: Somos como terrones endurecidos. Somos la viva imagen del desconsuelo. ¿Qué tierra es ésta? ¿En dónde estamos? Todos se van de aquí. (2000, p. 297) Finalmente la poesía se clausura con estrofas que reiteran en posición anafórica el verbo “digan”, apelación a un ellos, plural indefinido que connota al gobierno, a las autoridades, en definitiva a quienes detentan el poder de repartir la tierra y cuyo silencio intensifica aun más, la ausencia de respuestas, el desamparo, la soledad: Digan si hay aire y nubes. Si hay esperanza. Si contra nuestras penas Hay esperanza. (…………….) Digan si oyen alguna señal de algo O si ven luz en alguna parte. Digan si ven la tierra que merecemos. Digan si contra nuestras penas Hay esperanza (Pacheco, 2000, p. 298-299). En ese más que derrotero trasiego que mueve a los personajes en estas citas, las voces han perdido el lenguaje que las constituye, último lazo con el ámbito propio donde era posible volver a contar, a recordar o dialogar:
México, Instituto Nacional de Bellas Artes, 1980. Luego Pacheco incorpora el texto en Los trabajos del mar (1979-1983). Véase Pacheco (2000).
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Carolina Sancholuz
Aquí son así las cosas. Por eso a nadie le da por platicar (Pacheco, 2000, p. 295) Pareciera que las voces de Jalisco –que tanto convienen a la subjetividad poética que se sobreimprime sobre los narradores y personajes–, pueden abandonar el territorio propio para contar sus destinos aun desde esa pérdida entrañable. Pacheco ha soslayado además la precisión temporal. El texto trasciende las limitaciones que provocaba el ceñirlo a la referencia de la Revolución Mexicana en el poder, entre la reforma agraria y la guerra cristera, así como a la representación realista, ya que estética e ideológicamente no podemos circunscribirlo a ella. El poema-homenaje de Pacheco vuelve visible de manera contundente cómo la prosa de Rulfo se impregna de un peculiar registro lírico que se concreta desde la rotunda sonoridad del título, a través de la aliteración que se establece entre llano y llamas, y que se expande a lo largo de todos los cuentos, como puede notarse en el lenguaje elegido en cuanto material flexible para la escritura poética, en la introducción de los ritmos y de los tonos, en las repeticiones. Ya lo había vislumbrado, con la agudeza que siempre lo caracterizó, Ángel Rama, cuando señalaba que en los cuentos de Rulfo el funcionamiento del imaginario proviene directamente de la poesía (Rama, 1975). Habría una articulación de la voz y la letra, cuando, como lo precisa Nicolás Rosa “la voz adviene, quizás habría que decir sobre-viene escritura” (Rosa, 1992, p. 60). Sin embargo no aludo aquí a la poesía oral sino más bien a la oralidad del texto escrito, inflexión que Jorge Monteleone caracteriza como “entonación” y que, me atrevo a afirmar, atraviesa la prosa rulfiana como ficción de oralidad. Monteleone explica la entonación en términos de una dimensión imaginaria de lo oral, es decir, aquello que el lector interioriza como la voz de un fantasma, la voz del sujeto imaginario del texto: “Es aquella entonación que de algún modo organiza los ritmos en una sucesión particular, que modula y acentúa los vocablos y los impregna con la irreductible densidad de la lengua materna” (Monteleone, 1999, p. 149). Pero habría además otro aspecto de la entonación que aborda Monteleone, cuando señala la manifestación de los linajes culturales en ciertos textos, que parecieran –155–
El llano en llamas: hacia una “poética del espacio” en los cuentos de Juan Rulfo
hablar con un tono que se reconoce en los antepasados y que podríamos pensar en los relatos de El llano en llamas como un sustrato del habla campesina, comunitaria, como el eco de una voz que para el autor es propia pero también otra, una especie de memoria colectiva que corresponde a culturas sin escritura donde el cúmulo de la experiencia se transmite oralmente. “Lo que yo no quería era hablar como un libro escrito. Quería no hablar como se escribe, sino escribir como se habla” (Rulfo, 1973, p. 219), afirma el escritor, subrayando en este gesto, en esta elección centrada en el habla, que su prosa indaga asimismo los vínculos de lo individual con lo social, donde sus lectores alcanzamos a percibir ecos y reverberaciones de otras voces que no siempre coinciden con las del narrador, como aquellas que escuchamos, por ejemplo, en los cuentos “Nos han dado la tierra”: “—Oye, Teban, ¿dónde pepenaste esa gallina?” (Rulfo, 2005, p. 11); en “Es que somos muy pobres”: “—Mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja” (p. 27); en “El llano en llamas”: “— ¡Síganme muchachos, vamos a ver qué toritos toreamos!” (p. 69); en “No oyes ladrar los perros”: “Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba” (p. 131); en “Paso del norte”: “—Y por onde vas?. —Pos por ahí padre, por onde usted dice que se fue” (p. 124). En otras ocasiones las voces connotan una violencia asordinada, solapada en ciertos vocablos y modismos, en un particular uso de los diminutivos. Así, en “La Cuesta de las Comadres” el relato se construye a partir del procedimiento de la reticencia, el narrador pospone el reconocimiento de ser el autor del asesinato de Remigio, demorándose en referir su amistad con los violentos hermanos Torricos, tan forajidos como él mismo. Cuenta desde el presente, desde el “ahora estoy”, retrotrayéndose al pasado, un tiempo indeterminado, donde menudean los detalles que eluden irónicamente la realidad de lo que ocurría en la Cuesta de las Comadres: “Eran los días en que todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las cuevas del monte sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales” (p. 16). Imagen que se revierte con la frase “Entonces volvían los Torricos”, lo que implica el regreso del miedo y la brutalidad. El narrador se vale de la expresión vaga “tanto” y “tantito así”, que encierra una distancia con el doble sentido de cerca o lejos, de hace mucho o poco tiempo, que aparece también en otros cuentos, connotando el gesto, la ficción de oralidad. El arriero que asesinan los Torricos, dice el narrador, parece muerto, aunque acepta que quizás está “un tantito atarantado” (significa aturdido, viene de picado por la –156–
Carolina Sancholuz
tarántula); los difuntos Torrijos siempre “fueron buenos amigos suyos hasta tantito antes de morirse”, donde el uso del pronombre en diminutivo, provoca sin embargo un efecto opuesto, ya que no disminuye la potencial carga de violencia que acarrean los asesinatos del arriero y de los hermanos Torricos. Pero además todo ello ocurre en una dimensión espacial que atraviesa los relatos rulfianos, donde la naturaleza penetra los cuerpos, los invade, la naturaleza se hace literalmente cuerpo. Dice el narrador en “Nos han dado la tierra”: “Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello” (p. 8). La extensión del llano no lleva a ninguna parte, es la tierra prometida, el punto de llegada, un don, irónicamente expresado en el título, un enorme vacío, un encierro estéril: “¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve?” (p. 8). El despojamiento es el motivo que sin cesar se reitera, mientras se enumera lo que les fueron quitando a los campesinos –las armas, los caballos. Esta crítica ocupa el primer plano o deja su eco en los textos de Rulfo, pero el universo de injusticia, crueldad, violencia, venganza y carencias que expresan trasciende el espacio preciso en que ellas ocurren, se proyectan a la condición humana en esa experiencia imaginaria y compartida de quienes muchas veces hablan ante el espacio ciego de la muerte.3
Espacios de la poesía y la violencia Cuando Gastón Bachelard propone en su clásico estudio La poética del espacio examinar las imágenes literarias de los “espacios de posesión”, de lo que llama “espacios ensalzados”, “defendidos contra fuerzas adversas”, deja entrever asimismo las posibilidades de una perspectiva opuesta, la de los espacios de la hostilidad, “espacios del odio y del combate”, que solo podrían analizarse, para decirlo con palabras de Bachelard, “refiriéndose a materias ardientes, a En relación al “realismo” en la obra de Rulfo coincido plenamente con los rigurosos análisis que sobre la cuestión ha planteado Françoise Perus. Cito, por ejemplo, un párrafo de la “Introducción general” de su libro Juan Rulfo, el arte de narrar (2012), que sintetiza muy bien este aspecto: “Al acercarse a los cuentos de El llano en llamas, la primera duda que surge concierne al ‘realismo’ de Rulfo. En efecto, más allá de la innegable huella del habla popular, rural o regional en el lenguaje de los narradores y personajes rulfianos, llama la atención la marcada ausencia de referencias espaciales y temporales precisas en la ambientación de las acciones, el resquebrajamiento de las tramas, y por ende la imposibilidad de trasponer los contenidos de lo narrado a los términos de una ‘realidad’ claramente acotada” (Perus, 2012, p. 22-23). 3
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El llano en llamas: hacia una “poética del espacio” en los cuentos de Juan Rulfo
las imágenes del apocalipsis” (1992, p. 21). Precisamente en la tensión entre lo poético y lo apocalíptico, entre la posesión y lo desposeído, la figuración de los espacios en El llano en llamas cobra un espesor significativo. Así lo advierte Jorge Rufinelli, cuando subraya que la atmósfera desolada del paisaje rulfiano se transforma en protagonista de sus relatos, imagen que no solo es simbolización de soledad extrema sino que alude concretamente al despoblamiento del campo jalisciense en los últimos años de la Revolución Mexicana, incluida la rebelión cristera de 1926-1928: “En el ambiente físico de los cuentos de Rulfo se palpa la infertilidad de las tierras, la pobreza absoluta de los personajes, un vagar constante hacia nadie sabe dónde” (1982, p. 38). Notamos entonces que distintos desplazamientos espaciales y temporales, concretos y simbólicos saturan los cuentos. Son con frecuencia derroteros que no conforman una trayectoria buscada o en algo lograda por los personajes. Si se puede definir como destino, difícilmente puede vérsela como culminación, o no al menos como una culminación claramente diseñada en algún momento del relato, ya que los personajes no la perciben en toda su dimensión –en buena medida porque se difumina en la narración que ha clausurado de antemano el sentido de esos desplazamientos. Los movimientos temporales contribuyen a desarticular la concatenación de la historia contada, le otorgan espesor o la desrealizan, crean distorsiones y ambigüedades, tal como se los describe en “Luvina”: “Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas, ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza” (Rulfo, 2005, p. 106). Estos movimientos son tan errantes como los del recuerdo, con meandros y atajos que casi siempre ingresan para desbaratar su razón de ser, para mostrar su inconsecuencia, que suele lograr asidero en la oposición antes-ahora, acentuando la indeterminación temporal de los episodios narrados. Así ocurre en otros relatos como “En la madrugada”, “¡Diles que no me maten!”, “Acuérdate” o “El día del derrumbe”. El camino es agobiante, es largo y dificultoso, pero es angustiante sobre todo porque los personajes huyen o van perseguidos, por la muerte o por la culpa. La tierra se enciende por el calor o sopla un viento “que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco –158–
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untadas a la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes” (2005, p. 100), rasguña el aire, muerde o raspa las paredes, y solamente se oye el silencio, como en “Luvina”, el único caso en que se escenifica el diálogo en una atmósfera de sueño y sombras. Son peregrinajes que se conforman en una estrecha relación entre tierra y cielo. En el cuento “En la madrugada” la llegada de la niebla en el crepúsculo (“Las últimas chispas se apagan y brota el sol, entero, poniendo gotas de vidrio en la punta de la hierba” [2005, p. 43]) marca el inicio del relato, cuyo desenlace empieza a articularse ya con el sol alto, cuando el viejo Esteban “va dejando aquel reguero de sangre por todo el camino” (2005, p. 46). La naturaleza, regida por el movimiento del sol, parece seguir su curso imperturbable ante las acciones de intensa violencia provocadas por los sujetos; primero el viejo Esteban zurrando con brutalidad al becerro; luego el patrón que castiga al peón por su conducta bárbara repitiendo con su gesto la violencia, por último la venganza de Esteban, que mata a su patrón, con el sol en lo alto del cielo, cuya luz intensa revela otro crimen, el incesto entre el patrón y su sobrina. En otros relatos la imperturbabilidad del paisaje cobra fuerza en el motivo de la luz lunar, como ocurre en “No oyes ladrar los perros”, donde la luna invierte sus dones al ir llenando de sombras el camino: “Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra” (2005, p. 131), indicando el momento próximo de la muerte del hijo: “El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca” (2005, p. 131). Una y otra cita subrayan el contraste entre el esplendor de la naturaleza con la imagen de la luna llena, roja, y la agonía del hijo, exangüe, pálido, desangrado. Nuevamente la luna interviene en “La Cuesta de las comadres” hasta confundir casi el motivo del asesinato de Remigio Torrico por el narrador que, iluminado por la luna remienda su costal hasta que el personaje lo interpela por el crimen de su hermano tapándole la luz, hecho que parece motivar el asesinato: “Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de arria que yo había clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto empecé a tener una fe muy grande en aquella aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo” (2005, p. 21). En El llano en llamas pareciera que todos los personajes viven una imperiosa necesidad de narrar, de explicar y explicarse, aunque no se los oiga. El –159–
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relato se vuelve monólogo, confesión o justificación, solitario y ensimismado en una atmósfera de silencio, que amplifica el peso de la soledad, la falta de respuesta, la puesta en escena de la otredad y de sentimientos de culpa, que introducen el tratamiento de las causas de hechos y situaciones en un variado repertorio de aproximaciones y perspectivas: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos” (2005, p. 94) dice Juvencio en “Diles que no me maten”, asesino de Guadalupe Terreros y padre del coronel que lo manda a ajusticiar. El viejo Esteban de “En la madrugada” nada recuerda de haber asesinado a su patrón: “Yo no me acuerdo, pero bien pudo ser… La memoria, a esta edad mía, es engañosa” (2005, p. 46-47).4 Curiosamente hay dos monólogos muy argumentativos, construidos con la figura de la elusión, y valiéndose de la inocencia o la ingenuidad de un niño y de un disminuido mental que repiten las engañosas razones de los adultos. El primer ejemplo al que me refiero es el cuento “Es que somos muy pobres”, cuyo título es ya el comienzo del relato del niño a alguien ajeno, a un extraño, que no conoce el pueblo, tal como se advierte cuando prestamos atención a algunas aclaraciones del chico. Quiere decirle el esfuerzo para sostener la dignidad campesina, al mismo tiempo que le explica el peligro que amenaza el futuro de la Tacha, su hermana, si realmente se ha ahogado la Serpentina, la vaca que su padre le acaba de regalar el día de su santo, esperando que pueda casarse con un “hombre bueno” que atraído “sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita” pueda impedir que se convierta en una piruja como sus otras hermanas. La catástrofe que la intensa lluvia acarrea al provocar la creciente del río se intensifica con el asombro ante esas nunca vistas “grandes olas de agua” sobre las que van a confluir algunas hipérboles y antítesis –“olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta” (2005, p. 24). ImaFrançoise Perus señala lo siguiente: “La puesta en escena de un acto narrativo que tiene por correlato la presentación de la narración como un acto en proceso convida al lector a compenetrarse con una voz “otra”, cuyo sujeto se busca a sí mismo en su propio proceso narrativo; lo invita por ende a seguir con atención los múltiples desplazamientos de la percepción, las entonaciones y los cambios de ritmo de esta misma voz” (2012, p. 27). Más adelante agrega: “Cuando el cuento adopta la forma aparente del soliloquio –sin interlocutor manifiesto ni narrador testigo- estas dudas provienen de los demás personajes implicados en los hechos narrados: su evocación es entonces la que se va desviando o truncando el curso de la narración del personaje y convirtiendo su soliloquio en una suerte de monodiálogo internamente dialogizado” (2012, p. 27-28). 4
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gen que regresa ahogando materialmente la salvación de la Tacha: “Por su cara corren dos chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella” (2005, p. 28), reiterada al final del cuento: Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición (2005, p. 28). La escritura sugiere aquí a un sujeto adulto que cierra el relato. Las modalidades de la figura de la elusión –no se insiste en el hambre o la destrucción de la familia– se concentran en la indefensión infantil, rodeada por el tratamiento de la ternura que infunden en el relato los coloquialismos, los diminutivos, la credulidad y la recurrencia de expresiones de los adultos, junto a las urgencia de los desplazamientos de los dos chicos siguiendo el curso de los acontecimientos –en realidad el curso del río– con la esperanza de impedir su maleficio. La precisión temporal firmemente concatenada (“la semana pasada”, el sábado, “apenas ayer”, etc.) sigue dramáticamente el desastre; el narrador argumenta en su condición de testigo en tanto va razonando cómo pudo ahogarse no solo la vaca Serpentina sino también su becerro, y aquí el cariño del chico por la vaca vuelve a unirlo a su hermana. El cuento está narrado en presente, a medida que suceden los hechos, signado por la inminencia y las causas que va suponiendo sobre la pérdida de la vaca. La concreción y los detalles del lugar se conjugan con la continua y ansiosa explicitación de las causas: se suceden sin pausa los “porque” y los “por eso”, para afianzar la credibilidad de los esfuerzos del padre por los hijos: “Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito” (2005, p. 26); para, finalmente, aceptar lo imprevisible: “Nomás por eso no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos” (2005, p. 26), repitiendo el ruego de la madre, como enseguida repite la “mortificación” de su papá ante –161–
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la fatalidad que trae esa insistencia en “crecer y crecer” de la Tacha que la lleva a la ruina. El otro cuento es “Macario”. Macario es quizás el personaje más desprotegido del El llano en llamas, pero es sin embargo el único que conoce el placer, en última instancia el único feliz, como se lo promete su nombre, porque no se nublan sus esperanzas dentro de las posibilidades que escatiman todos los cuentos de El llano en llamas. En “Macario” el monólogo es tan atinado como el que recién vimos. También está instalado en el presente, un presente que deja las puertas abiertas a la esperanza, al futuro deseado. Macario “platica” consigo mismo repasando sus cuidados para sortear las amenazas y el maltrato: “Yo, por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa” (2005, p. 10), allí donde es más fácil convivir con las cucarachas o los alacranes; pero sobre todo reflexiona sobre sus estrategias para conjurar el miedo de ir “derechito al infierno” y además para evitar dormirse, porque su madrina puede así pedir a los santos que no lo “lleven a rastras a la condenación eterna”, sin pasar por el purgatorio donde espera encontrarse con su papá y su mamá. La claridad con que expone este cometido, sintagmáticamente vecino a una suerte de enumeración caótica, está ceñida a la vez a las creencias y carencias del ámbito campesino, que expone junto a las razones que van explicando su conducta, introducidas sin cesar por la pareja de los “por qué” y los “pero”: “Yo no sé por qué me amarrará mis manos; pero dice que porque dizque que luego hago locuras” (2005, p. 62). Estas explicaciones se valen de la figura de la reticencia para que la angustia de paso a la alegría: “No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa, Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero” (2005, p. 63). Apela nuevamente a la elusión, que posibilita a Macario pensar argumentos que pueden asegurarle el éxito y al mismo tiempo mantenerse ignorante de la crueldad de los otros y también de su propia crueldad con las ranas. Es difícil hacer a un lado el respaldo que otorga a este “saber” de Macario una de las bienaventuranzas de Cristo en el Sermón de la Montaña, “Bienaventurados los de corazón pobre (o también los puros) porque de ellos será el reino de los cielos”, sobre todo en un mundo, el de la narrativa de Rulfo, tan sometido a las culpas del pecado y al imperio del infierno, donde el cielo siempre está demasiado lejos. Podemos interpretar esa bienaventuranza dentro de la mirada –162–
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crítica de un autor que se configura compartiendo estrechamente ese mundo campesino tan impregnado de catolicismo, sin que por ello deje de escenificar en “Talpa” y en otros relatos sin ambages el rol negativo de la iglesia y la necia superstición campesina. Hay en El llano en llamas una fuerte actitud crítica de diferente orden, a menudo más apoyada en la ironía que en la búsqueda de una representación realista, pero ni los narradores en tercera persona ni el sujeto de la escritura se colocan por encima del mundo campesino, como puede verse en el lenguaje elegido en cuanto material flexible para la escritura poética. “Nos han dado la tierra”, “No oyes ladrar los perros”, “Talpa” son también monólogos dichos durante el desplazamiento, donde los narradores van rumiando en silencio el fracaso, el engaño, el vacío del intento. En “Talpa” el desplazamiento se ampara, irónicamente, en la figura de la procesión, del peregrinaje al santuario de la virgen, y en los valores simbólicos de los elementos elegidos para la representación del paisaje: el calor de la tierra empujaba a la pareja adúltera al deseo y al pecado en la noche, donde sin embargo se podía “descansar del sol”. El narrador repite varias veces que se acuerda bien de todo, ya de regreso, en un monólogo insistentemente afincado en el “ahora”: “Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir” (Reitera el uso ambiguo de aliviar, o “Le sobraba vida”) en tanto va contando una historia que bascula entre el tremendismo en las referencias al cuerpo de Tanilo “en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba un agua espesa” (2005, p. 50) y, por otra parte, las imágenes de gran densidad poética, varias de ellas en las descripciones de Natalia: “Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna” (2005, p. 53). El cuento conjuga lo animal, lo bestial y lo escatológico en su doble sentido: lo que no se debe decir, y lo sagrado –el valle de lágrimas, los rezos, la devoción de los fieles: “Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados” (2005, p. 54), rezaban como “un solo mugido”. Talpa no solo se transforma en el espacio de la sepultura de Tanilo, sino que entierra y clausura mediante la culpa cualquier posibilidad de reencuentro entre Natalia y el narrador: “Y Natalia se olvidó de mí desde entonces” (2005, p. 53). –163–
El llano en llamas: hacia una “poética del espacio” en los cuentos de Juan Rulfo
El cuento que ocupa el lugar central en la estructura del libro, que es además el más extenso y el que da nombre al volumen, “El llano en llamas”, es el relato que comparte con “Nos han dado la tierra” y con “La noche que lo dejaron solo” las referencias explícitas al contexto de la Revolución Mexicana. Yvette Jiménez lo destaca como el cuento más próximo a los relatos testimoniales revolucionarios, como se muestra desde el epígrafe seleccionado de un corrido popular y desde el grito inicial: “¡Viva Petronilo Flores!”.5 Asimismo es el relato donde Rulfo manifiesta sin dobleces su clara denuncia, su crítica a la reversión feroz de los ideales revolucionarios. Aquí también los personajes se desplazan constantemente, entre otras razones, por el caos ideológico en el cual están insertos: “Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear” (2005, p. 78), que los lleva a cambiar de bando para regirse finalmente solo por el instinto de la supervivencia. El paso de los desplazados solo engendra destrucción y violencia, una fuerza destructiva que se ha revertido sobre el propio hombre que, como señala Ivette Jiménez, gesta su hambre y su muerte. Esto se plasma claramente en un contrapunto espacial que se establece entre el llano cosechado y el llano en llamas, donde la destrucción de las cosechas se narra desde la perspectiva de Pichón, personaje que junto con Pedro Zamora encarnan en el relato la representación más cruel y gratuita del terror y la violencia: Era la época en que el maíz estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo por el llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulando por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales (2005, p. 77). Pichón y sus secuaces, una vez azolado el llano, se quedan literalmente sin espacio para sus acciones: “De este modo se nos fue acabando la tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos necesitar para Véase Yvette Jiménez de Báez, “Destrucción de los mitos, ¿posibilidad de la Historia? El llano en llamas de Juan Rulfo”. La autora señala que “[d]esde el título, El llano en llamas se vincula a la narrativa de la Revolución Mexicana. Con ‘grandes llamaradas’ y la destrucción de la casa del protagonista se cierra el capítulo inicial de Los de abajo, primera novela del ciclo” (1986, p. 140). 5
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que nos enterraran” (2005, p. 85). Pichón termina en la cárcel y al salir lo espera una mujer, a quien ha violado en una de sus correrías cuando era apenas una muchachita y que ha regresado con su hijo, producto de aquella violación. Si el final del relato pareciera recomponer la posibilidad de una tríada familiar que todos los relatos han representado en su fatal destrucción (muerte violenta de hijos y de padres, orfandad, ausencia materna), todo atisbo de esperanza se clausura en la repetición de la maldad del padre percibida en el hijo: “Y el muchacho se quitó el sombrero. Era igualito a mí y con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber sacado de su padre” (2005, p. 87). No es posible sustraerse a la fuerza narrativa que ejercen los cuentos de El llano en llamas, donde una vez más, la lectura y la relectura de cada relato nos sorprende por el ejercicio de una escritura que conjuga el espesor y el laconismo, la violencia –simbólica y material– y la intensidad de una prosa que articula variadas entonaciones en una indudable “poética rulfiana”, tal como lo precisa Françoise Perus. Creo que unos pocos ejemplos de composición de El llano en llamas, brevemente expuestos en este ensayo, han podido dar idea de otras posibilidades de tratamiento tanto de las significaciones del espacio como de algunas operaciones del sujeto de la escritura que al mismo tiempo que deja a los personajes narrarse, da a ese mundo al que pertenece la veladura de la palabra poética.
Bibliografía Bachelard, G. (1992) [1957]. La poética del espacio. México: Fondo de Cultura Económica. Jiménez de Báez, Y. (1986). Destrucción de los mitos, ¿posibilidad de la Historia? El llano en llamas de Juan Rulfo. Revista La Torre 2(5), 139-159. Monteleone, J. (1999). Voz en sombras, poesía y oralidad. Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (7), 147-153. Pacheco, J. E. (2000). Tarde o temprano (Poemas 1958-2000). FCE: México. Perus, F. (2012). Juan Rulfo, el arte de narrar. México: Editorial RM/Universidad Autónoma de México. Rama, Á. (1975). Primeros cuentos de diez maestros latinoamericanos. Barcelona: Planeta. Rosa, N. (1992). Artefacto. Rosario: Beatriz Viterbo. –165–
El llano en llamas: hacia una “poética del espacio” en los cuentos de Juan Rulfo
Rufinelli, J. (1982). Juan Rulfo. En J. Rulfo, Para cuando yo me ausente (pp. 3572). México: Grijalbo. Rulfo, J. (1973). Autobiografía armada, (R. Roffé recop.). Buenos Aires: Corregidor. Rulfo, J. (2005). El llano en llamas. Texto definitivo de la obra establecido por la Fundación Juan Rulfo. Barcelona: Editorial RM. Rulfo, J. (1992). Juan Rulfo. Toda la obra, (C. Fell Ed. crit. y coord.). México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes- Colección Archivos.
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La espacialización de la destrucción en la poesía de José Emilio Pacheco Rosario Pascual Battista
Tres años después de la primera publicación del libro de poemas de José Emilio Pacheco, Los elementos de la noche [1958-1962], sale a la luz el segundo libro, denominado El reposo del fuego [1963-1964], el cual reúne textos poéticos escritos entre 1963 y 1964. A diferencia de Los elementos de la noche [19581962] y de la mayoría de las obras que Pacheco publicará con posterioridad, este trabajo plasma la inminencia de mostrar al público lector la creación artística realizada durante un año.1 Una de las hipótesis de esta urgencia por dar a conocer lo escrito puede buscarse en el protagonismo indudable que adquiere la destrucción, sin embargo, ya no desde la perspectiva general y universal que sostiene en el primer proyecto poético sino desde la exhortación a los pueblos que han padecido la desaparición, como indica el epígrafe inicial del poemario, extraído del libro de Job, específicamente es el cuarto discurso que Eluhú le dirige a su amigo: “No anheles la noche / en que desaparecen los pueblos de su lugar” (De Reina y De Valera, 1960, p. 36, 20).2 El desatinado desCon excepción de Siglo pasado (Desenlace), publicado en el 2000, y de La edad de las tinieblas, 2009, el resto de los libros abarcan un período de tres a ocho años de producción, previa a la fecha de publicación: Los elementos de la noche: 1958-1962; No me preguntes cómo pasa el tiempo: 1964-1968; Irás y no volverás: 1969-1972; Islas a la deriva: 1973-1975; Desde entonces: 1975-1978; Los trabajos del mar: 1979-1983; Miro la tierra: 1983-1986; Ciudad de la memoria: 1986-1989; El silencio de la luna: 1985-1993; La arena errante: 1992-1998 y Como la lluvia: 2001-2008. 1
2 El libro de Job es una obra que se destaca en la Biblia por su valor poético. Fue escrito a comienzos del siglo V a. C y la base de su composición corresponde a un antiguo relato palestino que narraba los padecimientos de un hombre y cuya fidelidad a Dios le mereció una
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La espacialización de la destrucción en la poesía de José Emilio Pacheco
tino se ciñe a los pueblos y, específicamente, al de los mexicanos. Los males y las desgracias se irán profundizando a medida que el proyecto pachequiano avance y se refuerce su sentimiento apocalíptico, hasta el punto en que el poeta finalice expresando: “Todo es nunca por siempre en nuestra vida” (“Los días que no se nombran”, 2010, p. 721). En este sentido, Pacheco comienza a construir una red de figuraciones estéticas que van delimitando una “poética de la destrucción” que se vincula con lo que Gaston Bachelard sostiene en La poética del espacio.3 El filósofo examina las imágenes literarias del “espacio feliz”, es decir, aspira a determinar “el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios defendidos contra fuerzas adversas, de los espacios amados” (Bachelard, 1975, p. 28). Sin embargo, también alude (aunque no es el propósito principal de su análisis) a los espacios de hostilidad (del odio y del combate) que “pueden estudiarse refiriéndose a materias ardientes, a las imágenes del apocalipsis” (1975, p. 28). Justamente, es en la tensión entre lo poético y la destrucción donde se encuentra la clave para profundizar dichas configuraciones en los textos pachequianos. El reposo del fuego [1963-1964] está dividido en tres partes numeradas (I, II y III), ninguna está titulada y cada una de ellas contiene quince poemas, lo cual nos lleva a pensar que esta forma de organización podría haber sido ideada y concretada por su autor en las incesantes reescrituras que, según él ha confesado, estaba acostumbrado a realizar sobre sus producciones.4 No debemos buena recompensa. El hecho de ubicar al personaje, Job, en un país lejano permite pensar su drama, recibir padecimientos sin causa alguna, como el de todos los hombres. El propósito de esta historia es mostrar la bondad de Dios; el amor de su servidor es desinteresado, por lo tanto, no se mide por los bienes que recibe de Dios. José Emilio Pacheco resemantiza una parte del cuarto discurso de uno de los amigos de Job, Eluhú, quien, a pesar de no ser mencionado en el prólogo del libro como a los otros tres: Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamá, se encarga de expresar la sabiduría y la misericordia de la providencia divina. 3 Entendemos el término “poética” al conjunto de elecciones hecha por un autor entre todas las posibilidades literarias: en el orden de lo temático, de la composición y del estilo (Ducrot y Todorov, 1995, p. 98).
La actividad de revisión y reescritura fue constante durante toda la vida de José Emilio Pacheco. Volver sobre lo escrito, repensar y escribir de nuevo le permitió afianzarse en su oficio como escritor. A propósito de la publicación de una nueva versión del libro de cuentos El viento distante, concede una entrevista donde reflexiona sobre esta tarea incansable a la que nunca decidió renunciar porque detrás de ella hay una responsabilidad ética con los lectores; Pacheco 4
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olvidar que la actividad literaria del poeta se combinó de manera simultánea con su tarea de narrador y de periodista cultural. A la fecha de la edición de El reposo del fuego [1963-1964], José Emilio Pacheco ya había dado a conocer dos libros de relatos: La sangre de la Medusa (1958) y El viento distante y otros relatos (1963) y, pronto, saldría a la luz su novela experimental Morirás lejos (1967).5 ¿Qué significados entraña para José Emilio Pacheco la figuración literaria de la destrucción?, ¿a través de qué recursos literarios se configura esta imagen poética que refiere a diferentes tradiciones culturales? y ¿cómo se posiciona el poeta frente a un mundo en constante destrucción? son las preguntas que este artículo intentará responder a partir de un corpus de poemas extraído del segundo poemario del escritor mexicano. Además, se complementará este análisis con el abordaje de la primera parte de Miro la tierra [1984-1986], “Las ruinas de México”, debido a que refiere a un hecho concreto y preciso de destrucción: el terremoto que afectó a la ciudad de México el 19 de septiembre de 1985.
Poesía y destrucción El primer texto de la segunda producción poética se inicia con la descripción de una serie de hechos brutales que la propia voz lírica encuentra como inexplicables.6 Rodeadas por el desastre, las imágenes de la catástrofe se materializan en la pesadumbre de la sangre y en el hosco rumor del aire, donde “la incendiaria sed del tiempo” (Pacheco, 2010, p. 37) no conoce otra posibilidad que el desgarramiento del mundo, las ciudades. Los presagios ominosos abren la primera parte de este poemario que se
se responsabiliza de la lectura y, por lo tanto, de la versión que entregará (2000, s.p). Para profundizar la trayectoria narrativa de José Emilio Pacheco, se puede consultar los artículos críticos contenidos en Verani (1994) y Cannavacciuolo (2014). 5
6 Si bien el yo lírico, sostiene Käte Hamburger, no es una correlación de la figura del autor sí se define como un sujeto real debido a que la experiencia que transmite a través de la poesía se presenta como experiencia vivida, nunca ficticia (1985, p. 157-195). Walter Mignolo agrega que se puede pensar la relación entre el hablante lírico y su autor a partir del estudio de su metatexto ya que provee el pensamiento del poeta sobre el acto de creación poética. El paradigma conceptual, como él denomina al metatexto, justifica el uso de determinados procedimientos por el creador (paradigma estructural) (1982, p. 148).
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La espacialización de la destrucción en la poesía de José Emilio Pacheco
combinan con una serie de imágenes que auguran un tiempo adverso: Nada altera el desastre: llena el mundo la caudal pesadumbre de la sangre. Con un hosco rumor desciende el aire a la más pétrea hoguera y se consume. (37). El uso de los dos puntos en el primer verso ya insiste en la definición de lo que permanecerá: la inmutabilidad del desastre, el reposo, como expresa el título, del fuego. Fuego: figuración de una permanencia, de un presente en llamas, y, a la vez, de una continuación que se proyectará hacia el futuro. La adjetivación que sostienen los primeros versos recupera el fastidio que intenta transmitir la voz poética quien se presentará de manera expresa en el segundo poema. El aire es símbolo de lo que se consume y no volverá, debido a que la hoguera, otra manera de nombrar al fuego, todo lo devasta. El poeta, desde su lugar marginal, rompe las ataduras; grita su dolor frente a un infausto destino que no puede evitar; “la realidad carnívora e intacta” (2010, p. 37) lo asedia, lo encierra. El lenguaje alude a una realidad tremenda y el poeta se presenta, esta vez, desde el sufrimiento no solo propio sino también de su pueblo que, como él, es víctima de “la cortante / voracidad que extiende el deterioro” (2010, p. 38) y aún no comprende lo que contempla. La mirada de lo incomprensible es atravesada por el cromatismo y la sonoridad que imprimen la tormenta y los relámpagos que, al gestar una atmósfera que enfatiza las heridas provocadas por el desastre, plasma un yo poético quebrado, herido: No hay nada que soporte sin hendirse la tempestad del siglo, la cortante voracidad que extiende el deterioro. Se hunde el cielo, redobla la tormenta. Dondequiera relámpagos se prenden, cicatrizan el aire, se desploman en la boca sin fin de las tinieblas. –170–
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4 Miro sin comprender, busco el sentido de estos hechos brutales. (38). Si bien parte de la crítica, de Villena (1986) y Doudoroff (1987), afirma que el conjunto de poemas que compone este libro responde a expresiones que exploran el hermetismo, la abstracción y la reflexión, varias son los recursos retóricos que van conformando una representación más explícita y acabada de una ciudad que experimenta su ocaso. El uso particular del lenguaje nos conduce a un suceso que, si bien no es exclusivo del pueblo mexicano, sí refiere a una circunstancia que determinó para siempre el relato de su historia: el desembarco de los españoles en las tierras americanas. La referencia no es directa, como en otros poemarios, pero sí insinúa un ejercicio severo y riguroso del poder y de la autoridad. El poema 5 de la primera parte se inicia con el adjetivo “irrespirable” que, junto con la palabra “vaho” que cierra el verso, describe una situación de ahogo. La “procesión”, también enunciada en el primer verso, de lo asfixiante se halla rodeada de términos que connotan una confrontación, que, en pares antitéticos, sugieren significados opuestos. La presentación de una serie de expresiones que se ligan con el desenlace y la consumación de un hecho o proceso, “coloniza el cristal cuando se abate, / para encender el campo en la semilla (38)”, implica, no obstante, como el cierre del poema anuncia, un nuevo renacer: “la lluvia intemporal, forma del aire, / el agua que renace de sí misma” (2010, p. 39). Las sucesivas interpelaciones del poema siguiente, acompañadas de repeticiones que ponderan la súplica, regresan sobre ese vaho irrespirable pero ya figurado en un “otro” que sufre y, a gritos, clama la atención que le permita la calma de su sufrimiento: ¿Quién a mi lado llama? ¿Quién susurra o gime en la pared? Si pudiera saberlo, si pudiera alguien pensar que el otro lleva a solas todo el dolor del mundo y todo el miedo (2010, p. 39). El dictador, el todopoderoso que surge en la composición posterior parece señalar al gestor de los padecimientos de ese “otro”, indeterminado e inde–171–
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finido. El cuerpo encarna la degradación, la ruina lo degenera. Las imágenes olfativas y visuales confluyen en el organismo ultrajado de una víctima que, al parecer, solo será esqueleto: El dictador, el todopoderoso, el que construye los desiertos mira cómo nacen del cuerpo los bestiales ácidos de la muerte y es roído por el encono mártir con que tratan los años de hormiguearlo al precipicio, a la fosa insaciable en donde humea anticipada lucha su esqueleto (2010, p. 39). La presencia de las ratas y de los gusanos precipitan la degradación del cuerpo (y del mundo que ya se hará presencia en el poema 8) concentrada en los vocablos “aprestar”, “desbordar”, “deshacer” que, al mismo tiempo que precisan las particularidades de estos animales, aceleran el avance de la destrucción en general: Oye a veces correr bajo el palacio las punitivas ratas que se aprestan a desbordar el suelo y fieramente deshacer la soberbia. Y los gusanos, envidiosos del topo, urden la seda, la voraz certidumbre del sudario (2010, p. 39). Frente al mundo, “en vilo”, que “azota sus cadenas” (2010, p. 40) aparece un yo que usa las posibilidades que le da la lengua: la denuncia de la tempestad y de que el polvo es la materia de todas las cosas, el testimonio de los objetos vejados.7 La imprecisión afecta también a ese yo que habla porque no tiene nombre; El poema III de Octavio Paz de Bajo tu clara sombra [1935 - 1938] propone mostrar a un “tú”, la amada, el mundo que se le presenta frente a sus ojos y los primeros versos mencionan el polvo como parte de sus elementos constitutivos: “Mira el poder del mundo, / mira el poder del polvo, mira el agua” (1960, p. 19). A diferencia de la mirada negativa que sostiene Pacheco sobre el polvo debido a que es estampa de las destrucciones pasadas y, también, presagio de lo que vendrá, Paz se une a la tierra mediante su canto poético. 7
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sin embargo, pese a ello, emprende una búsqueda que consistiría en, a modo de antítesis, nombrar ese “rastro fugaz” (2010, p. 40) que provoca la destrucción. Nombrar es un modo de recordar; el olvido impide hablar sobre lo destruido, sobre el mundo en ruinas. Sin embargo, el lenguaje es el artefacto más eficaz para recuperar lo olvidado y lo silenciado; el poeta, por medio de su lenguaje estetizado, indaga las huellas de los daños provocados: Y yo, sin nombre, busco un rastro fugaz, quiero un vestigio, algo que me recuerde, si he olvidado, la secreta eficacia con que el polvo devora el interior de los objetos (2010, p. 40). Finalmente, la escritura se hace presencia; la sucesión de los adjetivos y la inserción del sustantivo “acecho” en el primer verso del Poema 9 aceleran su ritmo y, simultáneamente, otorgan a las palabras un impulso que interviene como una metáfora tan arrasante como la destrucción misma: “Y embozado, recóndito, al acecho, / sobreviene el intenso garabato, / el febril desdibujo de la muerte” (2010, p. 40). La descripción precisa constituye el hilo que enhebra cada uno de los versos del siguiente poema. La afirmación del primer verso abre una serie de imágenes que testifican el poder de la destrucción: montañas, seres y flores vivifican la sangre y el humo que “alimentan las hogueras” (2010, p. 40). La organización irregular y el encabalgamiento tienen como resultado la focalización de ciertos términos que aspiran a exacerbar el ambiente fatal de la destrucción, “nada mella el fulgor” (2010, p. 40). La piedra, símbolo de lo que fallece, funciona como sinónimo del polvo: marca, también, del destino final de los seres, quienes se transfiguran en viento: figuración de la expiración La tierra es sitio de alabanza, la nombra su lengua y es el recinto ideal para su residencia; hay un sentir de la tierra que implica toda la corporeidad del yo lírico: Atado a este cuerpo sin retorno te amo, polvo mío, ámbito necesario de mi aliento, ceniza de mis huesos, ceniza de los huesos de mi estirpe (Poema V, p. 22).
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de la vida y de que el mundo, como afirma José Miguel Oviedo, arde en una hoguera que es apocalíptica, el fuego es caracterizado como una danza mortal que propaga el desastre por todas partes y, en efecto, no hay nada que atenúe las proporciones del holocausto (Oviedo, 1994, p. 47). Un holocausto, como dejan entrever los últimos versos, que no cesa por la inquebrantable circularidad del tiempo: Sólo las flores con su orgullo de círculo renacen y pueden esplender, soltar su aroma y nuevamente en polvo convertirse (2010, p. 41).8 La muerte es un tema constante en la poesía de José Emilio Pacheco, y es un tópico que nos traslada a Europa, particularmente a la Edad Media, momento en que la muerte simbolizaba, para el hombre, un temor difícil de disimular. El miedo a la muerte estaba acompañado por otras dos turbaciones: el Juicio Final y el infierno. Las representaciones de la danza macabra, en efecto, proponían disipar semejantes tormentos y fue desde el siglo XIV hasta el XVI el tema más popular de la poesía, el teatro, la pintura, las artes gráficas y los libros de hora (Westheim, 2005, p. 50). La posibilidad de la ruina, la destrucción y la inminente llegada del apocalipsis se plasman en el caos en que, según Paul Westheim, se hundió la Edad Media, particularmente a partir del siglo XVI, época de gran mortandad debido a la Peste Negra, las hambrunas y las guerras. Como asevera Ana Luisa Haindl Ugarte:
8 Giorgio Agamben reflexiona sobre el término holocausto y cree que es totalmente erróneo su uso y justifica su pensamiento a partir de la historia de dicha palabra: (“El testigo”, 2000, p. 15). El uso del término holocausto no funciona como expresión adecuada para reflexionar sobre el cruel exterminio de los judíos, ya que en ella se deja asentado, según la tradición histórica del término, la animadversión hacia el pueblo judío. Por último, equiparar las cámaras de gas al sacrificio en un altar es definido por Agamben como “irrisorio” e inaceptable (2000, p. 16). A pesar de que el holocausto judío no está representado en los poemas que estudiamos en este capítulo, sí está presente en parte de la obra narrativa de José Emilio Pacheco, tal como ocurre en su novela Morirás lejos. Sobre esta novela, consultar: Morales Faedo (2006); Broad (2006); Zanetti (2002); Dorra (1994); Glantz (1994); Jiménez de Báez (1994); y Giordano (1985).
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Durante el siglo XIII, la actitud ante la vida era más bien optimista, porque se vivía una época de progresos, desarrollo urbano, auge económico, un aumento de la población, etc. Sin embargo, el siglo XIV se nos presenta como época de crisis. Es entendible entonces, desde esta perspectiva, que se genere en la mentalidad de la época un ‘pesimismo’ e incluso un ‘miedo a la vida’. Esto también repercute en la idea de la muerte, no porque este miedo a la vida la haga más deseable, ni prepare mejor a la gente cuando le llegue ese momento, sino que la hará más presente, más ‘cotidiana’ (Haindl Ugarte, 2009, p. 134). En Pacheco, en efecto, la muerte siempre está presente, amenaza la integridad del cuerpo, por lo tanto, este se constituye en evidencia de la ruina. En él su crudeza se explicita; constituye la “mala vasija” (Poema 11, 2010, p. 41), donde se depositan la “eterna insaciedad y deterioro” (2010, p. 41). Las preguntas retóricas no dejan de insistir en la finitud de la vida, en el aciago final anunciado insistentemente que, a modo de oxímoron, implica el vivir para morir: “¿Sólo perder ganamos existiendo?” (2010, p. 41).9 Las imágenes 9 La meditación sobre la vida retirada y la antítesis vida/muerte corresponden a tópicos representativos de la poesía de Francisco de Quevedo (1580-1645). Junto con el motivo de la aurea mediocritas, la reflexión sobre la vida fuera de las grandes urbes se enlaza con el entusiasmo que generan las ventajas de la vida campestre, la tranquilidad de la vida espiritual y los placeres rústicos. De esta manera, Quevedo se ubica en una tradición literaria ya cultivada por Virgilio, Horacio, Tibulo, Séneca, entre otros. Quevedo vincula su insistente tema de la muerte con el retiro hacia el ámbito campestre. La vivencia del traslado desde la ciudad hacia el campo está atravesada por la meditación sobre el arribo, inevitable, de la muerte (Rey, 1997, p. 191). A modo de ejemplo, el soneto “Miré los muros de la patria mía” tematiza, a través de una serie de anuncios, la llegada inminente de la muerte. La finitud de la vida queda plasmada en los primeros versos que inician cada una de las estrofas del soneto: el desmoronamiento de los muros, el paisaje campestre donde los arroyos se van secando bajo el efecto del sol, la decadencia de la casa y el deterioro de un báculo y una espada. La meditación se cierra con la visión de la muerte, nada ni nadie puede impedir su llegada: “Vencida de la edad sentí mi espada, / y no hallé cosa en qué poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte” (Quevedo, 1945, p. 38), como tampoco, su perduración después de ella. La obsesión por la llegada de la muerte no implica la desaparición total del poeta; entre el polvo y las cenizas, el poeta se resiste a desaparecer totalmente del mundo, como en el conocido como “Lamentación amorosa y postrero sentimiento del amante” (1945, p. 24):
No me aflige morir, no he rehusado acabar de vivir, ni he pretendido
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del mundo estéril y desolado se conjugan con una serie de elecciones léxicas que comunica la experiencia genuina de la destrucción mediante un tono que sentencia un futuro, próximo, fatal: Nada regresará cuando la tierra se aposente en la boca y enmudezca con su eco atroz la oscura letanía (2010, p. 41). La voz poética se presenta vacilante, aún no sabe cuáles son los motivos de semejante “castigo” que recae sobre los pueblos y la naturaleza.10 Sus dudas se canalizan en las reiteradas interrogaciones que se acoplan, sin embargo, con afirmaciones irrevocables. Entre la vacilación y la sentencia se va construyendo la voz poética de este segundo poemario de José Emilio Pacheco:
alargar esta muerte, que ha nacido a un tiempo con la vida y el cuidado. Siento haber de dejar deshabitado cuerpo que amante espíritu ha ceñido, desierto un corazón siempre encendido donde todo el amor reinó hospedado Y en “Amante desesperado del premio y obstinado en amar” (1945, p. 17): Del vientre a la prisión vine en naciendo, de la prisión iré al sepulcro amando, y siempre en el sepulcro estaré ardiendo Walter Nauman asevera en relación con esta facultad de no olvidar del poeta: “Lo que el alma no olvidará es aquello por lo que en la vida ardía; es el ardor, el fuego, la llama […] de ese amor suyo que no obedece a ley alguna y sabe nadar aun el agua fría de la muerte y del olvido” (1978, p. 334). En la naturaleza también se plasma el poder destructivo de la muerte y, así, comparte este destino trágico con el hombre. Si por momentos parece estar exenta de la degradación, tarde o temprano, su destino es el polvo. Este tratamiento de la naturaleza, planteado en una cita ya consignada, “Sólo las flores / con su orgullo renacen / y pueden esplender, soltar su aroma / y nuevamente en polvo convertirse” (2010, p. 41), se vincula con lo que sostiene Ernst Curtius sobre la invocación de los elementos y las fuerzas de la naturaleza. En el teatro de Sófocles, siguiendo el estudio de investigador alemán, los héroes no aluden a los componentes de la vida natural como divinidades, sino como seres humanizados que participan en los sentimientos humanos, en el padecer del poeta (1955, p. 139). En el caso de la cita de José Emilio Pacheco, las flores, como los hombres y el poeta, son atravesados por la finitud de la vida. 10
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¿qué codicia a la vida está cercando, con qué cara morir, cuál sacrificio reclama la ceniza y, por ahora, qué humillaciones, muerte, has aplazado? (2010, p. 41).11 La sentencia se ancla en la rebeldía, en la posibilidad de doblegar el destino ya marcado para el mundo y sus hombres.12 Hacia el final de la primera parte de este poemario ya se vislumbran las primeras señales de una historización de la poesía pachequiana; el sometimiento, el autoritarismo, la humillación y el desastre aparecen en claves poéticas que se aproximan a la tematización del pasado mexicano: ¿Cuántos buitres carcomen nuestra vida? ¿Qué oscura esclavitud nos aprisiona? Cómo duelen la marca y el chasquido que hace el ávido hierro al someternos (2010, p. 42). Las preguntas que inician el poema introducen la situación de violencia que asedia al hablante lírico, pero, además, dicho padecimiento se extiende hacia un “nosotros”; el uso del tiempo presente y el empleo de los verbos “carcomer” y “aprisionar” intensifican el cerco que arresta que, junto con los “buitres” y la “oscura esclavitud”, coartan la posibilidad de cambio. Los primeros cuatro versos manifiestan un tono grave, hasta trágico, que subsume la libertad al “ávido hierro” (2010, p. 42) que somete; provoca un sentido de desgaste de los elementos; induce, como asevera Alicia Genovese (2011, p. 57) “un movimiento de descenso, de desplome, de 11 La ceniza como imagen es recurrente en el proyecto poético pachequiano. Pacheco se enfrenta a una historia que necesita ser contada; una historia, en palabras de Jacques Derrida, sobre “esa vieja palabra gris, ese tema polvoriento de la humanidad, la imagen inmemorial” (2009, p. 17). La ceniza, reservorio del ser y de la memoria, se presenta aquí, en el presente, por lo tanto, exige ser relatada y no ser “memoria perdida para lo que ya no es de aquí” (2009, p. 17). 12 La posibilidad de dominar el destino para priorizar la libertad de los hombres constituye uno de los temas centrales del clásico español La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. Así, esta obra, escrita probablemente hacia 1630, reúne en el personaje de Segismundo la ocasión de vencer lo escrito por el destino. Los designios de las estrellas expresaban que Segismundo sería un rey tirano y malvado, en efecto, la decisión de su padre, Basilio, fue encerrarlo en una torre donde “vive, / mísero, pobre y cautivo” (2001, p. 56). Sin embargo, Segismundo logra enfrentar y vencer su sino al consagrarse, finalmente, rey de Polonia.
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cavado de los contenidos hacia su fondo oscuro, de corrosión de los referentes que son colocados bajo una luz subterránea, de interiores”.13 Sin embargo, luego de esta presentación infausta, surge una voz poética renovada que arenga a sus interlocutores: “Hay que lavar la herida, deshacerse / de la letra tatuada en nuestra sangre” (Pacheco, 2010, p. 42). La referencia a la “letra tatuada” puede leerse como una alusión al conquistador español quien empleó la escritura alfabética para establecer su poder en las tierras americanas y destruir los sistemas de notación autóctonos, definidos, por los españoles, como invenciones del demonio, fundador, según ellos, de las idolatrías indígenas (Lienhard, 1990, p. 54).14 El poema número 15 pondera la presencia de un hablante lírico enérgico y puede interpretarse como una secuencia del anterior ya que, si el precedente se caracteriza por un tono desgraciado, el siguiente compensa la presencia de un mundo destruido por un reposicionamiento del yo lírico que invita a la sublevación frente al pasado adverso: “No humillación ni llanto: rebeldía, / insumiso clamor. Toma la antorcha. / Prende fuego al desastre (2010, p. 43). El poema 7 de la segunda parte recupera la presencia de los españoles a través del uso de la segunda persona del plural. El uso de anáforas y la selección de los verbos connotan el avance enemigo y la inexcusable situación que, de a poco, se asienta sobre las “nuevas” tierras: En su libro Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco Alicia Genovese resalta la identificación del tono en la lectura de un poema como parte del proceso de significación que llevan a cabo los lectores cuando se enfrentan a este tipo de acto verbal: “El tono elige un registro de lengua, más o menos coloquial, más o menos formal; admite o no determinado léxico, determinado tratamiento; convoca con su lógica. Carga o descarga de su significado primero a las palabras, desplaza sus denotaciones y sus connotaciones, abre los contenidos, crea significado, induce un sentido” (2011, p. 57). 13
14 La “letra tatuada” también puede aludir a una de las prácticas más crueles que ejercieron los españoles en el territorio americano. Martín Lienhard expresa que, impacientes por dejar huellas del mundo conquistado y legitimar, de este modo, el “poder” de la escritura, los europeos inscribían su autoridad en los rostros de los autóctonos (1990, p. 52). Otra posible interpretación se ancla en la colonización desarrollada por los españoles sobre los patrimonios orales y pintados de los indígenas. Serge Gruzinski explica que, a pesar de ser culturas de lo oral, los pueblos del centro de México desarrollaron un modo de expresión gráfica mediante glifos (esta práctica articulaba tres tipos de signos: pictograma, ideograma y signos fonéticos). La Conquista española provocó la destrucción de estas manifestaciones vernáculas, además de la demolición sistemática de los templos, de las instituciones educativas y la persecución de los sacerdotes indígenas (1995, p. 18-23).
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Algo crece y se pierde a cada instante. Algo intenta durar mientras observo la forma indescifrable en que la arena dibuja la inscripción de su agonía (2010, p. 47). La inscripción de la agonía sobre la tierra, en este caso, metaforiza y anticipa la masacre venidera, descripta y narrada en poemarios posteriores. La llegada se aproxima en la figura de la “permanencia del oleaje” y en la representación del límite del mar, aludido “cuando el mar en desierto ha terminado” (2010, p.47). Ya el poema contiguo pone en primer plano la presencia de “ellos”. El yo lírico se ubica en un “aquí” que se entiende como el sitio a donde “ellos” arribaron. La naturaleza no se presenta como una amenaza; nada detiene el apetito de lo que aún el poeta no se anima a mencionar: Aquí desembarcaron, donde el río al encontrarse con el mar lo lleva tierra adentro, de nuevo hacia la fuente, el estuario secreto en las montañas (p. 47). Solamente se mencionan el terror, la miseria y la sangre derramada. Las consecuencias para los nuevos habitantes se traducen mediante imágenes crudas que exaltan la crueldad de los colonialistas: “Mira a tu derredor: el mundo, ruina / Sangre y odio la historia. Hambre y destierro” (2010, p. 47).15 En esta 15 El término hambre cobra relevancia si consideramos la peste (la viruela) que azota a los mexicas luego de que los españoles huyen de Tenochtitlan (la llamada “Noche Triste”, ocurrida el 30 de junio de 1520). Víctimas de la mortal enfermedad, muchos sucumbieron por hambre: “Cuando se fueron los españoles de México y aun no se preparaban los españoles contra nosotros primero se difundió entre nosotros una gran peste, una enfermedad general. […] Era muy destructora enfermedad. Muchas gentes murieron de ella. Ya nadie podía andar, no más estaban acostados, tendidos en su cama. No podía nadie moverse, no podía volver el cuello, no podía hacer movimientos de cuerpo; no podía acostarse cara abajo, ni acostarse sobre la espalda, ni moverse de un lado a otro. Y cuando se movían algo, daban gritos. […] Muchos murieron de ella, pero muchos solamente de hambre murieron: hubo muertos por el hambre: ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otros se preocupaba” (León Portilla, 1972, p. 101). La palabra destierro, por otra parte, puede ser interpretada con lo que sucederá posteriormente, el momento en que los españoles reaparezcan en la escena mexicana para asediar nuevamente a sus habitantes y, así, “desterrar” a los mexicas de sus hogares. En relación con este último aspecto, el siguiente icnocuícatl (“cantar triste”) expresa el desconsuelo de sus habitantes
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segunda persona del singular del último verso se reconoce un testigo del poeta; es su interlocutor, su confesor a quien le revela la verdad y a quien exhorta la pregunta que cierra el poema: “¿nos iremos también sin hacer nada?” (2010, p. 47). La segunda parte profundiza el sentimiento doloroso. La enumeración de los términos del primer verso del Poema 1 opera como parte de ese polvo que refluye sobre cada una de las cosas. Podríamos decir que “moho, salitre, pátina” (2010, p. 44) guardan una relación unívoca porque, aquí, son sinónimos que buscan responder (aunque sin éxito) la pregunta siguiente. El lenguaje parece no abastecer las sucesivas perplejidades del yo lírico quien, frente al desastre, recurre una vez más a la interpelación hacia un “tú” como interlocutor de la oración interrogativa: “¿Qué obstinado roer devora el mundo, / arde en el transcurrir, empaña el día / y en la noche malsana recomienza?” (2010, p. 44). “Devorar”, “roer” y “arder” confluyen en un campo semántico que se acopla a los primeros términos expresados; estos últimos originan los anteriores luego del desastre, luego de que el fuego “esculpe en fuego nuestro tiempo” (2010, p. 44).
La mirada del poeta frente a la destrucción La acumulación de imágenes sobre la destrucción es lo que predomina en este segundo poemario. Si bien las alusiones a México son vagas (no ocurrirá lo mismo en la tercera parte), las referencias, a pesar de ser indirectas, se restringen al “nosotros inclusivo”, habitante de uno de los pueblos que desaparecen, anunciado en el epígrafe de Job. Así como Francine Masiello asevera que los susurros y los ritmos corresponden al hilo conductor del poema (2013, p. 173), en Pacheco identificamos la cromatización como frente a la contemplación de Tenochtitlan arrasada y la incertidumbre de cuál será su destino a partir de tan irremediable fatalidad: El llanto se extiende, las lágrimas gotean allí en Tlatelolco. Por agua se fueron ya los mexicanos; semejan mujeres; la huída es general. ¿Adónde vamos?, ¡oh amigos! Luego ¿fue verdad? Ya abandonan la ciudad de México: el humo se está levantando; la niebla se está extendiendo… (p. 165).
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mecanismo para transformar los objetos en materia poética. Su mirada va tiñendo cada uno de los objetos que percibe; el tono del poema depende de los colores que el poeta imprime a cada una de sus percepciones. Las producciones son atravesadas por la mirada del poeta y esto se plasma en las reiteradas apariciones del verbo “ver” o el sustantivo “mirada” que, junto con la cromatización que van obteniendo sus poemas, circunscribe la destrucción en un campo semántico que, con variantes, se reitera en la totalidad de su proyecto poético. Los siguientes versos se erigen como advertencias, en las que el sentido de la vista es el responsable de disipar y distinguir los elementos de la noche. El poeta guía la mirada del lector que comprende la acción de acercarse a la noche, “donde el alba / y su tropel / esperan que amanezca” (2010, p. 45). Mediante la sucesión de infinitivos (“no alzar”, “ver” y “disipar”), el poeta hace uso de su voz y, con ella, desea atraer la mirada del otro (el lector) quien lo contempla en la noche lúgubre, cualidad enfatizada por la “coloración” que las tinieblas le atribuyen. A modo de antítesis, la oscuridad se opone a la luz que, imaginada, desea, infructuosamente imponerse y, por su carácter inventado, resalta más aún las tinieblas. La claridad es una ilusión de la “mirada” que, en el poema siguiente, retorna a los mundos que vuelven a hendirse (2010, p. 46). No obstante, el poeta se resiste a ver lo que sus ojos comunican. Es una mirada esquiva; que desea (aunque no puede) soslayar lo que, inevitablemente, ven sus ojos: “Todo lo empaña el tiempo y da al olvido. / Los ojos no resisten / tanta ferocidad” (2010, p. 48). La luz, ahora, anuncia el fuego y el hecho de reconocerla como “áspera llama” presume un sentir de la destrucción en el momento que esta “devora los perfiles de las cosas” (2010, p. 48). La sensibilidad y la emoción de ver lo nunca visto se comunica también a través de los ojos del otro que está junto con el poeta; recurrir a un adjetivo en grado superlativo, redundar en el pronombre posesivo e insertar un encabalgamiento entre el octavo y noveno verso incrementa el impacto emocional de la experiencia de la destrucción: Y enmedio tanta muerte, …………………. esos tus ojos. Ojos tuyos tristísimos: han visto lo que nunca miré (2010, p. 48). –181–
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La metáfora aposicional que cierra el poema también concentra la angustia y la zozobra del poeta; la acumulación mediante la enumeración muestra los rasgos más sobresalientes de ominosa realidad: “Todo lo empañan. / Todo es olvido, sombra, desenlace” (2010, p. 48). La imagen, en términos de George Didi-Huberman, arde en su contacto con la realidad (2007, s.p). En el mirar del poeta existe la posibilidad de una realización, la emergencia de reconocer entre los rescoldos de la imagen una situación de opresión, en efecto, el poema comunica una experiencia de lo real que se vivifica en la enumeración de sustantivos que cierra el poema; dicha sucesión comunica el sentimiento pesimista del poeta: la banalidad de la existencia humana se resume en el encadenamiento de los términos, donde el “desenlace” es el último eslabón de una secuencia marcada por el “olvido” y la “sombra”. Continuando con esta reflexión, Pacheco hace uso de las posibilidades de la lengua para registrar sus temores en relación con el inevitable transcurrir de la destrucción y su deseo de expresar e interrogar mediante las imágenes ese mundo que se demuele frente a sus ojos. Junto con la cromatización que atraviesa las creaciones líricas, la ceniza y la sombra también deslucen el ambiente aludido. La imagen de la “hoja quemada” del poema 6 se ajusta a la “ácida incertidumbre” que todo lo devora. La memoria no está límpida; está ensombrecida por los resabios de la ceniza, tal como el árbol cuya sombra es humo y es polvo: Y es noviembre en el aire hoja quemada de un árbol que no está y aún se dibuja en la sombra que en humo se deshace (2010, p. 46). En los últimos poemas que cierran la segunda parte del poemario, predominan las preguntas sobre el por qué y el para qué de semejante sufrimiento. El poeta se ve enclaustrado por sus propias elucubraciones, sin embargo, no obtiene respuestas. Sus pensamientos no son refutados; acude a la sinonimia para nombrar el calvario en el que vive: ¿Para qué estoy aquí, cuál culpa expío, es un crimen vivir, el mundo es sólo calabozo, hospital y matadero, ciega irrisión y afrenta al paraíso? (2010, p. 49). –182–
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El poema siguiente continúa con las cavilaciones, sin embargo, la poesía se le vuelve huidiza: “Y no es esto / lo que intento decir. Es otra cosa” (2010, p. 49). Sin embargo, el último trazo incluye un último reclamo. Frente a la imposibilidad de salvar el mundo del desastre, se invoca a la Tierra mediante un lenguaje abierto y libre de rodeos retóricos. La enunciación en tiempo presente junto con las distintas conjugaciones del verbo “consolar” vuelven sobre la manifestación de ese “nosotros inclusivo” que desde el ahora se lamenta por el pasado pero se proyecta en el mañana. Sus palabras, frente a los rostros de la destrucción, claman desesperadamente: Haz que nadie mañana –algún mañana– tenga ocasión de repetir conmigo mis palabras de hoy y mi vergüenza (2010, p. 50). Hacia el cierre del poema, aparece nuevamente la Biblia funcionando como intertexto, en este caso, se parafrasea el versículo veintiséis del capítulo siete del Libro de Ezequiel16 que corresponde a la caída de Israel; la ruina de esta ciudad se equipara a la caída de la ciudad a que alude Pacheco. La Biblia expresa: “Quebrantamiento vendrá sobre quebrantamiento, y habrá rumor 16 Ezequiel corresponde a una de las víctimas de la deportación que ocasionó en el año 597 a. C el rey de Babilonia, Nabucodonosor. El lugar de su destierro fue una colonia de exiliados ubicada en Tel Aviv, una población situada junto al río Quebar, en las cercanías de Babilonia. En este lugar vivió junto con su esposa y allí tuvo la visión que lo convirtió en profeta y, de este modo, a lo largo de más de veinte años, entre el 593 y el 571 a. C, ejerció su actividad profética. Él es quien se empeña en destituir las falsas expectativas de sus compatriotas en el exilio, quienes creen que Jerusalén (la “Ciudad de Dios”) nunca sucumbirá ante al ataque de los enemigos. Debido a los pecados que se han cometido en ella, su ruina está decidida. En ella reinan la idolatría, la injusticia y la violencia: “Así ha dicho Jehová el Señor: Esta es Jerusalén; la puse en medio de las naciones y de las tierras alrededor de ella. / Y ella cambió mis decretos y mis ordenanzas en impiedad más que las naciones, y más que las tierras que están alrededor de ella; porque desecharon mis decretos y mis mandamientos, y no anduvieron en ellos. / Por tanto, así ha dicho Jehová: ¿Por haberos multiplicado más que las naciones que están alrededor de vosotros, no habéis andado en mis mandamientos, ni habéis guardado mis leyes? Ni aun según las leyes de las naciones que están alrededor de vosotros habéis andado. / Así, pues, ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo estoy contra ti; sí, yo, y haré juicios en medio de ti ante los ojos de las naciones. / Y haré en ti lo que nunca hice, ni jamás haré cosa semejante, a causa de todas tus abominaciones. / Por eso los padres comerán a los hijos en medio de ti, y los hijos comerán a sus padres; y haré en ti juicios, y esparciré a todos los vientos todo lo que quedare de ti” ([Ezequiel]: 5:5 a 5:10).
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sobre rumor…” ([Ezequiel] 7:26) y el poema: “Rumor sobre rumor. Quebrantamiento / de épocas, imperios” (2010, p. 50). Si la segunda parte cierra con la caída de una ciudad, la tercera abre con su nominación. Ya no se alude a ella por medio de inferencias, la ciudad es, de manera explícita, México: “Bajo el suelo de México se pudren / todavía las aguas del diluvio” (2010, p. 51). Como se puede apreciar, el léxico empleado connota una situación de encierro, de cercamiento que, si nos retrotraemos a la historia mexicana, puede aludir a la situación de asedio y sitio que sufrió Tenochtitlan. Desde esta lectura, en la primera parte del poema se puede dilucidar una metáfora de lo ocurrido la noche en que los mexicas (referidos en la primera persona del plural) fueron masacrados por los españoles, donde no estuvieron ausentes de ella los asedios que derivaron en una espectacular batalla naval, en la cual se segaron calles y canales para evitar el escape de los indígenas: “Nos empantana el lago, sus arenas / movedizas atrapan y clausuran / la posible salida” (2010, p. 51). La destrucción es vivida desde de las sensaciones que esta provoca sobre el cuerpo y los sentidos del sujeto; de ahí que se subraye el sentido del olfato y la vista en el poema a través del “brusco olor del azufre”, el “repentino color verde del agua bajo el suelo” (2010, p. 51) y la pudrición del agua del lago. Se trata de poetizar un final; la muerte de una ciudad que, aún en el presente, apesta por el olor nauseabundo de sus pútridas aguas, manchadas con la sangre conquistada que derivó en una identidad contradictoria (representada por el “agua y el “aceite”) que zanja “todas las cosas: / lo que deseamos ser y lo que somos” (2010, p. 52). Es interesante señalar el uso que realiza el poeta de los paréntesis; mediante ellos se repone parte de la historia y la geografía de la cultura precolombina. Por un lado, se presenta el lago de Texcoco figurado en la imagen “sol de contradicción” en referencia al carácter distintivo de sus aguas. Por naturaleza, las aguas de Texcoco eran salobres, sin embargo, los pobladores de México-Tenochtitlan introdujeron una serie de sistemas hidráulicos para abastecerse del agua dulce y, por lo tanto, potable del lago Xochimilco.17 También se hace referencia al mito que marca el origen del pueblo azteca, el recorrido de los mexicas para asentarse en Tenochtitlan. El poeta
17 El valle de México estaba construido por un sistema de lagos, cuya particularidad era el carácter distintivo de sus respectivas aguas. Los lagos de Xochimilco y Chalco contenían aguas duces, mientras que las de Texcoco, Zumpango y Xaltocan eran salobres.
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rememora el recorrido de los mexicas para asentarse en las tierras elegidas para ellos: un islote con una piedra, sobre la piedra un nopal y en él un águila. Romero Galván (1999) señala los años 1325 y 1521 como fechas claves debido a que aluden a dos realidades, a dos concepciones de mundo, una relacionada con el establecimiento de los mexicas tenochas en México - Tenochtitlan y la otra con la rendición del pueblo nativo frente a las huestes de los conquistadores. José Emilio Pacheco recupera el origen mítico de la capital del gran imperio y, de esta manera, afirma el sustento de una ciudad que ya había comenzado a existir antes de su conocimiento en la tierra:18 Sol de contradicción. (Hubo dos aguas y a la mitad una isla. Enfrente un muro a fin de que la sal no envenenara nuestra laguna dulce en la que el mito abre las alas todavía, devora Recordemos que las fuentes indígenas coinciden en señalar a Aztlán como el lugar de origen de los mexicas, quienes hacia mediados del siglo XIII hicieron su aparición en el Valle de México (León Portilla, 2010, p. 42). Aztlán se encontraba en una isla sobre la cual se presentaban unas construcciones y en el centro se destacaba un templo sobre el cual había un personaje, posiblemente una divinidad, que llevaba una flor en la mano. Recordemos que Aztlán estaba presidido por un tlahtoani, figura pública con poder legítimo. En esta ciudad se presentaba un dios tutelar, Huitzilopochtli, quien, por la situación de pobreza y explotación que vivía la población, ordenó que sus habitantes abandonaran la ciudad. Este dios los guiaría hacia una nueva ciudad, la futura Tenochtitlan. Este lugar, según las indicaciones del dios mencionado, debía fundarse sobre una isla en la cual debía erguirse un nopal, un tenochtli, y sobre él un águila devorando una serpiente (Romero Galván, 1999). Cabe destacar que tanto el nopal, como el águila y la serpiente corresponden a emblemas de la actual bandera de México. A continuación, transcribimos una de las versiones que dan cuenta del hallazgo del águila devorando la serpiente: 18
Llegaron entonces allá donde se yergue el nopal. Cerca de las piedras vieron con alegría cómo se erguía un águila sobre aquel nopal. Allí estaba comiendo algo. lo desgarraba al comer (León Portilla, 2010, p. 46).
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la serpiente metálica, nacida en las ruinas del águila. Su cuerpo vibra en el aire y recomienza siempre) (2010, p. 51). Por otro lado, se apela a los restos “de la pétrea / ciudad de Moctezuma” (2010, p. 52). En el par conformado por los términos “lago y lodo” se asienta la metáfora del pasado y del presente; funciona como epítome de la historia mexicana. El lago nos envía a un pasado glorioso, sin embargo, el lodo representa la violencia, el arrebato que fue avanzando sobre el lago y el hombre; el lenguaje advierte la “furia” del lodo mediante vocablos que sugieren la erosión causada por la empresa conquistadora: Tienen sed las montañas, el salitre va royendo los años. Queda el lodo en que yace el cadáver de la pétrea ciudad de Moctezuma. Y comerá también estos siniestros palacios de reflejos, muy lealmente, fiel a la destrucción que lo preserva) (2010, p. 52).19 19 Si el lodo se identifica con la muerte, con ese desenlace inevitable, no es incorrecto pensar esta imagen en diálogo con uno de los poemas a los que Pacheco más destacó en sus columnas y textos ensayísticos: Muerte sin fin (1939), “uno de los grandes poemas en nuestro idioma” (Pacheco, 1965, p. 33), “el gran poema de esa generación [Contemporáneos]” (Pacheco, 1966, p. 50) y que “…ha sido comparado a Le cimetière marin (Paul Valéry) y a Four Quartets (T. S Eliot) (Pacheco, 1988, p. 7). En el poema de Gorostiza es también el hombre quien está inmerso en el lodo que avanza sobre su existencia; una existencia que, endeble, persigue la búsqueda de una forma que justifique su vivencia:
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga, mentido acaso por su radiante atmósfera de luces que oculta mi conciencia derramada, mis alas rotas en esquirlas de aire, mi torpe andar a tientas por el lodo; lleno de mí-ahíto- me descubro en la imagen atónita del agua (Gorostiza, 2000, p. 111).
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La reflexión también incluye el recuerdo de Cuauhtémoc, último jefe azteca que Cortés asesina por temor a una conspiración que acabe con todos los españoles. Sin embargo, previo a este crimen, Cortés mantiene en cautiverio a Cuauhtémoc (junto con otros jefes de Texcoco, Tacuba y Tlatelolco) para interrogarlo, mediante la quema de los pies con aceite, sobre dónde se encuentra el oro de Moctezuma, el ansiado material que nutre la codicia española.20 La agonía de la ciudad, concentrada en oraciones lacónicas y repeticiones de vocablos, se ajusta a la mirada del poeta que, con melancolía, se frustra ante la que habita en el presente: La ciudad en estos años cambió tanto que ya no es mi ciudad, su resonancia de bóvedas en ecos. Y sus pasos ya nunca volverán (2010, p. 53). El poeta se lamenta ante la ciudad devastada, hecha de ruinas y lugares yermos; nada del pasado quedó en pie y el presente, depara, además, la desolación producto de un amor que ha fracasado: Todo se aleja ya. Presencia tuya, hueca memoria resonando en vano, lugares devastados, yermos, ruinas, donde te vi por último, en la noche de un ayer que me espera en los mañanas, de otro futuro que pasó a la historia, del hoy continuo en que te estoy perdiendo (p. 53). La desolación también impregna al poeta frente al paisaje del cual es testigo; desolación, aislamiento e incomunicación predominan en la noche mexicana, 20 El cautiverio de Cuauhtémoc y su posterior asesinato desmantelan las operaciones ficticias que sostuvieron los españoles una vez organizados en las tierras americanas. Los europeos reconocieron las ventajas de aliarse a los grupos dirigentes locales para usurpar y destruir su poder y, para llevar a cabo este objetivo, dejaron subsistir, por un tiempo, los señoríos autóctonos tradicionales. Bajo la condición de respetar la autoridad suprema del emperador o rey europeo y del papa se garantizaba el respeto de sucesión en el poder, aunque no su ejercicio. Cuando algún tlatoani desobedecía las órdenes españolas, la solución era asesinarlo, como el caso de Cuauhtémoc, o reemplazarlo por otro más dócil (Lienhard, 1990, p. 91).
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cuya temeridad parece acrecentarse “en las lúgubres / montañas del poniente…” (2010, p. 53). Desde un lenguaje llano y directo, el yo lírico expresa todo su sentir frente a “los latidos secretos del desastre” (2010, p. 54) que “arden en la extensión de mansedumbre / que es la noche de México” (2010, p. 55). Entre el pasado y el presente se va construyendo la trama poética de los últimos poemas de El reposo del fuego. La poetización de la noche21 se fusiona con el salvajismo de los conquistadores que continuamente miran desde “la furia / animal, devorante de la hoguera” (2010, p. 55) cuyos ojos, a modo de sinécdoque, representan la totalidad de su avaricia: Y al día siguiente sólo vestigios ya. Ni amor ni nada: tan sólo ojos de cólera mirándonos (p. 55). Aquí, observamos, cómo el imaginario poético sobre la noche es recuperado por nuestro poeta. Las imágenes sobre la nocturnidad también tienen su anclaje en la tradición mexicana, particularmente en las crónicas que relataron y describieron el avance y la conquista de los españoles. A modo de ejemplo podemos citar el momento en que Cortés avanza sobre Pánfilo de Narváez, quien, bajo las órdenes de Diego Velázquez, tiene la intención de apresarlo: Y como yo deseaba evitar todo el escándalo, parecióme que sería el menos yo ir de noche sin ser sentido, si fuese posible, e ir derecho al aposento del dicho Narváez, que yo todos los de mi compañía sabíamos muy bien, y prenderlo. […] Y así fue que el día de Pascua de Espíritu Santo, poco más de medianoche, yo di en el dicho aposento. (Añón, 2010, p. 217). Otro momento en el cual se presenta la poetización de la noche es cuando los españoles tienen la oportunidad de salir de Tenochtitlan (la ya referida “Noche Triste”, luego de siete días de enfrentamientos), sin embargo, los guerreros mexicanos los enfrentaron cuando huían por la Calzada de Tacuba. 21 La tematización de la noche reaparecerá en el poemario Miro la tierra [1984-1986] ya de manera explícita mediante la voz del sujeto lírico, quien la representa mediante las siguientes imágenes: “En sí misma la noche parece trágica. / (Las tinieblas, velos del mal; / la oscuridad, sinónimo de luto)” [1986] (2010, p. 329)..
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Algunos lograron escapar y se refugiaron en Villa Segura, ciudad donde planificarían, ayudados por los tlaxcaltecas, el sitio a Tenochtitlan: Cuando hubo anochecido, cuando llegó la medianoche, salieron los españoles en compacta formación y también los tlaxcaltecas todos. Los españoles iban delante y los tlaxcaltecas los iban siguiendo, iban pegados a sus espaldas. Cual si fueran un muro se estrechaban en aquéllos. (León Portilla, 1972, p. 91). La desolación y la orfandad que siente el sujeto poético pachequiano emparenta, además, esta poesía con la tradición del Romanticismo. La preferencia por paisajes solitarios y por ciertos momentos del día, como la noche, se vincula con el interés del espíritu romántico por lo misterioso y lo desconocido. Efrén Ortiz Domínguez estudia imágenes y motivos de la poesía romántica mexicana, entre ellos, las montañas. El acenso a ellas se vincula con la experiencia de lo sublime contemplativo, donde el sujeto, en su soledad, experimenta la comunión con la naturaleza; sin embargo, como en nuestro poeta, el paisaje está impregnado por el sentimiento melancólico (Ortiz D., 2008, p. 112). Las estrofas del poema siguiente presentan los efectos de la destrucción; el poeta contempla una ciudad hecha añicos, junto con un lago transformado en lodo. Estructurados a partir de preguntas que intentan dar respuestas a tantas muertes, a la fugacidad con la que despareció la belleza natural y urbana, el yo lírico apela al tópico literario ubi sunt para responder y denunciar semejante masacre: ¿Qué se hicieron tantos jardines, las embarcaciones y los bosques, las flores y los prados? Los mataron para alzar su palacio los ladrones. ¿Qué se hicieron los lagos, los canales de la ciudad, sus ondas y rumores? Los llenaron de mierda, los cubrieron para abrir paso a todos los carruajes de los eternos amos de esta tierra, de este cráter lunar donde se asienta la ciudad movediza, la fluctuante capital de la noche. (2010, p. 55). –189–
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México en ruinas: terremoto y destrucción El 19 de septiembre de 1985 las ruinas ya no se ocultan; el observador, desde la perspectiva de Walter Benjamin, no ve “una cadena de datos” sino “una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies” (2011, p. 10). Desde el título del poemario, Miro la tierra [1984-1986], Pacheco señala su facultad de mirar.22 Mirar la devastación provocada por el terremoto: los restos de los objetos y los cuerpos que yacen sin vida son los vestigios de lo terrible, de lo que duele nombrar, contar y describir mediante la poesía. Mirar el vacío, dice Georges Didi-Huberman; un vacío que concierne y constituye al poeta (1997, p. 15). Entre el lamento y la culpa, José Emilio Pacheco crea sus textos poéticos para intentar remediar su ausencia en el momento de la catástrofe. En términos de Jorge Monteleone (2004, p. 31), el poeta apela a la poesía para evocar el mundo, memorizarlo, retener lo vivido. Sin embargo, también, se propone mirar su objeto (en este caso la destrucción), con su opacidad elusiva, su contorno y su materialidad. A diferencia de lo que propone Giorgio Agamben (2007, p. 7) a partir de Walter Benjamin, el yo poético en Pacheco no se encuentra expropiado de su experiencia, es decir, él es capaz de hacer y transmitir, a pesar del horror, su vivencia frente a la catástrofe. Su relato, su palabra es la autoridad de su experiencia (Agamben, 2007, p. 9). José Emilio Pacheco en Miro la tierra [1984-1986] se propone fijar la mirada, detener su atención en la cadena de hechos infaustos que provocó el terrible (y temible) sismo; con calma y sin prisa el yo poético contempla los restos, lo que sobrevivió, detiene su atención en la tierra que “gira sostenida en el fuego” (2010, p. 308).23 Pacheco recupera un momento terrible; desea hacerlo visible mediante 22 El epígrafe de Rafael Alberti que abre el poemario también incluye el sentido de la mirada como primordial para intentar describir el escenario del terror; el poeta, mediante la apropiación textual y la incorporación en otro contexto de escritura, le confiere a la cita otro sentido. Los versos transmiten el sentir dramático del poeta que, a pesar de su tristeza y angustia, intenta registrar lo que sucedió: Miro la tierra, aíslo en mis ojos, atento, una pulgada. ¡Qué desconsolador, feroz y amargo lo que acontece en ella! (Pacheco, 2010, p. 306). 23 Para la quinta acepción de la edición 2014 del DRAE, mirar significa “pensar, juzgar”. Pacheco, frente a las fatales consecuencias del terremoto, se dispone a mirar sin apuros; “reposa” sobre lo destruido para tratar de entender qué, cómo y por qué sucedió la tragedia;
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una serie de imágenes que el ojo crea al mirar. La realidad se hace visible al ser percibida (Berger, 2013a, p. 7). La poesía como intento de verbalizar lo visto; un intento de explicar lo casi inentendible. En tanto que la imagen es una “visión que ha sido recreada o reproducida” (2013a, p. 15), José Emilio Pacheco plasma en el poemario que nos ocupa su modo de ver la destrucción, su modo de entenderla y de comunicarla. Él, mediante la poesía, sostiene una visión por medio de imágenes poéticas que muestran el aspecto de México luego de la presencia del terremoto: “Las imágenes se hicieron al principio para evocar la apariencia de algo ausente. Gradualmente se fue comprendiendo que una imagen podía sobrevivir al objeto representado; por tanto podría mostrar el aspecto que había tenido algo o alguien” (Berger, 2013a, p.16). La recreación de lo visto, agrega Berger, mediado por la imaginación, permite con más profundidad compartir la experiencia que tuvo el artista de lo visible (2013a, p.17)24 y, así, “captar” el momento aciago que vivió el país. Las imágenes poéticas, en tanto fijan la memoria de semejantes hechos infaustos, entrañan, en la circunstancia de evocación, cierto acto de redención (Berger, 2013b, 73). Como las fotografías, los poemas de Miro la tierra [1984-1986] “son reliquias del pasado, huellas de lo que ha sucedido” (Berger, 2013b, 78). Tanto el título de la sección dedicada al terremoto como el segundo epígrafe de esta (perteneciente a Elegía del retorno de Luis G. Urbina) sostienen la intención de retener lo sucedido; de que la experiencia personal del poeta sea, de manera simultánea, una experiencia social y colectiva.25 El poeta comunica su sentimiento de extranjero en una tierra querida (la más querida); vuelve a su lugar de origen que no está igual a cuando se marchó. Los sentimientos se entrecruzan; la culpa y la tristeza entretejen una voz poética que enuncia desde un espacio que es su lugar físico predilecto pero, simultáneamente, ya no es lo que era; lo desconoce y, de ahí, su sentimiento la suya es una mirada compleja. En términos de Georges Didi Huberman, ver el desastre por parte del poeta se convierte en una experiencia táctil, tangible que, mediante la poesía, agregamos, se comunica (1997, p. 14-15). Si bien John Berger centra sus estudios y reflexiones en obras de artes provenientes de la pintura, consideramos que sus conclusiones son pertinentes para desarrollar un análisis crítico de los textos poéticos pachequianos contenidos en Miro la tierra [1984-1986]. 24
25 Para Käte Hamburger, a diferencia de lo que ocurre en el drama y en la narrativa, el título en la lírica cumple una función primordial debido a que estructura la enunciación del poema, puede aclarar su sentido al nombrar el objeto (1995, p. 179-180).
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de extranjería: “Volveré a la ciudad que yo más quiero / después de tanta desventura, pero / ya seré en mi ciudad un extranjero” (2010, p. 307). Como en el caso de Sobre la historia natural de la destrucción (2003) de W.G. Sebald, Pacheco coloca su mirada (y su poesía) sobre un hecho del pasado para hacerle frente al silencio; indaga sobre la historia y, en esa operación, desmonta ciertas interpretaciones sobre un hecho específico26 del cual, si bien corresponde a un desastre natural, los hombres también son responsables. Las dos primeras estrofas que inician la sección se caracterizan por un “tono” reflexivo; no se inscriben directamente en la descripción detallada de los efectos de la destrucción sino en su evocación mediante particularidades que se plasman en el segundo verso de la primera estrofa: “Absurda es la materia que se desploma, / la penetrada de vacío, la hueca” (2010, p. 307). Como observamos, el primer verso, “absurda es la materia que se desploma”, ya reconoce la presencia de una realidad inadmisible, forjada en el adjetivo “absurda” que inicia la primera parte del libro: el avance de la materia que surge desde el centro de la tierra, la cual “gira sostenida en el fuego. / Duerme en un polvorín” (2010, p. 308), es tan ineludible como fatal. Nada puede evitar su marcha y el adverbio “no” así lo establece en el instante que “nuestras obras se hacen añicos” (2010, p. 307), expresión que impregna el poema de la lamentación que caracteriza la elegía clásica.27 La sucesión de verbos que connotan movilidad Recordemos que Sebald escribe su ensayo en el contexto de recuperar la memoria de los caídos en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Si la historia se ha empeñado en omitir los escalofriantes crímenes, la pluma de Sebald desanda los alcances de la devastación para repensar la identidad cultural de Alemania. Como en Pacheco, la enunciación es desde el desgarramiento y la incomprensión que produce el dolor frente a hechos inentendibles: “Es difícil hacerse hoy una idea medianamente adecuada de las dimensiones que alcanzó la destrucción de las ciudades alemanas en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, y más difícil aún reflexionar sobre los horrores que acompañaron a esa devastación” (Sebald, 2003, p. 13). Dado que una aproximación más amplia a esa vinculación que advierto entre las visiones de la destrucción de Sebald y Pacheco implicaría la escritura de un ensayo dedicado al tema, solo me remito a aproximar ambas perspectivas de manera somera, sin intención de profundizar sus alcances en este artículo. 26
Eduardo Camacho Guizado afirma que la elegía corresponde a una composición poética que lamenta la muerte de una persona o, como en el presente caso, cualquier tipo de acontecimiento público que es digno de ser llorado (1969, p. 9). Desde este punto de vista, no es casual que el escritor mexicano haya incluido en el título, entre paréntesis, la frase “Elegía del retorno”. La elegía, en tanto género literario, es el más apropiado para expresar un sentir 27
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(“gira” y “trae”) presagia el arribo de la muerte cuyas metáforas, “una hoguera / un infierno sólido” (2010, p. 307), anuncian el abismo. Dicha “agitación”, la de la piedra a punto de estallar, continúa en la siguiente estrofa donde la palabra “muerte” aparece enunciada por primera vez y cierra el grupo estrófico, lo que refuerza el lamento del yo poético frente al desastre pronto a llegar: La piedra de lo profundo late en su sima. Al despetrificarse rompe su pacto con la inmovilidad y se transforma en el ariete de la muerte (2010, p. 307). La sucesión de comas interrumpe el ritmo fluido del poema 4; sus pausas desean contrarrestar la fuerza de la materia temida, sin embargo, la enumeración continuada y en orden ascendente de sustantivos presenta el ineluctable arribo del terremoto impregnado de la sonoridad que dichos términos comunican: De adentro viene el golpe, la cabalgata sombría, la estampida de lo invisible, explosión de lo que suponemos inmóvil y bulle siempre (2010, p. 307). Las comparaciones no están excluidas y refuerzan la poetización del yo lírico que no encuentra a su alrededor otra cosa que no sean ruinas.28 Las doloroso, pero, además, para revelar sus sentimientos hacia un otro, en este caso, hacia sus coterráneos en su regreso a México. “Elegía del retorno”, de este modo, es un poema donde la muerte no es independiente del yo; él no se distancia de ella, o la “vive” desde afuera, al contrario, sufre y transforma esa experiencia infeliz en materia poética. Otra vez el campo de lo elegíaco se torna tangible. Las comparaciones, cada vez más violentas, son un enfrentarse continuo a la muerte, a la nada, a la destrucción. Son tan sensibles estas observaciones como la percepción del mismo Sebald cuando se opone a la mudez de sus colegas, quienes ocultaron las dimensiones del desastre y negaron las cifras de la devastación durante los últimos años del enfrentamiento: “si los que nacieron después tuvieran que confiar sólo en el testimonio de los escritores, difícilmente podrían hacerse una idea de las proporciones, la naturaleza y las consecuencias de la catástrofe provocada en Alemania por los bombardeos. Sin duda hay algunos textos pertinentes, pero lo poco que nos ha transmitido la literatura, tanto cuantitativa como cualitativamente, no guarda proporción con las experiencias colectivas 28
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semejanzas se entienden desde una continuidad; la continuidad de una tradición impregnada por las punzantes cenizas de un destino inevitable. En el infierno de México que se alza “para hundir la tierra” se reconocen otras ciudades que con anterioridad fueron sepultadas. Ahora México y el terremoto, antes Nápoles y el volcán Vesubio, situado en la bahía de Nápoles, que el 24 de agosto del año 79 d. C hizo cenizas las ciudades de Pompeya y Herculano. La aliteración de la palabra “muerte” en el poema siguiente despliega todas las facetas que en ella se conjugan; el término, que enfatiza la lamentatio del yo, se expande para transmitir sus significaciones. La muerte aflora desde el interior de la tierra y se presenta rodeada por expresiones que enlazan el abismo de la misma muerte con la oscuridad que provocará la pronta llegada del terremoto. La estrofa final cierra con términos duales, “El día se vuelve noche, / polvo es el sol” (2010, p. 309), para enfatizar el estallido final, “el estruendo lo llena todo” (2010, p. 309), en una atmósfera aciaga y letal. El uso de un conector temporal, “de pronto”, además de funcionar como enlace entre una y otra poesía, revela la presencia del temblor mediante la descripción de sus efectos y la inclusión de un hipérbaton que pone de relieve el frenesí del desastre para sentenciar, en el último verso, la victoria de la naturaleza: Así de pronto lo más firme se quiebra, se tornan movedizos concreto y hierro, el asfalto se rasga, se desploman la vida y la ciudad. Triunfa el planeta contra el designio de sus invasores (2010, p. 309). La casa como intimidad protegida, como primer universo, como rincón de mundo, como cosmos (Bachelard, 1965, p. 33- 34) se ve amenazada; ya no es “defensa contra la noche y el frío” (Poema 9, p. 309). Ya no alberga el ensueño, ya no protege al soñador para que pueda soñar en paz (Bachelard, 1965, p. 36) sino que se corresponde con la sucesión de enumeraciones, “la violencia de la intemperie, /el desamor, el hambre y la sed” (Pacheco, 2010, p. 309), que finalizan en “cadalso y tumba” (2010, p. 309) y, de este modo, la morada del pasado no es, continuando extremas de aquella época” (Sebald, 2003, p. 77-78). Al contrario de lo que afirma Sebald respecto a Alemania, Pacheco sí describe la ciudad de México en llamas.
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con el fenomenólogo francés, imperecedera (Bachelard, 1965, p. 36).29 Las comparaciones, como dijimos, avanzan junto con el tono que se le imprime a cada una de las textualidades. El poema 10 mantiene la lamentación, sin embargo, en este caso, la naturaleza (mediante la imagen del pez) es el término que comunica la angustia y enfatiza la carencia: “Sólo cuando nos falta se aprecia el aire / cuando quedamos como el pez atrapados / en la red de la asfixia” (2010, p. 310). Los términos “horror” y “terror” retumban en el cuerpo del poeta y, mediante la yuxtaposición, se presenta con el otro vocablo que cierra el verso anterior: “libres”. Como se lee, se configura una constelación de conceptos que, de forma ascendente, ubica al sujeto en la dimensión plena y deseada de la emancipación (“aire”, “agujeros”, “oxígeno”, “libres” y “vida”), no obstante, la ilusión es efímera al presentarse la opresión que todo lo acaba.30 Si la antítesis es la estrategia poética elegida, el Poema 11 la circunscribe para oponer dos temporalidades, pasado y presente, mediante usos adverbiales (“ahora”, “hoy”) y tiempos verbales que testifican momentos disímiles. Además, dichas dualidades datan una ruptura: el pasado feliz del presente desgraciado: Hubo un tiempo feliz en que podíamos movernos, salir, entrar y ponernos de pie o sentarnos. Ahora todo cayó. Ha cerrado el mundo sus accesos y ventanas, Hoy entendemos lo que significa una expresión terrible: sepultados en vida (2010, p. 310). La casa no es sinónimo de refugio en esta parte de la obra poética de Pacheco; se destruyeron los espacios de la intimidad. Solamente la memoria, resguardada por la práctica poética, se transforma en el amparo de las situaciones pasadas, vividas y no derrumbadas por la naturaleza hostil; es el medio para alcanzar la primitividad del refugio. Como propone Bachelard, la poesía, en esta instancia, resiste al “abrir de nuevo el campo de las imágenes primitivas que han sido tal vez los centros de fijación de los recuerdos que se quedaron en la memoria” (1965, p. 60-61). 29
Aquí reconocemos otra particularidad de la elegía, particularmente referida a su estructura (Camacho Guizado, 1969, p. 177). En este caso, el ritmo pendular y el enfrentamiento de contrarios no está dado, como explica este crítico, por medio de interrogaciones, exclamaciones o uso de partículas adversativas, sin embargo, la oposición se sostiene en los vocablos seleccionados por el poeta. 30
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La presentación de un estado feliz anterior a la muerte (o a un presente que es vivido, como dice el último verso, como sepultura) es una imagen que rara vez está ausente en los poemas funerales y, en palabras de Camacho Guizado, “podría decirse que es el elemento elegíaco por excelencia” (1969, p.178). La angustia temporal, tan afín a un poeta como Quevedo, se entrevé en Pacheco al enfrentarse, sin intermediarios, a la figura del sismo. Llega el sismo y ante él no valen las oraciones ni las súplicas. Nace de adentro para destruir todo lo que pusimos a su alcance. Sube, se hace visible en su obra atroz. El estrago es su única lengua. Quiere ser venerado entre las ruinas (2010, p. 310) El tiempo elegíaco se torna concreto; es la acción de la muerte sobre la ciudad, sobre su gente y sobre el cuerpo del poeta. Así finaliza la primera parte de la sección “Las ruinas de México”: el poeta frente a las ruinas, frente a lo que es (“polvo en el aire”); en los últimos trazos se reconocen preguntas que, continuando con el modelo clásico, intentan consolar el alma lastimada del poeta, o bien, ansían explicar el misterio de la destrucción, de las ruinas, testimonio de una pérdida, que asedian al poeta (Didi-Huberman, 1997, p. 16): ¿El planeta al girar desciende en abismos de fuego helado? ¿Gira la tierra o cae? ¿Es la caída infinita el destino de la materia? (2010, p. 311)31 La destrucción y sus restos se constituyen en la materia poética de los poemas seleccionados para este trabajo. Entre la ceniza y el polvo surgen La inclusión del oxímoron “fuego helado” es una clara referencia al poema de Francisco de Quevedo, donde el poeta presenta su definición del amor. Estructurado en paralelismos que resaltan las contradicciones de este sentimiento, identifica a este con la figura del abismo para subrayar, en la incomprensión, su “peligrosidad”. Pacheco también inscribe el caos de la destrucción en la misma imagen; como el amor, el polvo es materia que “desciende siempre” (2010, p. 311) y elemento constituyente de los hombres.. 31
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las partes de una ciudad desaparecida que, paulatinamente, va recuperando sus rasgos. México se asoma y se reconoce entre los escombros, entre el polvo y las ruinas del pasado de la conquista española y el presente de una ciudad que sigue sufriendo embates, como el terremoto de 1985. Sin embargo, José Emilio Pacheco reconoce en la tradición literaria un espacio para enlazar sus creaciones poéticas. La imagen poética de la destrucción se ancla en las relecturas que el mismo Pacheco realiza sobre otros escritores, ya sea de la tradición literaria local, como Octavio Paz, o de otra, como Francisco de Quevedo. Las glosas bíblicas también se constituyen en posibles relatos donde nuestro escritor encuentra la oportunidad de resemantizar la imagen de la destrucción. La preocupación y la reflexión de José Emilio Pacheco sobre la destrucción, así, se sostienen en un ejercicio estético serio y riguroso que pone en escena el reordenamiento de linajes culturales y literarios disímiles, donde el lector se reconoce en esa tarea porque reconstruye, mediante la lectura atenta, el nuevo recorrido propuesto por nuestro escritor.
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Geografía de los afectos en Abraham entre bandidos de Tomás González Simón Henao-Jaramillo
Desde el momento en que uno tiene necesidad o deseo de sus enemigos, no se puede contar más que con amigos. Incluidos ahí los enemigos, y a la inversa. Es esta la locura que nos acecha Políticas de la amistad, Jacques Derrida
La comunidad escindida Así como desde una perspectiva general puede afirmarse que durante el periodo de la Colonia en el Nuevo Reino de Granada se forjó, como primera dimensión de lo público y como sistema de sujeción y de control, una comunidad definida marcadamente por los límites impuestos de un nosotros incluido y un ellos excluido, que remite de manera directa a un orden forjado desde la metrópolis frente a un espacio salvaje y bárbaro, se puede afirmar también que durante el orden republicano, impulsado tras los procesos emancipadores del siglo XIX, se pretendió reemplazar esa vieja comunidad hispánica por una comunidad nacional, pensada como una “comunidad de ciudadanos autónomos y libres que voluntaria y racionalmente decidían construir un orden legal a través de un vínculo contractual centrado en los derechos del hombre” (Uribe, 2001, p. 220). Este vínculo, en el que perduró la lógica colonial a través del enfrentamiento entre lo que se representaba como un orden civilizado y aquello representado como su alteridad (indígenas, negros, mujeres), empezó a depender de la aceptación del contrato social que definió los marcos de un nuevo orden.1 1
Es conveniente advertir que la situación colonial entendida como una serie de
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Benedict Anderson (1994) señala que este nuevo orden fue determinante en la constitución de lo nacional, esa comunidad imaginada que se sustenta como la existencia de un conjunto de hombres identificados con una colectividad sin necesidad de conocerse personalmente. Para Anderson, la nación se concibe como una comunidad imaginada por sus miembros. Esta comunidad “[e]s imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (1994, p. 23).2 La concepción de comunidad imaginada presupone la idea de que la nación es construida por vías de homogeneización cultural y por lo tanto se trata de una comunidad que está compuesta por sujetos que comparten ciertos rasgos determinantes de lo
relaciones y estrategias de poder, tanto internas como externas, que se hacen constitutivas de la experiencia de la modernidad, ha sido un tópico señalado por autores del pensamiento crítico latinoamericano como Enrique Dussel, Walter Mignolo, Arturo Escobar y Santiago CastroGómez, entre otros, para quienes, dicho a grandes rasgos, el Estado-nación es un dispositivo colonial “en la medida en que como instituciones constituyen la condición de posibilidad de la expansión comercial metropolitana y de su designio civilizatorio” (Serje, 2005, p. 16). Para estos teóricos, el colonialismo no sería un fenómeno histórico superado por la modernidad, sino que entienden la colonialidad como “otra cara de la modernidad en el sentido de que fue una experiencia “fundante” de la modernidad misma, desde la constitución del sistema-mundo en el siglo XVI hasta nuestros días” (Castro-Gómez y Restrepo, 2008, p. 23). Véase de Mignolo (2007) y Local Histories/Global Designs: Coloniality, Subaltern Knowledges, and Border Thinking (Mignolo, 2000), así como su artículo (2009). De Castro-Gómez véase El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007). 2 Cabe advertir que el proceso de consolidación de la nación es profundamente complejo y ha sido ampliamente estudiado en el marco latinoamericano. Además de estar vinculado a aspectos identitarios, es un proceso ligado al resultado de procesos económicos, territoriales, militares, sociales y políticos profusos que se desenvuelven en procesos históricos de larga, mediana y corta duración, sobre todo cuando el asunto de la nación se vincula a la idea de Estado. Al respecto, véase de Ernest Gellner (1988) y Eric Hobsbawm (1997), así como el ya mencionado libro de Anderson (1994). Para el caso colombiano remito al capitulo de David Bushnell “La Nueva Granada Independiente: un estado nacional, no una nación” (1994, p. 111-146), así como a los trabajos de Santiago Castro-Gómez y Eduardo Restrepo (2008), de Cristina Rojas (2001), de Margarita Serje, particularmente su capítulo “El revés de la Nación” (2005, p. 15-43) donde, a partir de la expresión de la territorialidad de la alteridad, se pregunta por las lógicas a partir de las cuales el Estado-nación se relaciona con los sujetos que lo integran y con el territorio que lo conforma, esto es, por la forma en que la nación, entendida como un artefacto discursivo y como un conjunto de dispositivos sociales y culturales, produce su diversidad. Véase también la tesis de Villegas Vélez (2012).
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identitario, como una lengua, una raza, una tradición, que los distingue como un grupo particular frente a otros. En ese sentido, la comunidad imaginada conforma una comunidad de iguales. Esta pretensión de unidad, que Anderson identifica, hace posible la contención, la regulación y la normalización de las poblaciones que habitan dentro del territorio nacional (Castro-Gómez y Restrepo, 2008, p. 20). Así, la nación emerge como una forma de civilizar bajo los criterios de un orden burgués regido por el capitalismo industrial (Rojas, 2001).3 El siglo XIX colombiano, posterior a la lucha emancipadora y a la declaración de Independencia, está determinado por una amplia serie de matices que marcaron el devenir, la implantación y la imposición de un carácter identitario nacional. Cristina Rojas, en su estudio sobre la relación entre el deseo civilizador y la violencia como características de la búsqueda identitaria –y anuladora de las diferencias– en Colombia durante la segunda mitad del siglo XIX, acude al concepto de “proceso de inclusión abstracta y exclusión concreta” instaurado por Jesús Martín-Barbero. Allí Rojas señala que “[e]n el periodo de consolidación de la república emergente, de nuevo se desarticularon las identidades. Por una parte, el proceso de unificación de la república buscó un sentido de identidad compartida para sus conciudadanos. Pero, por otra, el asentamiento de la hegemonía en el deseo civilizador provocó un distanciamiento entre la elite criolla y las ‘masas ignorantes’ ” (2001, p. 68).4 Al igual que en los demás países de América Latina, este proceso de inclusión/ 3 Una de las críticas más comunes a la propuesta de Anderson de comunidades imaginadas es el hecho de que esta perspectiva entiende la proyección de la nación como búsqueda de la homogeneización, sin tener en cuenta que esa homogeneización está cifrada en patrones de normalización y de jerarquización. De esta manera la perspectiva de Anderson pierde de vista el hecho de que la nación implica la construcción de alteridades, tanto internas como externas. Al respecto, véase de Peter Wade sus artículos “Multiculturalismo y racismo” (2011) e “Identidad racial y nacionalismo: una visión teórica de Latinoamérica” (2008).
Para Margarita Serje, el sistema de diferenciación es la piedra angular del poder colonial moderno, aquello que algunos teóricos como Aníbal Quijano y Santiago Castro-Gómez (2008) denominan “modernidad/colonialidad”: “Esta misma diferencia colonial constituye, sin duda, una noción central del proyecto nacional en Colombia, donde tanto la dominación de las razas –es decir, el mantenimiento del ‘concierto colonial’– como la domesticación de su geografía tropical se transforman en un proyecto de progreso (…) Allí se establece a la vez la semejanza y la especificidad entre el Estado colonial y el Estado nacional: las élites criollas y su interés por centralizar y dominar el aparato económico determinan la voluntad de modernización capitalista y la necesidad del progreso como la razón y la racionalidad de la nación” (Serje, 2005, p. 21). 4
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exclusión estuvo en manos de un pequeño sector de la sociedad, los criollos, quienes tenían control sobre el poder político, económico y simbólico, y quienes concentraron el deseo civilizador y se otorgaron para sí lugares de privilegio en la construcción de la nación emergente. En palabras de Santiago Castro-Gómez, desde el siglo XIX, la generación de sentimientos de igualdad y de pertenencia estuvo supeditada a la delimitación y construcción de una unidad como orden que jerarquiza, contiene, controla y normaliza. Uno de los propósitos centrales de las élites estatales criollas fue construir la unidad nacional desde estrategias y dispositivos fundamentalmente escriturarios. Pero no una unidad, en el sentido al que remite la categoría culturalista de comunidad, sino una en la que se procuró enmarcar a la población bajo una misma visión u horizonte donde se comparten los mismos términos y criterios para definir el quién y el qué (Castro-Gómez y Restrepo, 2008, p. 21). Este proceso, dominado por el deseo civilizador y activado por el dispositivo de blancura, afirma Rojas, fue un proceso violento, cuya violencia no solo implica una violencia física, tangible, sino también una violencia en el orden de la representación.5 A su manera, la segunda mitad del siglo XX en Colombia atraviesa un proceso constante de renovación del orden imaginario con que se proyectan los vínculos identitarios nacionales, por lo cual también es posible señalar una especificidad de lo común en la sociedad colombiana a través del siglo XX vinculada a la idea de que la configuración política colombiana “pasa por la ampliación conflictiva del recinto nacional, y al mismo tiempo por la tendencia a dejar grupos sociales específicos y territorios por fuera de tal integración” (Bolívar, 2003, p. 24). 5 En su estudio, Cristina Rojas diseña un mapa de las violencias no representadas que le permiten llegar a detallar las violencias de la representación y a plantear la hipótesis de que es el deseo civilizador como régimen de representación lo que impide la formación de la nación, y a concluir que “[e]l deseo civilizador como lugar de encuentro entre el pasado colonial y el futuro imaginado, como paso entre barbarie y civilización, fue violento” (2001, p. 72). Sobre el dispositivo de blancura, véase de Castro-Gómez La hybris del punto cero, particularmente el capítulo “El imaginario colonial de la blancura en la Nueva Granada” (2005).
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Gran parte de la narrativa producida en las últimas décadas participa, proyecta y da cuenta de ese proceso conflictivo. La obra de algunos escritores de fin de siglo XX que se produce dentro del contexto de una compleja crisis del Estado –no solo entendido por sus instituciones, sino también, por el tipo específico de articulación territorial y de relación social que lo determina como proceso, esto es, entendido como un tipo de nación– retoma, desde diversas operaciones estéticas, las problemáticas de los hechos históricos del siglo XX. Si bien las obras que conforman esta narrativa muchas veces no tratan directamente los acontecimientos políticos y sociales que han determinado la historia reciente de Colombia, o lo hacen de manera lateral, sí dan cuenta permanentemente de los efectos y de las derivaciones que, desde la literatura, esos acontecimientos conllevan en la constitución de un imaginario de la comunidad. Se trata, en narrativas como las de R.H. Moreno-Durán, Fernando Cruz Kronfly, Roberto Burgos Cantor o Tomás González, de obras que no se proponen una representación de la violencia de manera directa, como un acontecimiento fenoménico y como una manifestación de eventos externos que pueden, o deben, ser volcados al lenguaje literario, sino de obras que proyectan la existencia de la violencia como particularidad del universo simbólico con el cual la literatura participa de problemáticas estéticas, políticas e históricas. Al revelarse lo nacional como un campo de poder desde el que son definidas diferentes identidades, la literatura de este periodo explora formas que desde el discurso intervienen en ese campo de poder, desarticulándolo, sacándolo de lugar, poniéndolo en evidencia. Los discursos que hacen aparecer una idea de nación y de identidad nacional, así como el tipo de nación que ha buscado constituirse como Estado-nación, evidencian la fragilidad no solo de lo nacional y de la identidad nacional, sino con ello, calando más profundo, desnaturalizan, haciéndola artificio, la posibilidad de una idea de lo nacional y de una identidad nacional. Cierta narrativa, como la de Moreno-Durán, Cruz Kronfly y Tomás González, conforman un conjunto de ficciones que operan teniendo como telón de fondo el contexto histórico, cultural y social de Colombia. En estas obras las formas con que aparecen determinados vínculos comunitarios; la forma en que se configuran las subjetividades y en que se traman redes intersubjetivas; así como la forma en que se producen las representaciones colectivas que apelan a diferentes identidades políticas y socioculturales, hacen visibles las proble–205–
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máticas históricas, a la vez que ponen en crisis y problematizan las categorías de nación, Estado, sujeto e identidad. Esta problematización se da tanto en el orden estético –ya que se encuentra en un registro ficcional y, por lo tanto, constituyen una obra– como en el orden político, social e histórico, puesto que acompaña la conformación y reconfiguración del imaginario social colombiano. Se trata de una producción literaria que es también constitutiva del imaginario social. De ahí que sea conveniente resaltar algunos aspectos históricos y políticos del panorama colombiano de la segunda mitad del siglo XX, marcadamente atravesado por la violencia. Se trata de un periodo que tiene presente, como el elemento de mayor peso, un Estado que, cual péndulo, se balancea entre la legitimidad y la violencia. Al fin del periodo conocido como la Violencia –en mayúscula “pues así escrito, el vocablo se refiere a una serie de procesos provinciales y locales sucedidos en un periodo que abarca de 1946 a 1964” (Palacios y Safford, 2002, p. 632)– se instaura el régimen del Frente Nacional, cuyo sistema de división y repartición del poder fue establecido en 1958 entre los dos partidos tradicionales para contrarrestar los efectos de la Violencia. Tras la culminación del Frente Nacional en 1974, la memoria de la Violencia, como señala el sociólogo Daniel Pécaut, pervivió hasta el punto de ser hoy en día singularmente fuerte, “una memoria compleja como lo ha sido la Violencia misma” (1997, p. 14).6 A fines de los años setenta, con el ingreso del narcotráfico a las dinámicas sociales, económicas y políticas del país se inicia otra etapa, una reconfiguración de las violencias, que no es extraña a los efectos de la memoria de la Violencia: “[e]lla ha reforzado el imaginario social de la violencia, que incita a pensar que las relaciones sociales y políticas son regidas constantemente La comprensión de la pervivencia de la Violencia, desde la óptica de Pécaut, es conocida como la idea de “odios heredados,” Véase su capítulo “Lo político como violencia” (2012, p. 535 y ss.). Esta idea ha sido ampliamente rebatida puesto que determina la existencia de una división fundamental que explique el conflicto y su devenir en la historia colombiana. Para Cristina Rojas, por ejemplo, a estos “odios heredados” “se les atribuye una causalidad histórica, como si estas fueran una característica natural de la democracia colombiana. Las creencias sociales, las prácticas culturales y las ideologías se mantienen vivas reforzando ciertas prácticas y evitando otras” (2001, p. 35). Otra crítica común a la idea de “odios heredados” es la de dar una explicación de la violencia a partir de describirla como parte de una naturaleza prepolítica que identifica, de antemano, tradición con violencia (Rojas, 2001, p. 76 y ss.). 6
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por la violencia, y que ésta puede invadir de nuevo toda la escena” (Pécaut, 1997, p. 15). El historiador Marco Palacios, al estudiar la violencia política en la segunda mitad del siglo XX, y al dividir este periodo en cuatro fases (“violencia bipartidista”, 1945-1953; “violencia mafiosa”, 1954-1964; “violencia guerrillera”, 1961-1989; y “violencia de los años 90”) señala que todas ellas configuran un “proceso nacional” (Palacios y Safford, 2002, p. 633). La presencia polifacética de la violencia constituye una base estructurante no solo del orden político, sino también del orden social y cultural, puesto que, como señala la socióloga María Teresa Uribe, la violencia, en su omnipresencia, juega un papel determinante en la construcción y recomposición de las relaciones entre actores y fuerzas sociales, entre lo que se conoce como “sociedad civil” y Estado (2001, p. 218). De ahí que Uribe concluya que la permanencia y prolongación de la violencia, lejos de desestabilizar el régimen político, ha ayudado a sostenerlo y a modernizar y democratizar las instituciones políticas, ha puesto en relación al Estado con la sociedad civil y ha colaborado “a gobernar una sociedad turbulenta, manteniendo las relaciones políticas en el marco de la fuerza y la violencia” (2001, p. 234).7 En los años sesenta y setenta, durante el régimen del Frente Nacional, la lucha armada se encontraba polarizada entre dos bandos. Por un lado, las guerrillas revolucionarias (FARC, ELN, EPL) que accedían al recurso de la lucha armada no solo como única vía posible para combatir la “democracia restringida” (Palacios, 2003) del Frente Nacional, sino como una opción legítima; y por el otro lado, un Estado débil, representante del sistema capitalista en aras de modernización, y desprovisto de legitimidad. A comienzos de la década de 1980, bajo el gobierno del presidente liberal Julio César Turbay (1978-1982), la presencia del narcotráfico permeó en distintos actores sociales y estructuras institucionales. Los límites entre las distintas violencias se hicieron indistintos. Como señala Acerca del periodo de la Violencia como un acontecimiento que comprueba el hecho de que la violencia de representación precede y acompaña la violencia como manifestación, así como los vínculos de ésta Violencia con la violencia partidista del siglo XIX como parte del proceso de formación de identidades, remito al citado libro de Cristina Rojas Civilización y violencia (2001), donde realiza una lectura de la relación entre civilización, capitalismo y violencia en la modernidad colombiana. Véase especialmente el segundo capítulo “Civilización y violencia” en el que Rojas amplía la noción de violencia para determinar con ella tres dimensiones: la violencia como acto de interpretación, la violencia como acto físico, es decir, como manifestación, y la violencia como reinterpretación, esto es, como resolución (2001, p. 77 y ss.). 7
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Pécaut, “la violencia puesta en obra por los protagonistas organizados constituye el marco en el cual se desarrolla la violencia (…) una y otra se refuerzan mutuamente” (1997, p. 3). Así, la insurrección guerrillera se inscribe “dentro de la categoría nebulosa de las violencias sociales” (Palacios y Safford, 2002, p. 655). De hecho, se puede señalar que ha sido el narcotráfico el actor común en los tres campos distintivos de la violencia a partir de la década de 1980. Estos campos (el político, conformado por militares, guerrillas y paramilitares; el propiamente construido alrededor del negocio de la droga; y el que se articula a partir de las tensiones sociales) se ven fácilmente alterados, puesto que todos sus participantes intervienen simultáneamente en ellos, y han sido la droga y sus dineros los que han alterado las separaciones de estas violencias, contribuyendo a la formación de un nuevo contexto (Pécaut, 1997, p. 17). Si bien la violencia y sus procesos han cumplido una función estructurante en la esfera política, también es cierto que, en su momento, con el ingreso de los actores del narcotráfico y de los grupos paramilitares a la escena política, esta misma violencia ha cobrado un factor determinante en la desestructuración y la fragmentación del tejido social, contribuyendo a generar una profunda turbulencia en el conjunto de la sociedad.8 La incapacidad del Estado para enfrentar los diferentes tipos de violencias; la sistemática desaparición y asesinatos de los cuadros de la Unión Patriótica por fuerzas de autodefensas vinculadas con militares; los temores agudizados en la clase dirigente tras el asesinato de los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal (Unión Patriótica), Luis Carlos Galán Sarmiento (liberal), Bernardo Jaramillo Ossa (Unión Patriótica) y Carlos Pizarro Leongómez (Alianza Democrática M-19),9 dejan en claro que el sistema social y el orden político durante la década de los ochenta estaban amenazados. De ahí que, con presiones de la sociedad civil, se haya convocado en 1990, a través de la inclusión de una “séptima paPara profundizar sobre el estudio del paramilitarismo y sus vínculos con el poder estatal en Colombia, véase de Carlos Medina Gallego y Mireya Téllez Ardila el libro La violencia parainstitucional, paramilitar y parapolicial en Colombia (1994). Remito también al capítulo de Francisco Gutiérrez Sanín y Mauricio Barón “Estado, control territorial paramilitar y orden político en Colombia” (2006). 8
El asesinato de Jaime Pardo Leal fue el 11 de octubre de 1987; el de Luis Carlos Galán Sarmiento el 18 de agosto de 1989, mientras proclamaba un discurso en la población de Soacha, al sur de Bogotá; el de Bernardo Jaramillo Ossa, quien asumió la presidencia de la Unión Patriótica tras el asesinato de Jaime Pardo Leal, fue el 22 de marzo de 1990; el de Carlos Pizarro Leongómez, al interior de un avión de Avianca, el 26 de abril de 1990. 9
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peleta”, a una Asamblea Constituyente que reformara la constitución de 1886: “La convocatoria y elección popular de una Asamblea Constituyente en 1990 es uno de los hitos de la política de los fines de siglo XX. Siguiendo la oleada de una opinión pública agobiada por la violencia y la corrupción, los Constituyentes decidieron formular preceptos constitucionales para que líderes honestos y competentes pudieran gobernar el Estado, asegurar la paz, liquidar la impunidad y ensanchar los ámbitos de la democracia” (Palacios, 2003, p. 333). Sin embargo, más allá de los cambios que involucró el proceso constituyente, el primer gobierno de la década de 1990, el del liberal César Gaviria (1990-1994), en consonancia con otros países de América Latina, encaminó los proyectos de democratización y modernización institucional a lo que llamó la “reestructuración económica”, adopción de los programas de estabilización y de ajuste estructural exigidos y prescritos por el Fondo Monetario Internacional: apertura y liberalización del comercio exterior y de la inversión extranjera, privatización de empresas y bancos estatales, y descentralización fiscal (Ahumada, 2002, p. 13; Palacios, 2003, p. 341). La implantación de este modelo económico neoliberal ha llevado, en palabras de la politóloga Consuelo Ahumada, a un fortalecimiento de las tendencias autoritarias del Estado, manifiesta “en la concentración cada vez mayor de los procesos fundamentales de toma de decisiones en cabeza de la elite neoliberal y en la marginación del resto de la sociedad de estos procesos”, a la vez que se ha reforzado la capacidad represiva del Estado “con el fin de confrontar la protesta y movilización social” (2002, p. 15). De acuerdo a la definición weberiana, se entiende por legitimidad “la creencia en la validez de un orden social por parte de un número relevante de los miembros de una sociedad” (Serrano, 1994, p. 7). Este atributo del Estado asegura la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. En la segunda mitad del siglo XX, en Colombia, a pesar de ser ampliamente percibida la fragilidad del Estado, con toda la violencia política y colectiva que ha experimentado la sociedad, el orden institucional, mal que bien, se mantiene. Todos los gobiernos, especialmente después de la culminación del Frente Nacional, han diseñado estrategias de gobernabilidad que apuntan a garantizar la permanencia del sistema, sin perturbar la continuidad del régimen político, obedeciendo las normas constitucionales y sin ningún tipo de ruptura institucional abrupta. Sin embargo, esto no significa que haya existido en las –209–
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últimas décadas del siglo XX un desarrollo democrático significativo, ni mucho menos que se haya afirmado la legitimidad política. Por el contrario, durante las décadas de 1980 y 1990, ha preponderado una idea de “legitimidad incierta” –“legitimidad elusiva”, según el concepto de Marco Palacios (2003, p. 239)– de parte del Estado. Es por eso que, al abordar el panorama de la segunda mitad del siglo XX en Colombia es necesario observar que la historia colectiva, la de los procesos de formación y disolución de identidades y prácticas sociales, así como la de los proyectos políticos, éticos y culturales, ha sido también la historia de la legitimidad y deslegitimidad del Estado, la de su falta de legitimidad y la de su búsqueda de legitimidad. Esta tensión, que ha movilizado la historia reciente de Colombia, está en estrecha relación con el hecho de que el Estado colombiano ha sido siempre un Estado fragmentado en multiplicidad de espacios y regiones, en donde la incapacidad de los dos partidos tradicionales para crear un espacio público nacional ha desembocado en una desarticulación de las identidades políticas y culturales, haciendo imposible la construcción de un relato nacional. Citando a Daniel Pécaut (“[l]o que le falta a Colombia más que un mito fundacional es un relato nacional”), Jesús Martín-Barbero señala que no existe un relato que posibilite a los colombianos a ubicar sus experiencias en “una trama compartida de duelos y de logros. Un relato que deje colocar las violencias en la sub-historia de las catástrofes naturales –la de los cataclismos o los puros revanchismos de facciones movidas por intereses irreconciliables–, y empiece a tejer una memoria común, que como toda memoria social y cultural será siempre una memoria conflictiva pero anudadora” (2002, p. 17; énfasis en el original). Si bien la más representativa narrativa colombiana de fin de siglo XX y comienzos del XXI, como la producida por Tomás González, R.H. Moreno Durán, Fernando Cruz Kronfly, Ramón Illán Bacca, Rodrigo Parra Sandoval, Roberto Burgos Cantor, entre otros, no abordan directa y explícitamente el tema de la violencia y, por lo tanto, no conforman una narrativa de la violencia, al insertarse en el contexto histórico, político, social y cultural del fin de siglo, regido por el fraccionamiento y la deslegitimidad, proyectan, en el lenguaje, en la narración, la ausencia de relato a la que se refiere Jesús Martín-Barbero. Al proyectar esa ausencia, paradójicamente, la obra de estos escritores genera y compone, retomando para sí, y para la sociedad, los eventos históricos, 210
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ficcionalizándolos, desmitificándolos, sacándolos de lugar. Si entendemos, como lo hace gran parte de la historiografía colombiana, la violencia como parte de un proceso nacional, se hace patente la complejidad de los procesos de unificación, agregación y socialización, así como los de reivindicaciones de identidades sociales y culturales del ámbito local-regional que se han mantenido al margen de contextos más amplios estatales y nacionales. En el desarrollo de esos procesos se hace visible también un tipo de subjetividad que ha sido caracterizada como desencantada y que figura en un conjunto de obras producidas en las últimas décadas del siglo XX que asimilan y elaboran la narración del proceso nacional desde el lugar en que el agotamiento de los grandes proyectos revolucionarios y la deslegitimidad del Estado generan una compleja situación emotiva de desencanto.10 Esto significa que, en términos generales, la narrativa colombiana de fin de siglo, al igual que la producción de diferentes intelectuales de la época,11 se sitúa en una posición crítica frente a la cultura dominante y una búsqueda de transformación de la percepción del país a partir de la propuesta de visiones alternativas de la historia y de las estructuras sociales y económicas, así como la posibilidad y la necesidad de ofrecer un discurso alternativo al tradicional. El análisis de la obra de Tomás González, en tanto una forma crítica de encarar el discurso alternativo con que la literatura propone proyectar, problematizar y resquebrajar los dispositivos discursivos y sus diferentes activaciones políticas por medio de los cuales se ha buscado generar, implantar e imponer un proceso de constitución de identidades nacionales, permite ilustrar los modos y las formas por medio de las cuales en la narrativa colombiana de fin de siglo XX figura la comunidad y, particularmente, de qué manera el carácter violento de la historia colombiana y de la consolidación de las identidades nacionales ha determinado la figuración melancólica de esa comunidad. 10
Remito a mis trabajos Henao-Jaramillo (2015) y (2012).
Sobre el rol de los intelectuales, los académicos y las instituciones universitarias frente al panorama de la violencia en la historia colombiana de la segunda mitad del siglo XX, véase de Jorge Orlando Melo su artículo “Universidad, intelectuales y sociedad: Colombia 1958-2008” (2011). Remito también a la segunda parte del libro de Miguel Ángel Urrego Intelectuales, Estado y Nación en Colombia (2002), donde hace un relevamiento del rol de los intelectuales frente al Estado. 11
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Paisajes de violencia Uno de los tópicos de mayor impronta en la narrativa colombiana de fin de siglo XX es la violencia. El periodo de la Violencia en Colombia, que los historiadores enmarcan entre 1946 y 1964, dio pié a una importante producción narrativa. En un primer momento, la ficcionalización de la Violencia tomó los acontecimientos como hechos históricos y los recreó, siguiendo el rumbo de la violencia a través de sus muertos, sus víctimas y sus victimarios. Novelas como Los olvidados(1949) de Alberto Lara, El cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero Calderón,El día del odio(1952) de José Osorio Lizarazo, El gran Burundún-Burundá ha muerto (1952) de Jorge Zalamea, Vientoseco(1953) de Daniel Caicedo, oSin tierra para morir(1953)de Eduardo Santa, se inscriben en esta narrativa. Pero, como señala Augusto Escobar Mesa, a medida que la violencia fue tomando matices distintos al azul y rojo de los partidos en pugna “los escritores [fueron] comprendiendo que el objetivo no [eran] los muertos sino los vivos, que no [eran] las muchas formas de generar la muerte (tanatomanía), sino el pánico que consume a las víctimas” (1996, p. 151). Con el cambio de objetivo y de proceder de estas novelas de la Violencia, se genera una segunda instancia de ficcionalización en la que los estereotipos, el anecdotismo y los maniqueísmos se van dejando de lado y la narrativa se vuelve más crítica de los hechos, generando una nueva opción estética y una nueva manera de aprehender la realidad. Así, surgieron novelas en donde el interés no estuvo puesto tanto en lo narrado sino en la manera de narrar. La mala hora (1960) de Gabriel García Márquez, La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio, Bajo Cauca (1964) de Arturo Echeverri Mejía, o El día señalado (1964) de Manuel Mejía Vallejo, son novelas paradigmáticas de esta nueva etapa en la tradición de la narrativa de la violencia.12 12 La historiografía del periodo de la Violencia en Colombia ha tenido, a lo largo del tiempo, una muy amplia producción. Véase, a modo de panorama general, el libro citado de Daniel Pécaut (2012) así como los de Darío Acevedo (1995) y de Alberto Bermúdez (1995). Véase también el dossier preparado por Jeffrey Cedeño y Maite Villoria para la Revista Iberoamericana sobre la violencia y los diferentes aspectos que ésta ha tenido, a partir del periodo de la Violencia, en la cultura y la sociedad colombiana (2008). Para los estudios sobre la literatura de este periodo, refiero al artículo de Luis Marino Troncoso (1987) y a los estudios
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Así como cambió la ficcionalización del periodo de la Violencia, la realidad colombiana también ha sufrido, literalmente, distintos cambios respecto a la violencia que la determina. Con el fin del periodo de la Violencia y el surgimiento del Frente Nacional, se incrementó la lucha de guerrillas durante la década del setenta; en los ochenta, sumados a esta lucha, salieron a la luz el conflicto del narcotráfico, el problema del paramilitarismo, la limpieza social, entre otros. En definitiva, la violencia en Colombia no es exclusiva de la Violencia. Es, por decirlo de alguna manera, el continuo determinante de una realidad social en extremo compleja, “constante histórica que ha sido decisiva tanto en la formación y construcción de la ciudad como en la representación de las fracturas en la identidad nacional” (Giraldo, 2008, p. 423). La situación de permanente violencia, que ha cooptado la historia de un país donde dar la muerte y recibirla han dejado de ser acontecimientos para convertirse en meros actos rutinarios, ha hecho que el desarrollo de procesos identitarios simbólicos y colectivos se encuentre fuertemente condicionado por ella. No es fácil encontrar una obra literaria publicada en Colombia en los últimos veinte, treinta años que no contenga, bien sea como hilo conductor, como trasfondo o como asunto marginal, algún evento relacionado con la violencia que vive el país. La obra de Oscar Collazos, de Darío Jaramillo Agudelo, de Albalucía Ángel, de Roberto Burgos Cantor; la de Ramón Illán Bacca, la de Fanny Buitrago, Luis Fayad, R.H Moreno-Durán y Fernando Cruz Kronfly, entre muchas más, tiene, cada una a su manera, alguna relación con ella. El escritor Pablo Montoya, en su novela Los derrotados (2012), sintetiza la necesidad de acudir a la violencia. Uno de los personajes de la novela dice creer que de Augusto Escobar Mesa donde diferencia entre “literatura de la Violencia” y “literatura sobre la Violencia” (1996) (1997). En el primer grupo, Escobar Mesa señala la existencia de un “predominio del testimonio, de la anécdota sobre el hecho estético. En esta narrativa no importan los problemas del lenguaje, el manejo de los personajes o la estructura narrativa, sino los hechos (1997, p. 116). Entre tanto, en el segundo, Escobar Mesa integra obras en las cuales “no importa tanto lo narrado como la manera de narrar” (1997, p. 127). Remito igualmente a los trabajos “Pájaros, bandoleros y sicarios. Para una historia de la violencia en la narrativa colombiana” (Rodríguez, 1999), “Siete estudios sobre la novela de la Violencia en Colombia, una evaluación crítica y una nueva perspectiva” (Osorio, 2006), así como al trabajo de María Helena Rueda La violencia y sus huellas, particularmente a su segundo capítulo titulado “La Violencia ¿Qué hay en un nombre?” (2011).
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el único tema que tenemos los escritores de este país es la violencia. No es fácil reconocerlo, porque, de alguna manera, esa premisa es una condena. La cuestión es simple: si uno obedece la cláusula, tan vieja como Homero que aconseja al escritor escribir sobre su realidad, no hay otro remedio que enfrentarse a la nuestra. Esta, no hay que ser iluminado para saberlo, siempre ha estado signada por el crimen. Y cuando se escribe de otra cosa que no sea el delito, el robo, la extorsión, el magnicidio, la respectiva masacre, el desaparecido de turno, el escritor termina siendo falso, pedantemente modernista, incapaz de resolver el tema único y escabroso exigido por nuestra historia. Y si no es la violencia de la que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota. Claro que se puede escribir sobre otros asuntos, ni más faltaba. Una novela sobre la desnudez y el voyerismo, cuentos sobre música clásica, diarios de viaje a Europa, ensayos sobre artes plásticas, fotografía y botánica. Pero tarde o temprano te darás cuenta, si eres un escritor colombiano de verdad, de que la realidad que nutre estas circunstancias, digamos íntimas o subjetivas, o extraterritoriales, está urdida por la violencia. Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido (Montoya, 2012, p. 145). El caso de Tomás González, cuyas primeras producciones de la década de los ochenta pasaron extremadamente desapercibidas, ofrece una vuelta de tuerca a la ficcionalización de la violencia. En el 2010 González publicó su quinta novela, Abraham entre bandidos. Se trata de una narración que pone en entredicho la comprensión de la violencia como efecto del enfrentamiento entre identidades divergentes que buscan la eliminación de la diferencia. El hecho mismo de que González, cuya obra hasta ese entonces se había ocupado de narrar la violencia en su carácter inmanente, esto es, como condición incesante de la vida, y que lo había hecho a partir de la narración de historias íntimas, familiares,13 hace de Abraham entre bandidos una novela atípica, no 13
Es el caso de su primera novela, cuya primera edición es de 1983, Primero estaba el
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solo en su producción, sino también en la producción literaria colombiana y en sus formas de representar la violencia.14 Como bien señala Paula Marín, la serie de novelas compuestas por Primero estaba el mar, Para antes del olvido, La historia de Horacio y Los caballitos del diablo mantienen relaciones no solo temáticas, que entretejen las novelas, sino que conforman una serie de relaciones generacionales que permiten que el conjunto de la obra se sitúe en una perspectiva evaluativa de la historia colombiana: “La historia de la familia González es una alegoría de la historia social del país y muestra cómo la unidad familiar se ha roto, así como también se ha roto la unidad nacional, social” (Marín, 2013, p. 89). Este sentido relacional, familiar de la obra de González, que Marín Colorado lee como alegoría de lo nacional, resalta el carácter atípico de Abraham entre bandidos.15 Desde el título y la ilustración de la tapa –un dibujo hecho por el artista Mateo Pizarro que muestra a un hombre de espaldas caminando cabizbajo entre el monte– Abraham entre bandidos se presume como una novela que fluctúa, una novela que tiembla, una novela del entre. El concepto del entre es, como cabe suponer, un concepto cargado de múltiples derivas filosóficas y, por lo tanto, de variados significados críticos. Sin embargo, o quizá por ello mismo, es siempre, no deja de serlo, un concepto en formación. En principio, en relación a Abraham entre bandidos, conviene entenderlo como una categoría espacial, como una topología o, precisándolo aún más, como una ontopología:
mar (González, 2011a), donde se narra la muerte violenta de su hermano Juan en un pequeño poblado de Urabá, así como de Los caballitos del diablo (González, 2012), que narra la muerte, también violenta, de otro de sus hermanos en el Valle del Cauca. Para un estudio de las primeras novelas de Tomás González véase de Paula Marín Colorado el capítulo “Tomás González. Simbologías posmodernas en el campo de la novela colombiana contemporánea” (2013). En el año 2006 González había declarado que “[l]a violencia como tema en sí no me interesa, pues se vuelve monótona, monocorde, y desfigura el mundo cuando uno deja que se robe el primer plano. A veces se hace por un interés morboso, malsano; otras por tremendismo y ganas de figurar o vender; otras por imprudencia, me imagino” (2006b, s/p). 14
“Primero estaba el mar y Los caballitos del diablo narran la historia de los hermanos J., Emiliano, David (alter ego de Tomás González) y “él”; Para antes del olvido y La historia de Horacio narran la historia de los hermanos Alfonso, Álvaro (padre de J., Emiliano, David y “él”), Horacio y Elías (personaje literario basado en Fernando González, el filósofo de Envigado, uno de los intelectuales más reconocidos en Colombia en la segunda mitad del siglo XX, tío de Tomás González)” (Marín Colorado, 2013, p. 88). 15
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aquello que denomina un lugar de ambivalencia, de tensión, aquello que Jacques Derrida comprende como “una axiomática que vincula indisociablemente el valor ontológico del ser-presente (on) a su situación, a la determinación estable y presentable de una localidad (el topos del territorio, del suelo, de la ciudad, del cuerpo en general)” (2002, p. 122; énfasis en el original). La particularidad de esa espacialidad, al referirse al valor ontológico del ser-presente, es que es un espacio de relación, es un espacio expuesto a la relación, un espacio del con, o, todavía más, el espacio que posibilita la permanencia del con. En la figura bíblica de Abraham, con la que está potenciado el título mismo de la novela, se encuentra condensado tanto ese ser-presente en situación como el llamado (y la obediencia) a posibilitar la permanencia del con en un espacio de relación con el Otro. Recordemos el comienzo del capítulo 22 del Génesis: “Y sucedió que después de estos sucesos, Dios puso a prueba a Abraham, y le dijo: ‘¡Abraham!’ Y él dijo: ‘heme aquí’” (Génesis, 22: 1). La respuesta de Abraham contiene, pues, la marca lingüística, positiva, del valor ontológico del ser-presente en su situación: una ontopología.16 Por otro lado, pero así mismo, el entre es, también (o por ello) una categoría temporal que denomina el tránsito subjetivo desde una instancia histórica a otra. ¿Cómo están marcadas, cómo se reconocen esas temporalidades allí donde se encuentran las marcas que identifican al sujeto? ¿Cómo se superponen unas con otras? Es en el entre del relato –en el relato del entre, en su fluctuación y su temblor– donde pueden ser visibles las marcas de esas temporalidades como simultáneas posibilidades del sujeto histórico. De ahí que el relato de Abraham entre bandidos sea un relato del pasado hecho desde (sobre) el porvenir, es decir, un relato temporal del entre. La fluctuación y el temblor son huellas que se repiten (y que se diferencian) en distintas representaciones de la violencia que, a lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI, han producido la literatura y el arte en Colombia. Un ejemplo emblemático de esa fluctuación, de ese temblor, es el famoso cuadro de Alejandro Obregón apenas titulado Violencia. Es un cuadro de 1962 en el que el cuerpo de una mujer embarazada, sin brazos, fluctuante entre la muerte y la vida, se funde hasta la confusión con el paisaje gris y tembloroso. Un Sobre la figura de Abraham y su uso en la filosofía derrideana, remito al artículo de Gabriela Balcarce (2009). 16
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cuerpo que fluctúa entre su materialidad descompuesta, mutilada, violentada, y el entorno geográfico, también descompuesto, violentado, temblante, del paisaje donde sobreviene la Violencia. Este cuadro, señala el poeta Eduardo Escobar: “a pesar de su carácter trágico, comunica una extraña serenidad: el cielo moribundo, ensombreciéndose en un volumen premonitorio, es una meditación que trasciende la mera figuración del mundo” (2012, p. 26). En efecto, el cuerpo impotente de la mujer embarazada (un solo diminuto toque rojo bajo el pecho caído sintetiza la sangre de su muerte, la muerte de su sangre) potencia la carga simbólica al descubrirse él mismo paisaje, territorio montañoso donde esa violencia es causa y efecto de la situación de su cuerpo, de sus cuerpos. El propio Obregón señala que al cubrir con las manos el rostro de la mujer en el cuadro, de su cuerpo surge un paisaje con su volcán y su montaña: “Violencia –dice el artista entrevistado– podría asimilarse a una mujer asesinada que asemeja la cordillera del Quindío” (Auqué Lara, 1962, s/p). Es en esta cordillera, en esta geografía temblorosa que fluctúa entre la tierra caliente, la tierra templada y la tierra fría, en este paisaje que ondea entre los cafetales y los ríos, donde la violencia partidista de mediados del siglo XX, la Violencia con mayúsculas que el cuadro de Obregón sintetiza de manera espeluznante, tuvo sus más horrendas cuotas.17 Se calcula que en ese periodo fueron asesinados cerca de 200.000 colombianos y más de dos millones de campesinos fueron obligados a dejar sus tierras y a trasladarse a los cascos urbanos y a las capitales de sus regiones. La última fase de la Violencia, que coincide con los primeros gobiernos del Frente Nacional, dio pié a que, principalmente en esa cordillera y en los departamentos de Quindío, Valle del Cauca y Tolima, se asentara el fenómeno del bandolerismo como una expresión de la crisis de las relaciones entre las poblaciones campesinas, los movimientos sociales, el Estado, los partidos políticos y los actores armados (Sánchez y Meertens, 2006, p. 9). Gonzalo Sánchez y Donny Meertens, en su ya clásico estudio Bandoleros, gamonales y campesinos, señalan que el fenómeno del bandolerismo en Colombia, además de ser un bandolerismo social del tipo identificado por Hobsbawm en su libro
17 La bibliografía sobre Alejandro Obregón es amplia, particularmente sobre su obra Violencia. Remito al todavía interesante artículo de Marta Traba (1974) y al libro de María Carmen Jaramillo (2001).
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Bandidos (2001), tiene la particularidad de ser un bandolerismo político. Esto quiere decir que el bandolerismo colombiano del periodo de la Violencia, surgido en zonas rurales en un contexto nacional en el que los movimientos sociales se encontraban en una difícil situación de cara a la recomposición de las clases dominantes en el Frente Nacional, fue producto de un entramado de relaciones políticas “cuya aparición misma está determinada por su relación de dependencia respecto a uno o varios componentes de la estructura dominante de poder, como los gamonales, los partidos políticos, que cumplen una función legitimadora del orden establecido, o de una de las fracciones de la clase gobernante. (…) La subordinación política no es aquí un mero accidente en la carrera del bandolero, sino el elemento que motiva y define en primera instancia sus actuaciones y sus blancos” (Sánchez y Meertens, 2006, p. 53). Aunque bandas como la de Chispas, la de Sangre Negra, la de Efraín González, la de Pedro Brincos, o la de Desquite; bandoleros como Capitán Veneno, como El Tigre, Alma Negra, Zarpazo o Capitán Venganza cometieran asesinatos, secuestros, asaltos, extorsiones y raptos, es decir, acciones entendidas por la sociedad dominante como delictivas –lo que las convierte en una forma de ilegalidad– son grupos que no se reducen a ello. Son también, en su configuración y en su accionar, un espacio donde se producen y confluyen relaciones sociales que, en palabras de Sánchez y Meertens reproducen la vida de la sociedad e incluso –se ha sugerido– las jerarquías, relaciones de género y sistemas de autoridad exteriores. (…) Podría decirse, y de manera paradójica, que los bandoleros son seres trashumantes que nunca se han ido de su propia comunidad porque la llevan consigo, y yendo más lejos hasta cabría sugerir que la banda no es, contra todas las apariencias, una forma de escape de la sociedad existente, sino de resignación o, a lo sumo, de ‘adaptación ofensiva’ (por oposición a ‘pasiva’) frente a ella (2006, p. 11). Estas comunidades que se llevaban consigo los bandoleros en su trashumar se encontraban adscritas a la lógica antagonista de la Violencia generada por la enemistad entre liberales y conservadores, las dos colectividades políticas que estaban en pugna desde el siglo XIX. Fue este antagonismo –en palabras de Pécaut “argumento aparente de una fragmentación radical de lo social” (1997, 218
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p. 7)– lo que profundizó la fisura que atraviesa aún hoy el campo social y simbólico del país. De ahí que para la antropóloga María Victoria Uribe, esta relación antagónica pareciera ser “una relación imposible entre dos términos, cada uno de ellos impidiéndole al otro lograr su identidad consigo mismo” (2004, p. 24). Lo paradójico de este antagonismo es que no se produce entre sujetos extraños, sino que por el contrario, se produce entre identidades similares, entre sujetos que se conocen, que son, si se quiere, análogos, y que comparten rasgos culturales. Señala María Victoria Uribe que Los cerca de doscientos mil muertos que dejó la Violencia de mediados del siglo XX fueron en su inmensa mayoría habitantes pobres de las zonas rurales, católicos que iban a las mismas escuelas, frecuentaban los mismos espacios de sociabilidad y reconocían la misma bandera y, lo más importante, pertenecían al mismo estrato social. Entonces ¿qué los separaba y los convertía en extraños? (2004, p. 35) La problemática que encierra esta última pregunta es la que aborda la narración de Abraham entre bandidos, cuya trama principal podría ser resumida así: Abraham y su amigo Saúl son retenidos el 18 de febrero de 1954 por la banda que comanda Enrique Medina, alias Pavor, un antiguo compañero de escuela ahora convertido en bandolero: Hacía treinta y dos años Enrique Medina y [Abraham] habían asistido a la misma clase de la escuela primaria del pequeño municipio donde el padre de Abraham había tenido la más grande de sus fincas. En ese tiempo muchos hacendados traían institutrices para que les enseñaran a sus hijos en las casas, pues no querían que se juntaran con los niños campesinos que iban a las escuelas públicas. No él (González, 2010, p. 11). Como de muchos bandoleros, de Pavor se había construido un mito. Se decía que era bueno con los humildes y que robaba a los ricos. Explica el narrador Esa fama se debía a que, durante las borracheras, le daba a veces por lanzar al aire billetes, para que la gente los recogiera; pero eso en realidad ocurría cada mil años, pues Enrique Medina podía beber mucho sin emborracharse y era más bien tacaño. La verdad es que a su paso, más que –219–
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billetes, había dejado un largo rastro de sangre, y cientos de viudas y de huérfanos (González, 2010, p. 10). Abraham y Saúl son obligados a trashumar entre los bandidos por diferentes zonas de la cordillera sin más razón que el capricho de Enrique Medina. “—¿Sabés qué entonces? —dice el bandolero cuando toma la decisión de llevarse a Abraham y a Saúl—Vámonos juntos y seguimos la fiestica por el monte y ahí vamos viendo lo que hacemos.” (González, 2010, p. 15). Durante esos días son testigos de las acciones que ejecuta la banda de Pavor: robos, asesinatos, violaciones, masacres. “Abraham y Saúl vieron a los hombres de Pavor cortarles con los machetes las cabezas y los genitales a los soldados muertos y ponérselos a cada uno en el estómago abierto” (González, 2010, p. 152). Pero también viven con ellos diálogos, temores, borracheras, intimidades, afectos como cuando de repente vieron a Trescuchillos, que parecía haberse materializado de la nada ante ellos frente al cafetal. Con un gesto de la cabeza el bandolero le indicó a Piojo que se acercara y le dijo algo al oído. — Que cuál de ustedes dos tiene buena letra –dijo el niño, y Abraham y Saúl se miraron sin saber qué hacer. Entonces Saúl dijo: — Abraham tiene. — Mi sargento necesita que le escriba una carta, don Abraham – dijo el niño y le entregó un lápiz, una hoja de papel de carta doblada en dos, limpia, sin arrugas, y un libro que parecía un misal, para que se apoyara. Trescuchillos le murmuró algo al oído a Piojo, que le dijo a Abraham: —Querida madre… (…) Quiero, por la presente –dijo Piojo–, hacerle saber que todavía estoy vivo y que me acuerdo mucho de usted. Es por ese motivo que le estoy mandando esta carta, para que no se preocupe, porque me acuerdo mucho de usted (González, 2010, p. 134).
Geografía de los afectos En un ensayo titulado “Del ser singular plural” Jean-Luc Nancy, remitiéndose a Heidegger, define como una condición ontológica primordial 220
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el ser-con y el estar-juntos. Toda presencia, para Nancy, es una presencia compartida. “El ser no puede ser más que siendo-los-unos-con-los-otros, circulando en el con y como el con de esta co-existencia singularmente plural” (2006, p. 19; énfasis en el original). Y más adelante agrega: “si el ser es ser-con, en el ser-con es el con lo que da el ser, sin añadirse” (2006, p. 46), “el ser-con es el problema más propio del ser” (2006, p. 48), y es el con el que con-forma la comunidad (2006, p. 51). Pero puede uno preguntarse, en relación a la novela de Tomás González, ¿qué pasa cuando esa comunidad está dada no bajo el régimen del con, sino bajo el régimen del entre? ¿Qué posibilidad tiene una comunidad de serlo allí donde el con que la con-forma ha sido desviado, forzado, transmutado o reemplazado por otro tipo de vínculo (otro tipo de guión, diríamos) con el que los cuerpos y sus subjetividades se entrelazan? ¿Qué pasa cuando ese vínculo otro, ese que ya no es el con, es un vínculo que no termina de serlo del todo, como sucede con el entre de Abraham entre bandidos? Porque ese entre, debemos advertirlo, refiere no tanto a un vínculo como a una tensión. Recorrer esa tensión, trasladarse hacia ella, entre ella, realizar la posibilidad de una comunidad en ese territorio que ella traza, en ese paisaje de violencia y esa geografía de los afectos, pareciera ser el sentido ya no solo literario sino, por literario, político, de la novela de González. Ese territorio de la tensión que no es otro que un territorio del entre. Tomás González habla de ese territorio del entre de manera simple y general. En una entrevista que puede leerse en la red, declara que aquello que sucede en sus libros es siempre la lucha entre la vida y la muerte. En todos se narra ese conflicto de fondo, siempre permanente, de la existencia [...] es ese el tema que une todas mis narraciones, desde El viaje infinito de Carola Dixon [un cuento de su libro El rey del Honka-Monka], que transcurre frente a las costas de Nueva Jersey; hasta La historia de Horacio, que se desarrolla en Envigado durante la década de los sesenta. Creo que para mí ese es el gran tema: el conflicto entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, entre la forma y el caos. (Duarte, 2010, s/p).18 18
Sobre esto mismo tema, en relación a la figura de los manglares, utilizada por González
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Geografía de los afectos en Abraham entre bandidos de Tomás González
Oscar Campo señala como eje de la narrativa de Tomás González una operación de desintelectualización de la escritura que hace que tanto sus novelas como su poesía no establezcan diálogos con otras obras sino que estén interesadas en acercar al lector directamente a la experiencia vital ofrecida a través de un tratamiento de contención en el lenguaje (2012, p. 166). Acerca de esta relación y la escritura de Abraham entre bandidos dice González en entrevista para la revista El malpensante: Escribí una novela sobre la Violencia de los años cincuenta porque es la que conozco mejor. Si hubiera conocido bien lo del sicariato, y lo hubiera vivido, seguramente habría escrito algo sobre el tema. El narcotráfico lo toqué en un cuento, “Las palmas del ghetto”, y es muy probable que en algún momento vuelva a ocuparme del asunto, pues lo viví más directamente y me asombra. Viví la Violencia de los años cincuenta en Santuario, en la finca de mi abuela. Las historias de atrocidades eran allí interminables, y las cicatrices morales y físicas, muy visibles. También sentí la Violencia con toda su fuerza a través de las historias de la familia de Dora. Ella y toda su familia vivieron esos años en Sevilla, Valle, donde era cosa de todos los días ver llegar de las veredas los camiones de Obras Públicas cargados de muertos y presenciar los asesinatos políticos en las calles (Galán Casanova, 2012, s/p). Esta relación con la experiencia y la escritura tiene una permanente presencia en la obra de González. Es el caso de Primero estaba el mar (González, 2011a) donde es la experiencia de los personajes, Elena y J., en ese lugar selvático cerca de Turbo, las que hacen del lugar al que llegan un paisaje cruento, vasto, perturbador, muy en la tradición (o mejor sería decir en la distinción) de La Vorágine (Báez, 2010, p. 216). También se da esta relación de la escritura y la experiencia como determinante en la constitución de los espacios, los paisajes, los territorios que habitan y por donde transitan los personajes en la novela La historia de Horacio (González, 2011b), donde la vitalidad del peren su poemario, justamente titulado Manglares (2006a) apunta Marín Colorado que ¨[l]a estética de González plantea la necesidad de entender los dos polos en relación siempre necesaria (pero manteniendo sus respectivas particularidades) a partir de la figura del ciclo” (2013, p. 87).
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sonaje está determinada por la conservación del lugar en la cual esa vitalidad se experimenta. La relación entre experiencia y escritura en la narrativa de González es dada tanto por la contención del lenguaje como marca de escritura, que opera como una forma de compaginar al lenguaje con los territorios del entre, como por el distanciamiento que la escritura contenida profiere sobre aquello que relata. Esto es en extremo visible en la novela La luz difícil (González, 2011c) donde el relato de la muerte se da desde la perspectiva no de quien muere sino de quien lo sobrevive, con el plus de que éste último expresa la experiencia de la sobrevivencia a través del dispositivo de la pintura. Esto permite señalar que, en términos generales, en la obra de Tomás González, es en y por la escritura (en relación con la experiencia) que esos territorios, esas geografías de los afectos, tienen la posibilidad de ser recorridos y transitados (experimentados por cuerpos en tránsito) y de establecerse como territorios de tensión política e histórica. Podría sumársele a las tensiones entre la vida y la muerte, el bien y el mal, la forma y el caos, enunciadas por González, dos tensiones más que trazan los territorios del entre en Abraham entre bandidos. Una es la tensión entre los personajes y la geografía que recorren, la fluctuación que se da entre unos y otros, los recorridos, las travesías, las caminatas, los extravíos en ese paisaje de violencia al que Abraham (aquel que, bíblicamente, es quien recibe el llamado, a quien se le dice “ven, haz lo que yo digo”) es forzado a penetrar por mandato de Pavor.19 En esta tensión se descubre la novela como la narración de un trayecto, es decir de un espacio y una temporalidad que conforman una zona indecidible, un territorio del entre que acontece entre la partida y el regreso:
Este llamado bíblico que se le hace a Abraham es lo que Derrida (2006, p. 58), al analizar la temática de la obediencia incondicional y siguiendo a Lévinas, relaciona con una responsabilidad singular, esto es, una responsabilidad que no le es dada al sujeto como responsabilidad que le es dada para sí mismo, sino que es una responsabilidad que se instaura a partir del otro, para el otro, en el otro. En este sentido, el Abraham de la novela de González es aquel que, a su pesar, asume la responsabilidad por aquel otro que lo conduce por la geografía afectiva de la violencia. Su responsabilidad no es consigo mismo, ni siquiera con sus homólogos, con sus ‘amigos’, sino con aquel otro que encarna la diferencia. En otras palabras, carga, en su llamado, con la responsabilidad de ese Otro que es su ‘amigo-enemigo’. 19
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Otra vez se empezó a oír el sonido del agua que bajaba con fuerza entre las piedras. Saúl le preguntó a Abraham que cómo se sentía y Abraham dijo que tenía flojas las rodillas, y que la sed y el hambre lo estaban matando. ‘Alguna vez tendremos que parar y algo nos habrán de dar de comer estos hijueputas’, dijo Saúl en voz baja. Pero durante mucho tiempo el río se siguió oyendo lejos, a pesar de que ellos parecían estar avanzando. Y la sed arreciaba. Ya vamos llegando, muchachos, decía Piojo, pero volvía a aparecer otra montaña que era necesario subir, otra cañada por la que había que bajar, y aparecían más guaduales y cafetales, y fincas lejanas donde ladraban los perros, y al río nunca llegaban (2010, p. 153). En esta tensión, el entre de Abraham entre bandidos es el recorrido de unos cuerpos compelidos a penetrar a través de una inmensa geografía marcada por los paisajes de la violencia, donde coexiste la belleza y la inmensidad de las montañas entre el horror y el desangre de los robos, los asesinatos, las masacres. “Nubes blancas, muy pacíficas, cruzaban el azul uniforme bajo el cual nadie habría podido pensar que transcurrieran guerras, mucho menos aquella, que, como ojos reventados, cascos de botellas en las palmas de las manos, uñas arrancadas, dientes descuajados, fluía de manera tan desordenada y caprichosa” (2010, p. 154). Cada lugar al que llegan los bandoleros liderados por Pavor, cada camino por el que avanzan y por el que impulsan a Abraham y a Saúl, cada montaña, cada río, está siempre más allá, incluso cuando esos lugares, esas montañas, esos ríos, se repiten: “Abraham sintió que el Tiempo estaba recorriendo el mismo camino, pero en sentido contrario, y que ahora era todo doblemente difícil y oscuro” (2010, p. 184). La narración del paisaje y de los cuerpos que lo recorren es siempre la narración de un tránsito. “Abraham esperaba con impaciencia el fin de la conferencia y el comienzo de la actividad, para echar otra vez a andar y darle aunque sea sentido a la situación en que estaban” (2010, p.168). Las pocas veces que ese tránsito se detiene, el propio paisaje, su violencia, su belleza, hace desaparecer los cuerpos, exhaustos: “Todo el mundo estaba al borde del colapso. Se tendieron como fardos lo mejor que pudieron y casi de inmediato todos dormían, a pesar del frío y de la niebla que poco después, compasiva, los borró por un tiempo de la Tierra” (2010, p. 174). La otra tensión que traza el territorio del entre en Abraham entre bandidos
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es la tensión política e histórica que conforma la dicotomía –determinante de la historia violenta de Colombia, de su paisaje de violencia– entre amigo y enemigo.20 Se sabe que la construcción de las identidades políticas en Colombia, no solo en los años cincuenta, sino aún todavía, pasa por el dominio de una lógica de guerra sobre una lógica política, donde la sobrevivencia de uno depende de la muerte del otro y “todas las relaciones quedan reducidas a la lógica amigo-enemigo” (Blair, 1995, s/p). Esta lógica, que en el caso colombiano ha perdurado en el tiempo, instaura lo que María Teresa Uribe, Foucault mediante, identifica como un “estado o situación de guerra”. La situación de guerra remite a un Estado cuya soberanía es débil o no ha podido terminar de ser resuelta, y por lo tanto es puesta en cuestión por poderes que acuden a las armas disputándose el ejercicio de la dominación territorial. “Lo predominante en el escenario del estado de guerra” –señala la politóloga– “son las mutuas desconfianzas, las manifestaciones de hostilidad entre las partes, el desafío permanente y la voluntad manifiesta de no reconocer más poder que el propio, prevalidos los grupos concurrentes de la fuerza que otorga la violencia y de su capacidad para usarla en contra del enemigo” (Uribe, 1998, s/p). Es dentro de este escenario donde se relacionan y se desplazan los personajes de la novela de González. En ella, la dicotomía que propone la lógica política de amigo y enemigo es conducida hacia un territorio del entre en el que los vínculos afectivos (la antigua amistad entre Abraham y Pavor; la amistad presente entre Abraham y Saúl; la relación de pareja entre Abraham y Susana, la maternal entre Susana y sus hijos, etc.) operan en la puesta en crisis del binomio. Estos vínculos afectivos son quizás uno de los tópicos más visibles de la narrativa de Tomás González. De ahí que, por ejemplo, Jaime Andrés Báez, en su ensayo sobre Primero estaba el mar y Los caballitos del diablo se detenEs directa acá la vinculación con la idea schmithiana de lo político definida por la relación amigo-enemigo. En el pensamiento de Carl Schmitt, aquello que permite la constitución de la unidad política se da cuando es clara y visible la frontera entre amigo y enemigo (Schmitt, 1991, p. 41). En palabras de Enrique Serrano “[l]a política en los contextos donde impera la enemistad absoluta se plantea como objetivo central mantener la integridad del grupo social, mediante la homogeneización de la concepción del mundo de sus miembros. Los conciudadanos, esto es, el grupo de ‘amigos’ diferenciados de los ‘enemigos’ están unidos por un vínculo afectivo, reforzado por el hecho de que comparten el conjunto indiferenciado de valores en los que se legitima el orden social. Se puede decir que en este caso, los ‘amigos’ son los prójimos” (Serrano, 1997, p. 23). 20
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ga en la comprensión del cuadro familiar de J (2010, p. 218). En cada una de las novelas de González, desde Primero estaba el mar hasta Temporal (2013), los personajes y los escenarios en los que actúan están en estrecha relación con tensiones afectivas, de tipo familiar, fraternal, amistosa. Los familiares van y vienen en distintas novelas, haciendo aún más compleja la posible relación política entre los personajes, puesto que la franja entre amigo y enemigo se hace, en cada una de ellas, casi invisible, pasan de uno a otro extremo, situándose, indefinidamente, en ese territorio del entre de la ambigüedad. Abraham entre bandidos se sitúa, narrativamente, en un espacio incierto, indeterminado entre la amistad y la enemistad producida por la violencia. Esta indeterminación, aquello que hace indecidible esta tensión entre amistad y enemistad, proviene del hecho de que la novela no toma la cuestión amigo-enemigo como un asunto propiamente singular. No se trata tanto de una amistad determinada, del tipo ‘Abraham el amigo (o el enemigo) de Pavor’, como tampoco, explayando otro tipo de identidad, se trata de los enfrentamientos entre bandos liberales y conservadores, identidades políticas en pugna. Se trata más bien de la tensión entre amigo y enemigo en tanto aquello que posibilita (y que impide también, que obstaculiza) los lazos existentes en una sociedad históricamente violenta. No es de la amistad (o la enemistad) de uno a otro de lo que trata la novela de González, sino más bien del entre que exige la amistad y la enemistad para realizarse como lazo social, como cuestión, diría Derrida, de lo político (1998), como potencia, diría Agamben, de lo político (2005). En ese sentido, la tensión entre amistad y enemistad en Abraham entre bandidos otorga a los personajes la común afirmación de su estar-entre. Son indecidibles y fluctuantes la amistad y la enemistad en las razones que llevan a Pavor (o a Enrique Medina, depende de cómo se lo mire) a ejercer violentamente sobre Abraham la obligación de caminar con ellos por las montañas, de trashumar entre ellos por los paisajes de la violencia. Al final de la novela, cuando Pavor y su banda entran en desgracia y deciden dejar en su camino a Abraham y a Saúl, la tensión se materializa –una vez más– en el gesto de hospitalidad que implica compartir aguardientes y borracheras sin saber en qué momento se les viene encima el tiro que los mate. En esa oportunidad a Pavor le es devuelto su nombre familiar, su nombre afectivo: 226
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Enrique Medina se tomó un aguardiente y les pasó la botella. —El de despedida, niños—les dijo—. Para que no se me vayan cagados del miedo a verse con el Patas. ¿Si o no? Dejó pasar un momento, como esperando que Abraham y Saúl calcularan que ahora sí los iban a matar, y agregó: —Mentiras, hombre Abraham, es nomás por joder. ¿Cómo se les ocurre que voy a hacerles algo después de haber pasado tan bueno tantos días? ¿O no? ¿O ustedes qué dicen? (2010, p.198) La enemistad que marca el recorrido de la banda de Pavor, de la violencia con que realizan robos, asesinatos, masacres y la que obligan a atestiguar a Abraham y a Saúl ¿no es quizá en el fondo un disfraz de la amistad? En ese caso ¿qué es lo que oculta ese disfraz? ¿Qué es –o quién es– esa amistad disfrazada de enemistad? Esta pregunta, que la novela no responde, que la novela no busca responder, es análoga a la pregunta, citada más arriba, que se hace desde la historia y la sociología en relación con ese periodo mayúsculo que fue la Violencia: ¿qué los separaba y los convertía en extraños a unos de otros? Tal vez una manera de acercarse a esa pregunta (o una manera de desviarla) sea proyectándose hacia la pregunta, inocente en todo caso, de por qué Tomás González recurre, sesenta años después, a la narración del periodo de la Violencia. ¿Qué lo lleva a situar a sus personajes en los años cincuenta, volcándose, a su manera, sobre la tradición de lo que se dio en llamar la narrativa de la Violencia? Una primera impresión, y tal vez la más evidente, la más inocente, nos conduce a pensar que se debe a la necesaria distancia temporal del punto de vista que permite y constituye la experiencia estética (Campo, 2012, p. 167). Pero podrían encontrarse algunas otras razones que intentaran explicarlo. Una de ellas está relacionada con la perduración de la Violencia en la historia de Colombia: varios historiadores y sociólogos, como ha sido señalado, mantienen la hipótesis de que el conflicto armado que se ha mantenido en la segunda mitad del siglo XX es prolongación –con enormes variantes coyunturales– de la violencia partidista de los años cincuenta. La novela de González, en una primera mirada, pareciera admitir esta hipótesis. Sin embargo, lo hace de una manera muy particular: narrando unos hechos que son en sí mismos el porvenir. –227–
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La ficcionalización de un territorio del entre, tal y como se presenta en Abraham entre bandidos, supone a la vez interpelar las formas cristalizadas con que han sido fijadas las identidades políticas en el espacio nacional. Volver sobre el periodo de la Violencia permite pensar el carácter de las identidades como entidades dinámicas, motivos de cambio, de transformación y de articulación y no tanto como el producto de un constante enfrentamiento entre antagonismos. Este aspecto imprime a la narrativa colombiana de fin de siglo XX y comienzos del siglo XXI una historización radical de las identidades y una crítica a las concepciones que asumen la identidad como una manifestación inmutable de las subjetividades políticas. Como señalan Castro-Gómez y Restrepo, las identidades, antes que ser entidades fijas e inmutables, deben comprenderse como fenómenos procesuales que marcan las diferencias, superponiéndose, contrastándose y oponiéndose entre ellas: “Antes que unificadas y singulares, las identidades son múltiplemente construidas a lo largo de prácticas, posiciones y discursos yuxtapuestos y antagónicos. En consecuencia, las identidades no son totalidades puras o encerradas sino que se encuentran definidas por esas contradictorias intercesiones” (2008, p. 27). La articulación histórica temporal que propone Abraham entre bandidos podría leerse por lo tanto en, al menos, dos sentidos. Por una parte, la conjugación de los hechos pasados relatados por Susana, la esposa de Abraham, desde un presente, implican una disolución temporal propia del ejercicio de la memoria. Susana reflexiona sobre la experiencia de su esposo desde el presente. Y lo hace a conciencia de la prolongación de la situación de guerra, sobre la cual reflexiona: “Otra vez habían levantado la queda y se podía salir por las noches; las matanzas eran menos grandes y la gente volvía a hacerse ilusiones y a pensar que ahora sí llegaría la paz. Uno se engaña. Algún día se acabarán, claro, porque nadie se acostumbra a que anden matando así a la gente (ni siquiera los que matan), pero vea usted en lo que estamos todavía” (2010, p. 164; énfasis en el original). Al ser pasados los hechos que se relatan desde un presente mantenido, la dimensión de ese relato adquiere la materialidad del recuerdo: es objeto del recuerdo, sujeto al (del) recuerdo. Esto, a su vez, conlleva una transposición de los hechos desde el presente hacia el pasado, es decir, que ese pasado solo puede ser comprendido en la exposición del presente. En este sentido, no se trata de una representación del pasado, de sus hechos, sus actores, su esce228
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narios, sus paisajes, sus geografías, sino de una presencia destemporizada, transpuesta en un presente que, sin ser el suyo, le es dado y del cual se apropia. Pasado y presente allí comparten una sola temporalidad: la del relato. Pero por otra parte, ese relato es también una visión del porvenir. Aquello relatado, sucedido en el pasado y traído al presente por la memoria, contiene una reelaboración ficcional del porvenir. Lo que vendrá, aquello por venir, se sitúa allí en ese territorio del entre desde donde se narra, ese territorio que deja entrever, ficcionalmente, el espectro del futuro. En este sentido, Abraham entre bandidos sustituye la reproducción de las cosas (pasadas, presentes y/o futuras) por la construcción de sus relaciones, lo que permite que la fábula, el relato, sea una sobreposición de temporalidades, un entramado historizado de los paisajes y una sobreposición temporal de las geografías transitadas por lo afectivo y sus violencias. Los bandidos de los años cincuenta, hoy situados en la escritura de González, trashumantes de una geografía de los afectos y sujetos a un paisaje de violencia, son una forma de figuración de aquello que, en el periodo narrado, aún no ha sucedido, aquello que, por decirlo de alguna manera, expresa en pasado el modo venidero de su presencia, aquello que se aproxima. Y lo que se aproxima, como se sabe, aquello que está próximo a nosotros (en la historia, esto es, en el tiempo, pero también en el espacio) es el prójimo, aquel “otro” prójimo (próximo) a nosotros. El entre de Abraham entre bandidos es, así, un entre de posibilidad, de posibilidad en el otro, hacia el otro y entre el otro. Es también la posibilidad de franquear, desde la escritura, las distancias, las violencias que separan y configuran la dicotomía entre amigo y enemigo; de recorrer el espacio que esa dicotomía abre, ese territorio fronterizo en donde el amigo aún no es amigo y el enemigo no lo llega a ser todavía; la posibilidad de ser con en el entre de una transitada y violenta geografía de los afectos.
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Lo que el ojo no alcanza a abarcar: mirada paisajística en Primitive Offensive de Dionne Brand Azucena Galettini
Una mujer en un vuelo que la lleva a África. Todos a su alrededor ya están dormidos, ella contempla el mapa en la pantalla, que le muestra el recorrido del avión para llegar a destino, y piensa: “Like all maps, the one on the screen makes the land below seem understandable, as if one could sum up its vastness, its differentiations in a glance, as if one could touch it, hold all its ideas in two hands” (Brand, 2001, p. 89). En estas breves líneas de A Map to the Door of No Return (2011), híbrido entre libro de ensayos y relato autobiográfico, se observa una preocupación que es constante en su autora, la reconocida poeta caribeño-canadiense Dionne Brand: la simplificación de creer en la posibilidad de abarcar con la mirada un territorio, un espacio o una mera situación. El trabajo obsesivo con la fragmentación y el detalle que se observa a lo largo de su obra (que se traduce, por ejemplo en infinitas enumeraciones) dan cuenta de una mirada poética que ve al mundo como componentes inabarcables, imposibles de simplificar y reducir. Son infinitas las aristas que se abren, y conocer, comprender, como se observa en la cita, requiere del tacto, del imposible de apresar con las manos todas las ideas. Los mapas, los viajes, la (des)pertenencia a un territorio, son temas recurrentes en la obra de esta autora, nacida en 1950 en un pequeño pueblo costero de Trinidad y Tobago, Guayaguayare. Emigró a Canadá en 1970 y se –235–
Lo que el ojo no alcanza a abarcar: mirada paisajística en Primitive Offensive de Dionne Brand
instaló en Toronto, ciudad que es centro de varias de sus novelas. Durante la revolución de Granada (1979-1983) fue parte del Gobierno Revolucionario del Pueblo y padeció el bombardeo estadounidense que implicaría el fin de la presidencia de Maurice Bishop, hecho que se ve reflejado en su desgarrado poemario Chronicles of the Hostile Sun (1984). Luego de esa experiencia traumática, Brand retorna a Toronto, donde permanece hasta la actualidad. Si bien ha escrito cuatro novelas –In Another Place Not Here (1996), At the Full Change of the Moon (1999), What We All Long For (2005) y la más reciente Love Enough (2014)–, así como el libro de cuentos Sans Souci (1989), es principalmente reconocida como poeta y cuenta con nueve poemarios en su haber.1 Y si me he referido a ella como caribeño-canadiense es porque así suele denominarla la crítica de su país de residencia. Resulta innegable que Brand ya ha sido incorporada al canon de Canadá, como lo demuestra no sólo el hecho de publicar en una de las editoriales más importantes (McClelland & Stewart, uno de los sellos de Random House) o por la repercusión de prensa ante la salida de un nuevo libro (aunque, como es habitual, se observa una notoria diferencia en la atención recibida entre novela y poesía), sino por haber sido nombrada Poet Laurate de Toronto en el período 2009-2012 y por los numerosos reconocimientos que ha recibido.2 Por su última novela, Brand incluso llegó a competir con Margaret Atwood (eterna candidata al premio Nobel hasta que el galardón fue otorgado a su compatriota Alice Munro) por el prestigioso Trillium Award de Ontario, aunque ambas fueron derrotadas por la joven Kate Cayley. El poemario en el que nos detendremos en el presente ensayo, Primitive Offensive, no es técnicamente su primer libro pues lo precedió ‘Fore Day Morning de 1978 y en 1980 Brand publicó Earth Magic, una colección para niños. Sin embargo, hasta la fecha ‘Fore Day... no ha sido reeditado, mienEsto es, considerando ‘Fore Day Morning (1978), libro que la propia Brand parece descartar de su obra, como se mencionará más adelante; y excluyendo Earth Magic (1980), destinado al público infantil. 1
2 Entre ellos podemos mencionar: el Governor General’s Award para Poesía y el Trillium Book Award por Land to Light On (1997) el Pat Lowther Award por Thirsty (2002), el premio al Libro del Año de la Ciudad de Toronto, por la novela What We All Long For (2005) el Harbourfront Festival Prize en reconocimiento por su contribución a las letras, en 2006; mismo año en que recibe una beca de la Academia de las Artes, Humanidades y las Ciencias de Canadá. En 2009 fue nombrada Poet Laureate de Toronto y en 2011 recibió el prestigiosísimo Griffin Poetry Prize por Ossuaries.
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Azucena Galettini
tras que Primitive Offensive forma parte del volumen Chronicles. Early works (2011), que reúne tres poemarios: el mencionado Primitive Offensive, Winter Epigrams and Epigrams to Ernesto Cardenal in Defense of Claudia (1983) y Chronicles of the Hostile Sun (1984). En esa colección de “obra temprana”, Brand ha debido, como ella misma sostiene en una nota aclaratoria, modificar y corregir los poemas, aunque siempre en la búsqueda de preservar aquello que había hecho inicialmente. Sobre Primitve... afirma que: “[it] needed some tightening, some weeding of lines...”. Se observa entonces que la propia Brand decidió excluir ‘Fore Day... y sí reeditar Primitive…, aun cuando consideraba que este último requería cierto trabajo de edición. Por tanto, aunque ni en esa nota ni en la introducción de Leslie Sanders se explicite el por qué de la exclusión de ‘Fore Day..., es posible leer allí el gesto autoral fundante que establece como primera obra Primitive Offensive.3 Tal vez ese recorte obedezca a la apreciación que Brand tiene de sus primeros poemas: When I was seventeen or eighteen I felt I had to write like an African American poet. That kind of declamatory style. I started writing that way and then, at some point, I recognized that I couldn’t sustain it because it wasn’t my language. I needed to be much more aware of the twists and turns of the language that I was working [sic] in order to use it fully. So that declamatory style shaped the poetry in the beginning but then I drifted away from it (Butling, 2005, p. 71). Sin duda, en Primitive... se observan varias de las características que luego definirán el estilo de Brand. En primer lugar, es un poema largo, aunque claramente definido en catorce cantos (a diferencia de No Language is Neutral, Land to Light On o Inventory, que si bien presentan cortes, no son de estructura tan armada). Pese a la elección de los “cantos”, éste es menos narrativo que sus otros poemarios, pero sí se observa un juego con la épica. Por ello Sanders afirma que Primitive… es “Epic in scope, both historical and mythical in invocation” (2011, p. 9). Esta apreciación es muy acertada pues en este poemario se observa una preocupación por los orígenes dentro de la diáspora africana que excede lo meramente histórico, una apelación mítica a los ancestros que De todas formas, cabe destacar que en una entrevista de 1995, Brand admitió que Primitive… “is not a book I like any more because I find it kind of young” (Silvera, 1995, p. 360). 3
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Lo que el ojo no alcanza a abarcar: mirada paisajística en Primitive Offensive de Dionne Brand
no es en absoluto complaciente. El sujeto lírico trasciende las limitaciones temporales y de su propio cuerpo, fundiéndose en ciertas instancias con el paisaje, transitando diferentes momentos históricos, desde La Havanna de Las Casas hasta el París del inmigrante senegalés que vende chucherías junto al Pont Neuf. No obstante, lo que me interesa analizar en este libro es el trabajo con el fragmento en relación con el paisaje: la construcción de la mirada poética de Brand, que no busca abarcar ni tomar perspectiva, sino anclarse en lo mínimo, no con vistas a una construcción sinecdótica, sino para poner en entredicho la posibilidad de cualquier totalización, como la que los mapas esconden. La noción de paisaje y su relación con la mirada ha sido de especial relevancia en la poesía del Caribe anglófono, pues ha sido un elemento clave para dar cuenta de las apropiaciones del espacio tanto de los propios caribeños como de aquellos que vieron en él una fuente de consumo, tanto material como simbólica.
La construcción de una mirada: naturaleza y paisaje en las Antillas de habla inglesa La representación de la naturaleza en el Caribe ha producido en diferentes períodos diversos tipos de iconicidad. Como sostiene Mimi Sheller en Consumming the Caribbean (2003), durante los siglos XVI y XVII prima la recolección de información botánica: la detección de plantas especialmente útiles para aislarlas de su entorno y apropiarse del conocimiento indígena para beneficio de Europa. En sus propias palabras: These lists, catalogues, and encyclopedias of botanical knowledge allowed Europeans to imagine for the first time the finitude of the world, the complexity, variety, but also knowable limits of nature on this fragile planet. (Sheller, 2003, p. 65). En el siglo XVIII se observa la mirada racional, en la que el régimen visual que prima es el de la vista panorámica, la representación de una mirada “divina”, que sitúa al observador en una posición de dominio. Sheller (2003, p. 66) sostiene que esa escena operaba como una alegoría del progreso y la productividad del colonialismo, que permitía dominar la naturaleza para producir riqueza. Si en el período anterior, la mirada sobre el Caribe lo reducía a un catálogo botánico, en éste la imagen –238–
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representativa es la plantación, en tanto terreno cultivado, lógicamente delimitado y controlado. El tercer cambio en la representación de un “paisaje inventado”, según los términos de Sheller, ocurre durante el imperialismo romántico de finales del siglo XIX, en el que la vegetación tropical y la playa desierta se vuelven símbolos de un Caribe “renaturalizado”, sitio de aventura y romance. Pues, como sostienen los geógrafos culturales James Duncan y Derek Gregory (1999, p. 6), lo que primaba en la imaginación romántica a la hora de viajar era el apasionamiento por el costado salvaje de la naturaleza, la diferencia cultural y el deseo de verse inmerso en el color local, ya que la reestructuración del espacio del post-iluminismo destronó la soberanía de la razón y glorificó el impulso desmedido, la expresión individual y el espíritu creativo. Curiosamente, o no tanto, la playa desierta, con su arena blanca y su mar casi trasparente, las palmeras que ofrecen su sombra y sus frutos, propia de la postal caribeña, que surgió como respuesta a la búsqueda del imperialismo romántico, resulta aún hoy mítica. Ahora bien, como sostienen Silvestri y Aliata (2001, p.10) “[p]ara que exista un paisaje no basta con que exista ‘naturaleza’; es necesario un punto de vista y un espectador”. Es decir, todo paisaje es un “paisaje imaginario”, una construcción que se realiza sobre el espacio. La definición que el geógrafo cultural, especialista en paisaje y sus representaciones, Denis Crosgrove postula es: un área de tierra visible para el ojo humano desde una posición estratégica. […] Y, como denota el término «posición estratégica», el paisaje establece una relación de dominio y subordinación entre el espectador y el objeto de visión que están emplazados en distintos lugares [...] el espectador ejerce un poder imaginativo al convertir el espacio material en paisaje. (2002, p. 68). Me interesa particularmente ese “poder imaginativo” que se ejerce para convertir espacio en paisaje, pues considero que resulta productivo a la hora de pensar la poesía y la operación que un sujeto lírico ejerce sobre el material con el cual trabaja. En ese sentido “paisaje” es una categoría que permite articular espacio y estética. En términos de Roger (2007, p. 21-25), como “artealización” del espacio. Pero a su vez, la apuesta por una literatura nacio-
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nal conlleva siempre una pregunta por el territorio, hace nacer una mirada que busca en el paisaje aquello que caracteriza a un país, o una región. En el caso de la poesía del Carible anglófono, si bien el anclaje en un paisaje específico durante el surgimiento del nacionalismo en las décadas de 1930 y 1940 significó abandonar ciertos tópicos ridículos, como las odas a la nieve, la mentalidad seguía presentando una marcada ingenuidad pues, en palabras de Donnell y Welsh (1996, p. 114) “It was hoped that seemingly simple gestures such as writing sonnets to the hibiscus rather than the rose would collectively achieve a nationalization of consciousness”. Será en la década de 1950, con el advenimiento del llamado “boom caribeño” que el paisaje del Caribe será visto ya no como fuente de exotismo. Sin duda, la Generación del Boom, sitúa en el centro de la escena la conexión entre poesía y política. El paisaje no será simplemente un telón de fondo que aporte exotismo, y si bien en ciertos poemas minimalistas que buscan escapar de la presión que los obliga a evitar tanto los detalles sensoriales (que conllevan el riesgo del exotismo) y el lenguaje figurativo (que trae aparejado reinsertarse en las trampas de la mirada europea) el paisaje es reducido a sus elementos: la playa, las olas, el mar, los frutos; se hace evidente, como sostiene Laurence Breiner (1998, p. 205), que de esos rudimentos se llega a la presencia del sujeto y a la exposición de una postura política: “... a reminder that the urge to begin with the most elemental is often a response to pressures that politicize the work of poetry”. Así, tomando a Derek Walcott como figura ejemplificadora: In the period when Walcott is the poet of the empty beach and the uninterrupted horizon he is also the poet of the castaway, the solitary, the almost Emersonian I/eye on the beach. Poetry may start with elemental landscape, but a human figure soon materializes, and human language interposes itself (Breiner, 1998, p. 199). En ese sentido, es posible afirmar que la poesía del Boom politiza el paisaje al dar cuenta de las relaciones intersubjetivas y de poder presentes en el espacio que describen. Por tanto, si bien Cosgrove (1984), al hacer su estudio sobre el surgimiento del término paisaje en la ciudad renacentista italiana, considera que éste, en tanto se presentaba como representación de la naturaleza, permitía sostener la ilusión de que no implicaba una comodificación de la tierra
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sino que era muestra de un mundo en el que la vida estaba en armonía con la naturaleza –misma línea (Cosgrove, 2004, p. 61) con la que analizará la estetización de los paisajes de la campiña inglesa: como representación velada de la propiedad, la complacencia del patricio que retrata (o mejor dicho, manda a retratar) su posesión–; el uso del paisaje en la poesía del Caribe de habla inglesa a partir de la denominada Generación de Boom servirá para levantar ese velo con el que la estética recubre la lucha en el espacio. Pues en el Caribe la mirada desde una posición estratégica de la que habla Cosgrove se condice con la vista panorámica del espacio controlado y delimitado, asociado con la plantación, como ya se ha visto con Sheller. Y si como sostiene Benítez Rojo (1989), ésta en tanto “maquinaria económica” hermana a la dispar cuenca caribeña al punto de poder pensar el archipiélago como una misma isla que se repite, dado que en la plantación puede rastrearse el surgimiento de elementos culturales a toda la región, resulta lógica la ruptura con una mirada sobre el paisaje que replicara la visión de quien domina el espacio, pues en el Caribe no se encuentra obliterada la consciencia de que la modificación del espacio ocurre gracias al trabajo humano, muchas veces esclavo o semi esclavo, que éste surge de luchas y conflictos sociales. En ese sentido, es operativa la visón de espacio del geógrafo estadounidense Edward Soja, quien retoma la noción de “espacio social” del filósofo francés Henri Lefebvre para acuñar la categoría de Tercer Espacio. Este término me interesa especialmente en tanto modo de concebir la espacialidad, como una apertura que le permite a la imaginación geográfica, en términos de Soja (1996, p. 5) expandirse para dar cuenta de perspectivas múltiples que hasta entonces eran consideradas incompatibles, incombinables; e implica, asimismo, una postura política: It is political choice, the impetus of an explicit political project, that gives special attention and particular contemporary relevance to the spaces of representation to lived space as a strategic location from which to encompass, understand and potentially transform all spaces simultaneously. Lived social space, more than any other, is Lefebvre’s limitless Aleph, the space of all inclusive simultaneities, perils as well as possibilities: the space of radical openness, the space of social struggle (Soja, 1996, p. 68). Es por eso que para Soja (1996, p. 5) la noción de Tercer Espacio permite dar –241–
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cuenta de las luchas sociales por ocuparlo y definirlo, desde allí se puede dar cuenta de las problemáticas de raza, clase y género de manera simultánea sin privilegiar una sobre otra. Así, el Tercer Espacio puede definirse como a knowable and unknowable, real and imagined lifeworlds of experiences, emotions, events, and political choices that is existentially shaped by the generative and problematic interplay between centers and peripheries, the abstract and concrete, the impassioned spaces of the conceptual and the lived, marked out materially and metaphorically in spatial praxis, the transformation of (spatial) knowledge into (spatial) action in a field of unevenly developed (spatial) power (Soja, 1996, p. 31). Me interesan especialmente los postulados de Soja no sólo porque propone, al igual que Lefebvre, un punto de vista tripartito del espacio, donde espacialidad, sociabilidad e historia se entrecruzan y resulta imposible dar cuenta de una categoría sin las otras, sino también por el quiebre que implica con las dos “ilusiones” que han definido el modo de pensar el espacio: la ilusión de transparencia y la ilusión realista. Según la primera, el espacio es complementariamente inteligible, está abierto a la interacción humana y a la imaginación. Es un espacio inocente, libre de trampas o sitios secretos. En palabras de Lefevbre (1992, p. 28): “taken in a by a single glance from that mental eye which illuminates whatever it contemplates”. La segunda, en cambio, presenta una visión netamente empirista, el espacio es algo dado naturalmente, lo único que cuenta es lo mesurable, la materialidad más pura y dura. En este sentido, retomando la utilización del paisaje que hace la Generación del Boom, vemos que el acento comienza a situarse no en la complacencia ante el espacio ni en una mera búsqueda de anclaje que permita presentarse como caribeño para lectores foráneos, sino que el paisaje será el punto de partida desde el cual presentar conflictos sociales y políticos. La visión subyacente es la de un espacio en pugna que lleva consigo toda la pesada carga del pasado caribeño de opresión. Ahora bien, resulta innegable, a su vez, la preocupación de la generación de la década de 1950 por darle visibilidad a la poesía de la región antillana que, aún sumida en las relaciones coloniales, debía demostrar no sólo la existencia de una literatura propia, sino también que ésta era de calidad suficiente para ser
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considerada válida en las metrópolis. En contrapartida, la generación de las década de 1980 y 1990 se centró en dar espacio a aquello que había quedado por fuera de los grandes temas abordados por la “generación fundacional”.4 En ese sentido, es posible pensar que si los escritores que se hicieron un nombre en las décadas del cincuenta al setenta buscaban en algún punto aglutinarse, presentarse como “definitivamente caribeños”, las generaciones posteriores apostarán por la diferenciación, por un cuestionamiento de aquello que anteriormente fue difundido como “típicamente caribeño”. Ahora bien, ¿cómo pensar esa apuesta por la diferenciación en términos del uso del paisaje en poesía? ¿Implica resituarse en lo local, dar cuenta del paisaje guyanés, trinitense, jamaiquino, etc.? O por el contrario conlleva un apartarse de la noción de paisaje pues se vuelve otra categoría aglutinante, ahora considerada reguladora y simplista? Ninguna de las dos opciones es realmente la que se observa, sino que la mirada paisajística que se construye es diferente de la anterior. En la Generación del Boom el paisaje es utilizado como elemento para establecer un sentido de locación. En palabras de Phillips Casteel: Thus, if the generation of writers that established Caribbean literature in the 1950s struggled to assert a sense of location in the face of a colonial complex that universalized the metropolitan perspective, the challenge now may be to prevent the Caribbean from itself becoming generalized as an emblem of the global deterritorialization of cultures. (2014, p. 481). Esa era la crítica de Donnell (2006, p. 84-86) al señalar que la preeminencia de los estudios caribeñistas, paradójicamente lo han dislocado de sus contextos locales. Según Donnell, el modelo del “Atlántico negro”,5 que ganó releAlison Donnell estipula este planteo en relación con los críticos literarios caribeñistas, pero lo considero extrapolable al ámbito estrictamente poético: “In other words, if the foundational generation of critics had battled to identify and esteem the Caribbean subject in the face of colonial dehumanization and effacement, then the questioning generation sought to differentiate the Caribbean subject, both of and in writing” (2014, p. 125). La salvedad necesaria es que en el ámbito de la ficción y la poesía, la generación del cincuenta es falsamente fundacional, como la misma Donnell (2006); Donnell y Welsh (1996) demuestra, pues la literatura del Caribe de habla inglesa ya existía antes del Boom. 4
Donnell se refiere a The Black Atlantic: Modernity and Double Consciousness, libro canónico de Paul Gilroy, que establece la noción de “Atlántico Negro” como una formación intercul5
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vancia en la década de 1990, al poner el foco en la diáspora de los descendientes de esclavos, como característica común de la región antillana de habla inglesa, favoreció la formación de un nuevo canon en el que priman las “escrituras diaspóricas en detrimento de aquellos autores y obras que articulaban una visión localizada y local” (Donnell, 2014, p. 126-127); se privilegia lo cosmopolita por sobre lo local, al viajero por sobre el habitante [dweller], la movilidad por sobre la localización y el “otra parte” [elsewhereness] por sobre el aquí [hereness].6 En consonancia con ese punto de vista, Phillips Casteel sostiene que una de las consecuencias del giro espacial en la crítica literaria ha sido “the tendency to put and exaggerated stress on displacement, dislocation and movement at the expense of place. Spatial designators such as “terrain”, “landscape” and “borders” are more often than not metaphorized in contemporary criticism” (2007, p. 3). Casteel reconoce la importancia que han tenido “los estudios de la diáspora” para desarmar mitos de origen, pero considera que este enfoque se ha extendido a todas las formas de locación [emplacement]. Asimismo, afirma tural y transnacional: “The specificity of the modern political and cultural formation I want to call the black Atlantic can be defined, on one level, through this desire to transcend both the structures of the nation state and the constraints of ethnicity and national particularity. These desires are relevant to understanding political organizing and cultural criticism. They have always sat uneasily alongside the strategic choices forced on black movements and individuals embedded in national political cultures and nation states in America, the Caribbean, and Europe” (Gilroy,1993, p. 19). Este modelo permitió pensar a las poblaciones y movimientos culturales de los afrodescendientes por fuera de las naciones en las que habían nacido o migrado, poniendo el eje en el pasado compartido, no sólo en tanto las experiencias de opresión, sino también en una raíz cultural común. 6 Si bien comparto la visión de Donnell sobre lo que se ha vuelto un nuevo paradigma limitante, también es necesario comprender la función que ha tenido en la literatura ese “retorno” a África. Si como Breiner plantea, la poesía del Caribe de habla inglesa hasta la Segunda Guerra Mundial se veía dominada por una mirada que observaba todo con “ojos europeos” (es decir, británicos), África permitió levantar ese velo, reconocer las raíces más populares y orales que pudieron ingresar a la literatura y ser valoradas como parte esencial de una tradición propia. Sin duda, como todo movimiento “correctivo”, debe ser revisitado, y reconocer hasta qué punto aquello resultó un gesto necesario para renovar la poesía caribeña, no implica negar que su primacía como único eje crítico lo vuelve esencialista y condena a la marginalidad a todo aquello que no pueda ser encasillado dentro de esos parámetros. En el caso de Dionne Brand, su obra se ve filtrada por ese paradigma y sólo se señala aquello que ya se espera encontrar: la conciencia diaspórica.
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que la ciudad, en tanto espacio cosmopolita, es el lugar asignado a los autores en la diáspora, pues los espacios rurales o silvestres [wilderness] son vistos como la esencia de las naciones, y por tanto se tornan inaccesibles.7 Cabe destacar que ése no será el caso de Dionne Brand, quien en Land to Light on (1997) alternará entre el Caribe y el interior canadiense y recibirá por ese poemario el prestigioso Governor’s Award. Resulta especialmente interesante cómo Casteel resuelve esta dicotomía que Donnell (2006) y (2014) sugiere, la de fijismo versus movilidad, el otra parte frente al aquí: Moreover, eschewing the suspicion of territorializing metaphors and the polarization of place and displacement that characterize diaspora criticism, a Caribbean poetics of location tends to conceptualize fixed and relation identities as dialectic (Donnell, 2006; Phillips Casteel 2007). The multivalent quality of topoi such as the sea, the island and the garden in contemporary Caribbean writing expresses this understanding of rooted and nomadic models of identity as coterminous rather than mutually exclusive. The landscape thus offers identity and definition to a region that is famously difficult to define, but does so in a manner that confounds the traditional binaries of nature/culture, land/ sea, place/exile and nation/diaspora. (Phillips Casteel, 2014, p. 487). En ese sentido, se busca apuntar hacia la compleja dialéctica que se establece en el Caribe, donde el paisaje no es forzosamente un anclaje espacial, ni esa renuncia a la fijación implica una apuesta constante a un “otra parte”, sino que es muestra de una conciencia que se resiste a ser apresada por binarismos, que rechaza la comercialización de la que ha sido objeto el Caribe y su paisaje, buscando su “opacidad”, en los términos de Glissant, en el refugio del fragmento. Ello implica, por un un lado, romper con cualquier ilusión realista del espacio, marcando que éste es el ámbito de luchas y negociaciones sociales para definirlo y ocuparlo; un espacio que se halla siempre cruzado por la historia. En palabras de Francine Masiello: Resulta particularmente ilustrativo el ejemplo que da Casteel: la autora trinitense-canadiense Shani Mootoo había incluido en su novela He Drown She in the Sea (2005) escenas que transcurrían en el interior [wilderness] de Canadá, y sus editores se oponían a ellas; querían que se concentrase en los fragmentos que transcurrían en el Caribe. La conclusión de Mootoo es que como inmigrante trinitense no está autorizada a describir otra cosa de Canadá que sus ciudades (Casteel, 2007, p. 5). 7
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No se trata entonces de una ingenuidad lírica que exalte el referente mimético ni una fe ciega en la transparencia representativa del lenguaje en tanto capaz de describir con plena objetividad el paisaje del entorno. Más bien, el giro hacia la naturaleza cumple un proyecto estético para abrir forma y lengua; propone una política con respecto a los particularismos que resisten la globalización. (2013, p. 98-99). Por otro lado, se busca dar cuenta de un quiebre en la relación entre pertenencia espacial y subjetividad, poniendo en evidencia la imposibilidad de una mirada que se construya a partir de la distancia y el control. El sujeto lírico de Primitive Offensive mira y construye paisaje pero no lo hace necesariamente desde una distancia abarcadora, desde la que se ejerce un dominio sobre lo que se observa como postulaba Cosgrove; tampoco ocurre que ese paisaje construido esconda el trabajo, la opresión, los conflictos sociales presentes, pues como hemos visto, ya desde la década de 1950 el paisaje se vuelve una herramienta para dar cuenta de luchas políticas y la explotación. El velo detrás de la estetización en el paisaje ya se ha levantado y es en la mirada paisajística que se construye donde se observa cómo operan esos conflictos. Ahora bien, ¿qué se entiende por “mirada paisajística” y cómo pensarla en tanto expresión poética? “El enunciado poético es un ojo en suspenso”, sostiene Monteleone (1995, p. 6), para quien el poema mira a su objeto y a la vez lo propone como un modo de mirar (Monteleone, 2004, p. 33). Esto no implica por fuerza una preeminencia de recursos e imágenes netamente visuales, sino que establece un punto de vista, ya no como emplazamiento desde el cual mirar, sino el punto desde el cual el sujeto lírico se sitúa, física y simbólicamente para dar cuenta de su poesía. Me interesan particularmente los postulados de Georges Didi-Huberman (2010), en especial por cómo se enlazan con los planteos de Soja y Lefebvre sobre las ilusiones con respecto al espacio. Didi-Huberman sostiene que el acto de ver se abre en dos: aquello que vemos nos devuelve la mirada; cuando vemos lo que está frente a nosotros, siempre nos mira algo que es otra cosa, que parte de un adentro (2010, p.14), a eso lo denomina la escisión del ver, que “separa en nosotros lo que vemos de lo que nos mira” (p. 13), nos abre al vacío de lo que nos mira. Ante la angustia de ese vacío que todo acto de ver conlleva, surgen dos escapismos –246–
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posibles: el de la tautología y el de la creencia. El esquema tautológico (lo que veo es lo que veo) se condice con la ilusión de realidad, es la visión empirista que queda eternamente anclada en la pura materialidad.8 En palabras de Didi-Huberman: sería mantenerse más acá de la escisión abierta por lo que nos mira en lo que vemos. Actitud que equivale a pretender atenerse a lo que se ve (…). Significa, frente a una tumba, decidir no ir más allá del volumen como tal, del volumen visible y postular todo el resto como inexistente, expulsar todo el resto al dominio de una invisibilidad sin nombre. [...] Esa actitud –esa doble renegación– consiste, como se habrá comprendido, en hacer de la experiencia de ver un ejercicio de la tautología, una verdad chata (“esa tumba que veo allí no es otra cosa que lo que veo en ella: un paralelepípedo de alrededor de un metro ochenta de largo...”) propuesta como la pantalla de una verdad más subterránea y mucho más temible (“la que está allí abajo...”). La pantalla de la tautología: una finta en la forma de mal truismo o perogrullada. Una victoria maníaca y miserable del lenguaje sobre la mirada, en la afirmación fijada, cerrada como una empalizada de que no hay allí nada más que un volumen, y que ese volumen no es otra cosa que él mismo, por ejemplo un paralelepípedo de alrededor de un metro ochenta de largo. (Didi-Huberman, 2010, p. 20-21). La contraparte del ejercicio de la tautología es el ejercicio de la creencia: una verdad que no es ni chata ni profunda sino que se da en cuanto verdad superlativa e invocante, etérea pero autoritaria. Es una victoria obsesiva – 8 Claramente, Didi-Huberman retoma el concepto de mirada presentado por Jacques Lacan en los seminarios 10, 11 y 13, en los que ésta es presentada como objeto y puesta no del lado del sujeto sino del lado del Otro. Por eso, Didi-Huberman al afirmar “… lo que nos mira, constantemente, ineluctablemente, retorna en lo que sólo creemos ver” (p. 35), se alínea en la distinción lacaniana entre visión y mirada, en la que ver sólo implica percibir lo ofrecido a la vista y la mirada ocurre cuando es el objeto el que mira al sujeto. De todas formas, en el presente trabajo, así como no nos detendremos en la asociación entre ver y tocar que Didi-Huberman retoma de Marleau-Ponty, tampoco analizaremos la relación que se establece entre su pensamiento y el régimen escópico de Lacan, ya que excede nuestros propósitos. Lo que se busca explorar es la sugestiva propuesta de Didi-Huberman de que es posible, frente a un volumen visual, centrarse exclusivamente en uno u otro lado de la escisión del ver, representado en la creencia o la tautología.
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también ella miserable, pero de manera más indirecta– del lenguaje sobre la mirada; la afirmación, fijada en dogma de que no hay allí ni sólo un volumen ni un puro proceso de vaciamiento, sino “algo Otro” que hace revivir todo eso y le da un sentido teleológico y metafísico. Aquí, lo que vemos (el triste volumen) será eclipsado o más bien superado [Aufhebung] por la instancia legislante de un invisible de prever, y lo que nos mira se sobrepasará en un enunciado grandioso de verdades más allá... (2010, p. 22-23). Se intenta así trasladarse más allá de la escisión que abre lo que nos mira en lo que vemos, lo que el objeto mirado nos devuelve. Ver es también sentir la carencia, como establece Freud en su pulsión de ver, es abrirse en tanto sujeto deseante. Esa falta es la que Didi-Huberman hermana con la noción de vacío y de esa carencia intentan escapar quienes recurren a la tautología o la creencia en el acto de ver. Sin embargo, los enunciados tautológicos no logran sostenerse hasta el final (2010, p. 34) y opera en ellos un intento de fijar los términos. La tautología “lo que ves es lo que ves” no fija sólo el objeto (el “lo” de la preposición) sino que fija a su vez el acto de ver y el sujeto.9 Se observa entonces un mito con respecto a la perfección inmanente e inmediata, un ojo puro, perfecto, en el caso de la tautología, sin sujeto. Sin embargo: El acto de ver no es el acto de una máquina de percibir lo real en tanto que compuesto por evidencias tautológicas. El acto de dar a ver no es el acto de dar evidencias visibles a unos pares de ojos que se apoderan unilateralmente del “don visual” para satisfacer unilateralmente con él. Dar a ver es siempre inquietar el ver, en su acto, en su sujeto. Ver es siempre una operación de sujeto, por lo tanto 9 Didi-Huberman deconstruye la proposición en inglés what you see is what you see que surge a partir de dar cuenta del arte minimalista de Donald Judd (1928-1994) y Frank Stella (1936). La cita completa: “What you see is what you see: he aquí, por lo tanto, el punto de anclaje de todo este sistema de oposiciones binarias, con su serie de postulados reivindicatorios de las estabilidades lógicas u ontológicas expresadas en términos de identidades duplicadas; estabilidad del objeto visual (what is what), estabilidad del sujeto vidente (you is you), estabilidad e instantaneidad sin falla del tiempo para ver (you see, you see). El dilema, por su parte, sólo se revela tan vano y clausurado porque la tautología, en la cuestión de lo visual, constituye de hecho la clausura y la vanidad por excelencia: la fórmula mágica por excelencia, la forma misma invertida –equivalente como un guante dado vuelta o una imagen en espejo– de la actitud de la creencia” (2010, p. 46).
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una operación hendida, inquieta, agitada, abierta. (…) No hay que elegir entre lo que vemos (con su consecuencia excluyente en el discurso que lo fija, a saber (la tautología) y lo que nos mira (con su influencia excluyente en el discurso que lo fija, a saber, la creencia). Hay que inquietar por el entre y sólo por él. No hay que intentar más que dialectizar, es decir, tratar de pensar la oscilación contradictoria en su movimiento de diástole y sístole (…) Es el momento preciso en que lo que vemos comienza a ser alcanzado por lo que nos mira, un momento que no impone ni el exceso de plenitud de sentido (al que glorifica la creencia) ni la ausencia cínica de sentido (a la que glorifica la tautología). El momento en que se abre el antro cavado por lo que nos mira en lo que vemos (2010, p. 47). Lo que me interesa en Primitive... es que la mirada abarcadora de la que habla Cosgrove resulta imposible debido al trabajo con el fragmento. La mirada que construye Brand opera con la noción de desborde de la que habla Barthes: El “misterio” de la mirada, lo turbio que la compone se sitúa evidentemente en esta zona de desbordamiento. He aquí un objeto (o una entidad) cuyo ser se basa en su exceso [...] La ciencia interpreta la mirada de tres maneras (combinables): en términos de información (la mirada informa), en términos de relación (las miradas se intercambian) en términos de posesión (gracias a la mirada, toco, alcanzo, apreso, soy apresado): tres funciones: óptica, lingüística, háptica. Pero la mirada siempre busca: algo, a alguien. Es un signo inquieto, singular dinámica para un signo; su fuerza lo desborda (1986, p. 305-306). Se observa la cercanía entre Didi-Huberman y Barthes, en tanto a la idea de inquietud presente en el término mirada. Sin embargo, esa noción de desborde parece acercar a Barthes al “ejercicio de la creencia”, pues llevada al extremo parecería indicar que la mirada está más allá del volumen visual, más allá de la escisión y es siempre decodificable. En realidad, Barthes parece más bien apuntar al mismo vacío del que habla Didi-Huberman en su decir que la mirada siempre busca algo o alguien, es esa pulsión de ver freudiana que subyace a la idea de los dos autores franceses. Con respecto a Brand, ella opera con el desborde a partir de lo mínimo. Frente a las nociones totalizantes que replantearían la relación el paisaje en términos de binarismo, hay en Brand una dialéctica del ver, en el que el paisaje ni ancla ni es pura dispersión de un sujeto diaspórico. Brand se sitúa en la escisión, en la angustia que –249–
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se abre al ver. Se observa que resulta imposible encontrar ese más allá de la escisión del ver que, según la fantasía de la creencia, es lo único que realmente existe en el volumen visual. Esta fantasía se enlaza con otral: la de la pertenencia espacial. El yo lírico que se funde con el paisaje, como observaremos, lo hace desfragmentándose, y no encuentra en ese fundirse ni una repuesta a sus orígenes ni un sentido de pertenencia. El fragmento, por otra parte, no se ordena en ningún todo, presenta una realidad que preceptivamente solo puede ser aprehendida a cuentagotas, en enumeraciones de lo más dispares, en un búsqueda que nunca culmina ni colma, que es pura apertura inconcluyente. La mirada en Brand, para llevarlo a los términos de Barthes, no informa, apresa al sujeto pero no permite poseer.
Primitive Offensive, eliminar la distancia: mirada microscópica y ser uno con el paisaje La invocación mítica de la que habla Leslie Sander en la introducción a Chronicles, Early Works se observa en Primitive... ya desde los primeros versos, en los que Brand describe a una mujer de alguna tribu, ataviada con elementos rituales asociados con la magia (la referencia al juju): Canto I Ashes head to toes Juju belt guinea eyes unfolded impossible squint a sun since drenched breasts beaded of raised skin naked woman speaks (2011, p. 3)10 Lo interesante es que luego paisaje y palabras se verán entrelazados. Cuando el sujeto lírico exhorta a la mujer desnuda a hablar y le da la palabra, el verso que la invoca es: “run mouth, tell” (Prim, 3), que luego será “naked woman speak/ syllables come in water’s pace/ long river mouth, tell” (Prim, 3). En lugar de leer los sintagmas “water’s pace” y “long river mouth” como comparaciones, una representación metafórica de la palabra y la capacidad de hablar en términos de paisaje, considero que aquí se observa una triple fundición: se hermaCito por la edición de 2011 mencionada en la Bibliografía. Desde ahora la referiré como Prim y el número de página. 10
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na cuerpo, paisaje y palabra. El fluir de la voz, con el fluir del agua, que es también el discurrir de la palabra. Ya antes se había presentado la comparación opuesta: Naked woman speaks syllables come in dust’s pace dried, caked rim of desert mouth naked woman speaks run mouth tell (Prim, 3) Si la boca es un desierto, si las palabras se escupen como polvo es porque lo que se dirá está asociado con la muerte, con la primera impresión ante el contacto con los blancos: hombres muertos. Cuando las palabras fluyan, la boca será un río, porque lo que se relata es la resistencia ante el hombre blanco. El cierre del poema será también el cese del fluir: “naked woman speaks / syllables come in palm wine’s pace / Run mouth, dry” (Prim, 3). Por otra parte, el imperativo “tell” con el que se interpela a la boca opera como un verso de transición entre un sujeto lírico y otro, es decir, entre “la mujer desnuda” y la persona poética que le habla. Así, los imperativos pueden leerse como dichos por esa persona poética, o como la propia mujer desnuda invocando las palabras. En ese primer canto, entonces, se establece una interacción entre dos voces: la imagen mítica de la mujer y el sujeto lírico que la interpela. No obstante, esa división en apariencia clara, que se vuelve ambigua en el uso de imperativo, se irá deshaciendo a medida que el poemario avance. La apertura del Canto II, parece ser una invocación ritual: ancestor dirt ancestor snake ancestor lice ancestor whip ancestor fish ancestor slime ancestor sea ancestor stick ancestor iron ancestor bush ancestor ship (Prim,5) –251–
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Se intercambian elementos del paisaje con otros que remiten a la esclavitud. Así, “dirt”, “snake”, “fish”, “slime”, “sea”, “bush”, en tanto elementos de la naturaleza, podrían asociarse con la noción de paisaje, mientras que “whip”, “stick”, “iron” (que remite a las cadenas), “ship” (que remite a los barcos esclavistas), conforman un campo semántico asociado con la esclavitud. No obstante, cabe destacar que en sí, ninguno de los términos apunta a alguna visión de belleza, más bien todos traen aparejadas connotaciones negativas: “dirt”, en tanto suciedad, “snake”, por la carga ominosa que conlleva, “lice”, que remite a los piojos de los esclavos encerrados en los navíos; la violencia evidente de “whip”, el aparente contraste de “fish”, que ante la cercanía de “slime” (limo/baba), nos hace pensar en la viscosidad de ese pez, apartándonos nuevamente de cualquier imagen luminosa. “Ship” establece el enlace entre “fish” y las claras referencias de “Stick”, “iron” y “whip”. “Bush” (arbusto, pero también monte) remite tanto a la capacidad de esconderse y evitar así la captura, como el cimarronaje ya en el Caribe, o a la mirada desde el barco, que ve lo que deja atrás. Se observa, así, que aquello en lo que el “ojo del poema” se detiene son elementos aislados, una mirada recortada que salta de un elemento a otro sin presentar una imagen global. A continuación, se invoca, una vez más, a una figura mítica: ancestor old woman, old bead let me feel your skin old muscle, old stick where are my bells? my rattles my condiments my things, (Prim, 5) La pregunta sobre las posesiones será una constante del poema: “lady, my things”. Pero de la lista que se confecciona, la más productiva para nuestro análisis es la siguiente: “my map, my compass / after all, what is the political / position of stars?” (Prim, 6). Se observa, entonces, la búsqueda de un punto de ubicación, de entender dónde se está, la pertenencia. Por eso luego, la segunda persona a la que se interpela será “ancestor old man”, a quien se le reclama no haber podido de–252–
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cirle a qué tribu se pertenecía. Ese poema se encuentra en clara resonancia con lo que luego Brand desarrollará en A Map to the Door of No Return, donde relata la falta de respuesta de su abuelo cuando le preguntó a qué tribu africana habían pertenecido sus antepasados. Ese vacío que se abre en la Dionne de trece años ante la incapacidad de su abuelo de recordar, supera la propia necesidad de pertenencia: Papa never remembered […] We lived after that in this mutual disappointment. It was a rift between us. It gathered into a kind of estrangement. After that I grew old. I grew young. A small space opened in me. I carried this space with me. Over time it has changed shape and light as the question it evoked has changed in appearance and angle. The name of the people we came from has ceased to matter. A name would have comforted a thirteen-year-old. The question however was more complicated, more nuanced. That moment between my grandfather and I several decades ago revealed a tear in the world. A steady answer would have mended this fault line quickly. I would have proceeded happily with a simple name. I may have played with it for a few days and then stored it away. Forgotten. But the rupture this exchange with my grandfather revealed was greater that the need for familial bonds. It was a rupture in history, a rupture in the quality of being. It was also a physical rupture, a rupture of geography (Brand, 2001, p. 4-5). Ese quiebre geográfico está asociado con la incapacidad de invocar un paisaje que permita construir pertenencia: “My grandfather could not summon up a vision of ladscape or a people” (Brand, 2001, p. 5), dice, y se observa que un pueblo y una visión del paisaje se hallan al mismo nivel, ambos podrían dar el mismo sentido de pertenencia. Historia, geografía y subjetividad se entrelazan en esa noción de ruptura que representa la diáspora africana en el Caribe. Y si bien lo que el paisaje le devolvería a la mirada (en este caso del abuelo) es su consciencia de sí, en tanto miembro de una comunidad, la tribu olvidada, Brand tiene claro que en realidad se trata de un imposible, es por ello que se sitúa en un estado de constante dislocación, esa “... crushing dislocation of the self which the landscape does not
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solve” (Brand, 2001, p. 61). Tampoco tiene una imagen romantizada de las raíces africanas como una posible restitución de la pertenencia perdida. La Dionne que escribe The Door… ya no es la niña de trece que se desesperaba por saber si sus orígenes eran yorubas o ashanti: Why do I slip into the easy-enough metaphor of Africa as body, as mother? […] The idea of return presumes the certainty of love and healing, redemption and comfort. But this is not return. I am not going anywhere I’ve been, except in the collective imagination. Yes, the imagination is itself a pliant place, lithe, supple, susceptible to pathos, sympathetic to honor. I cannot go back to where I came from. It no longer exists. It should not exist (Brand, 2001, p. 90). Sin duda, Brand reflexiona aquí sobre el clásico tópico de rétour que había instalado Aimé Césaire en Retorno al país natal, que ya décadas antes el poeta martiniqueño Édouard Glissant había puesto en entredicho. Lo interesante es que Brand desancla la pertenencia de cualquier fijación territorial: “We have no ancestry except the black water and the Door of No Return. They signify space and not land. A ‘vastness’ indeed ‘beyond imagination’” (61). La Brand de The Door... considera que los orígenes están sobrevalorados, que todo origen es arbitrario (Brand, 2001, p. 64), y elige situarse en la indeterminación, en esa puerta metafórica, en el agua que separa África de América, tumba de muchos, disolución del ser anterior para quienes resistieron el viaje.11 Ahora bien, ¿qué ocurre con la Brand que escribe Primitive...? Retomando la cita del Canto II, nos detuvimos en los sustantivos en los que paisaje y esclavitud se entrelazan, pero queda por dar cuenta el adjetivo (o sustantivo en posición adjetiva) que se repite incesantemente “ancestor”: todo aquello enumerado es parte del linaje del yo lírico. Sin duda se observa en el comienzo de Primitive… una búsqueda por los orígenes, por una ascendencia que trasciende la tribu, que está intrínsecamente unida al paisaje y la esclavitud. La pregunta por los mapas, no obedece sólo a un deseo de localización de la persona poética, es también una reflexión sobre la función de las representaciones cartográficas, pues si las estrellas, 11
Se evidencia allí la clara influencia de The Black Atlantic... de Gilroy.
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en tanto punto de referencia para la navegación, no tendrían una posición política, los mapas, en tanto construcciones que dan cuenta de una determinada cosmovisión, sí la tienen. Pero Brand tiene su propia visión sobre las representaciones cartográficas: Some of us want to tie the world down into spaces that we own. You can map a place, and write observations, but that’s strictly a reflection of your own point of view (…) If that point of view is rigid enough, that’s all you see. A map should be a larger place – a place filled with the endlessness of living, the hugeness of the imagination (Method, 1999, s/n). El mapa por el que clama el yo lírico de Primitive… está asociado con esa visión, es uno que trasciende el espacio geográfico en sí, que trasciende incluso el tiempo cronológico de una posible confección, como se observará más adelante. En el Canto III, la imagen mítica de la “ancestor old woman” se transforma en “dismembered woman”; así la voz poética insistentemente le recuerda: understand you are alone diamonds pour from your vagina and your breasts drip healing copper but listen woman dismembered continent you are alone see crying fool you want to talk in gold you will cry in iron you want to dig up stones you will bury flesh […] understand –255–
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dismembered one ululant you are alone when water falls back land surfaces (Prim, 8-9) La equiparación de la mujer con un continente y la referencia a los diamantes y el cobre, indicaría que se asocia a esa mujer con África, pero como la propia Brand sostiene en la cita ya mencionada, ésa es una metáfora facilista. Resulta llamativo, a su vez, que la clara sexualización de ese cuerpo femenino (los senos, la vagina) estén asociados con riquezas, como un recordatorio de la explotación en ambos planos. La imagen de la esclavitud vuelve a surgir en la oposición entre el oro y el hierro. Y luego de que el sujeto lírico interpele a la mujer, se le dará lugar a la voz de ésta (quiebre que en el poema se representa con el corrimiento de la sangría), que responde que sabe de su soledad, pero aún así desafía cualquier ataque. El por qué del epíteto “dismembered” se comprenderá recién en la tercera parte del poema, en el que retome el yo lírico original: I was sent to this cave I went out one day like a fool to this cave to find clay to dig up metals to decorate my bare and painful breasts water and clay for a poultice for this gash to find a map, an imprint anywhere would have kept me calm, anywhere with description. instead I found –256–
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a piece of this, a tooth, a bit of food hung on, a metatarsal which resembled mine, something else like a note, musical (Prim, 10) Comprendemos, entonces, retrospectivamente que la persona poética ha encontrado unos restos y a partir de ellos evoca a esa mujer mítica, desmembrada. Resulta particularmente productivo detenernos en los versos “water and clay / for a poultice/ for this gash/ to find a map, an imprint / anywhere / would have kept me calm,/ anywhere / with description”. El agua y la arcilla funcionarían como un cataplasma (“poultice”), un retorno a los remedios naturales, buscar en la tierra aquello que puede sanarla. Lo curioso es que aquello que se quiere curar es “this gash” (tajo, corte profundo). Ningún corte físico ha sido mencionado que habilite el uso del demostrativo, con lo cual es posible pensarlo en términos más abstractos. Y en ese sentido, resulta plausible asociar “gash” con el “rift” que Brand menciona en The Door.., ese espacio que se abre dentro de ella al descubrir el vacío en la memoria de su ancestro. Los siguientes versos sostienen esa hipótesis, pues un mapa, una descripción la habrían calmado. Así, observamos que el yo lírico busca un anclaje, una vez más simbolizado en un mapa, que sería sanador. El hecho de que eso se busque en una cueva, mediante la arcilla y el agua, nos remite una vez más a la idea de que es en el paisaje que el sujeto lírico busca cierta pertenencia, encontrar que a su mirada se le devuelva una visión de sí y de sus orígenes. Pero como la propia Brand afirma en The Door…, el paisaje no puede sanar la dislocación subjetiva. Lo interesante en este canto es que la búsqueda por sus orígenes no le da lo que busca (de allí el instead), porque frente a la mirada global representada por un mapa, lo que se encuentra es fragmentación. En ese sentido, considero que en esa cita se observa una declaración cuasi metapoética, en la que Brand define cómo construirá su mirada: todo
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intento de visión total, descriptiva, esclarecedora, se cancela; sólo queda entregarse al fragmento, a la dispersión, representados en los restos (“a tooth/ a bit of food”; “a metatharsal”). En ellos se buscará obsesivamente información, de allí las profesiones con las que se compara: paleontóloga, arqueóloga, papiróloga y una científica geopolítica: I pored over these like a paleontologist I dusted them like an archaeologist a swatch of cloth, skin artless coarse utility but not enough, yes enough still only a bit of paint, of dye on a stone I cannot say crude but a crude thing nevertheless a hair a marking that of a fingernail to rock wounded scratch I handled these like a papyrologist contours a desert sprung here migrations a table land jutting up, artful covert, mud I noted these like a geopolitical scientist I will
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take any evidence of me even that carved in the sky by the fingerprints of clouds everyday even those that do not hold a wind’s impression (Prim, 11-12). Si en la cita anterior se evidenciaba una cercanía entre sujeto lítico y restos al decir “a metatarsal / which resembled mine” (énfasis agregado), en esta cita se observa la fundición del sujeto lírico con los restos al decir “any evidence of me”. Existe un juego ambiguo con el verbo pues “I will take any evidence of me”, luego de que hubiera una clara división entre los restos y la primera persona que los manipula, podría leerse como un take away/off, es decir, como el científico que desea borrar cualquier rastro de sí en las muestras. Sin embargo, no hay ninguna partícula que permitiera adoptar esa lectura. Más bien, ese “take” pareciera ser un “tomar”, en el sentido de aceptar o de llevar consigo. La obsesiva búsqueda, entonces, es para encontrar sus huellas en los restos. En el siguiente canto, la fundición será completa, lo cual aporta a la lectura propuesta: Canto IV dry water brackish dust base days hurrying base days primordial journey blistered, chafed, let me through let me up whose is this in my hand whose green purple entrails veined, prurigenous, fetid
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mine? tote it through this place? wet land rooted wood this humus body plant and blood excreta (Prim, 11) Los primeros versos de este canto, que también tiene el tono de una invocación (por el uso del imperativo “let me”) remiten al “Middle Passage” [la travesía de los esclavos por el Atlántico], lo que ella llamará años después “la puerta del no retorno”. Ese “primordial journey” es una forma de situarse en el momento del traslado forzoso a América, otra forma de invocación a los ancestros, pero el sujeto lírico pide que la dejen pasar (“let me through”), ascender (“let me up”), como si fuera ella uno de esos cuerpos sepultados en el Atlántico. No obstante, me interesa detenerme en las preguntas retóricas que se abren después: se mira esas entrañas tratando de comprender qué es lo que devuelven. La relación especular que se establece deja perplejo al sujeto lírico que no sabe qué hacer con eso que (se) es. Por eso el uso del demostrativo en “this humus body” resulta tan sugestivo. ¿De qué cuerpo se habla: el propio, el de los restos? Asimismo, el referente más cercano (conectado a su vez por otro “this”) es “this place/ wet land/ rooted wood”. Cuerpo y espacio quedan entonces unidos, idea que “humus” en posición adjetiva refuerza, como referencia a la capa de sustancia orgánica de la tierra.12 Si el “humus” remite a la descomposición, se enlazan así la descripción de las entrañas con algo fétido. Vemos por tanto que hay un triple enlace entre sujeto lírico, restos y paisaje, pues se es los restos y los restos son también la tierra: “plant and blood”. Esa fundición que se observaba en la cita anterior, pues era en el paisaje donde quedaban las huellas del yo (“carved/ in the sky/by the fingerprints of clouds; a wind’s impression”). La unión cuerpo y paisaje se sostiene a medida que avanzan los versos: Resulta interesante, a su vez, notar que “humus” es un cuasi homofono de “human”, que queda resonando dada la colocación habital “human body”. 12
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dead things weigh me down this obsidian plain bald dead things dead leaves dead hair dead nails (Prim, 13) La planicie obsidiana, que por el demostrativo marca la localización del sujeto lírico, forma parte de las “cosas muertas”. Las hojas (“leaves”) parecen ser lo mismo que el cabello (“hair”) y las uñas (“nails”). Una vez más se observa que Brand escapa a la mirada global para centrarse en lo mínimo: la planicie se desfragmenta en pequeñísimos elementos. Pero si por un instante esa mención al cuerpo pareciera situar al sujeto lírico por fuera de ese enlace cuerpo-paisaje, los siguientes versos vuelven a instalar claramente al “I”: tongue, a swollen flower glottis, choked with roots my teeth fall bloodless a damp mange covers me I cough a velvet petalled herb my neck bleeds ant sprout hills on my head leave wings in my blood red feast of my blood fat leaves of my blood (Prim, 13) Los primeros dos versos son particularmente sugestivos. La lengua es una flor (una vez más cuerpo y paisaje se funden) y las raíces que ahogan la glotis pueden ser pensadas como otra manera de volver sobre la cuestión de los orígenes: la búsqueda de las raíces termina ahogando al yo lírico que entonces no podría hablar. Hecho que el siguiente fluir de los versos desmiente, claro está, y aunque la garganta tiene atravesadas las raíces, lo que se escupe al toser es un pétalo aterciopelado. Es curioso, de hecho, cómo se entrecru-
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za la descomposición (los dientes que se caen, la sarna –mange–, la sangre) con elementos más luminosos (“flower”, “velvet petalled herb”). Se evidencia aquí que la asimilación entre paisaje y cuerpo es total, pues se observa un fluir entre uno y otro, aunque ese fluir nada tiene de armonioso sino que parecer ser una muestra de la descomposición. Por ejemplo, es marcada la violencia en la imagen de las hormigas que hacen surgir colinas de la cabeza del sujeto lírico, que tiene entonces alas y hojas en la sangre. Unos versos más adelante continuará en la misma línea de fundir cuerpo y paisaje siempre desde una mirada que ve obsesivamente la descomposición: sepulchral smell of my limbs the sun embedded in my skull dung heap of my bones my eyes are dead they want to talk stone, the lagoon is burning green day of my death there is nothing that I remember (Prim, 14) Ahora bien, hasta aquí hemos usado de modo muy laxo el término “paisaje”, pues la mirada que construye Brand en realidad se detiene en elementos propios de la construcción prototípica del paisaje caribeño: flores, hojas, plantas, el sol, el mar, pájaros e insectos. Sin embargo, en su poesía, con estos elementos sólo se construye caos, se los enumera y entrelaza de manera tal que quedan descolocados, y aunque se encuentran interconectados, trazan redes de sentido que dispersan cualquier posibilidad de imagen total. El “ojo del poema”, suerte de microscopio que Brand construye, mira mucho sin que por eso pueda ver. Por eso me interesa detenerme en los versos “my eyes are dead/ they want to talk stone”, pues el tópico del “no ver” se repite en este poema. Si bien es claro que el sujeto lírico se posiciona en el lugar de esos restos ancestrales con los que ha tropezado, que representan a todos los que murieron en el traslado al Caribe y durante la esclavitud (restos de sus antepasados, la tribu olvidada por el abuelo), sus “ojos” son los de –262–
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los restos. “My eyes are dead” puede leerse en esa clave más literal, como mención a la descomposición. O podemos pensar el verso como otra declaración metapoética en la que Brand establece cómo es su mirada. Los ojos no ven porque quedan anclados en el presente de lo que el volumen visual les plantea: la muerte, la descomposición, buscan desesperadamente ir más allá de la escisión del ver, pero todo lo que le devuelve la mirada en su ver es la muerte. Por eso dirá: stone and water molten water cannot clean my eyes dead things dead years contrive (Prim, 14) Es posible leer que los ojos quieren hablar piedras como la búsqueda de una mirada imposible, que comunique lo que no puede ser comunicado. Cualquier posibilidad de pertenencia, de construcción identitaria anclada a un espacio sólo reenvía a la muerte. El sujeto lírico en Primitive Offensive busca que una mirada le devuelva lo que en realidad sabe que es imposible. Por eso también hay una renuncia a construir visiones globales y se observa el empecinamiento por el detalle. La mirada microscópica que rompe con la distancia, acercándose tanto que se deja de ver: my eyes are pus bags pus of anger ground teeth bitten bone dry spittle pus of my insides sand of my insides (Prim, 16) En el verso “sands of my insides” se observa nuevamente el recurso de fundir el cuerpo y los elementos aislados con el paisaje. Unos versos antes ya había establecido una comparación similar:
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my arms are sand twigs make my vertebrae trigs and faeces dust ensanguined now I bleed water soon I will bleed dirt (Prim, 16) Si en la cita “leave wings in my blood/ red feast of my blood / fat leaves of my blood” son los elementos lo que pasan estar en el cuerpo, ahora es éste el que hace manar los elementos (agua, tierra); se observa con ello una total reversibilidad, en la que se le asigna al cuerpo un ser más allá de los meros restos, pues posee ahora un rol activo, casi podría pensarse vital si no fuera porque todas las imágenes remiten a lo mortuorio. Así, se observa que la imagen ha cambiado, ya no es la mera equiparación con los restos, como ocurría versos antes: spectral spider laying eggs, gnawing through my skull lying there, picked clean among other bones in this eyrie this place of clawed feet I am a bird’s treasure (Prim, 15) De ser un resto apresado en un nido, se pasa a ser también un ser alado: where am I that I am transparent, blue winged yet cannot move where insect eyed in corners of dead sunlight, light coffined in dust long travelled shafts, where am I (Prim, 15)
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Me interesa detenerme en esa pregunta, no marcada por la puntuación pero sí por la estructura gramatical, pues considero que se enlaza con la mención repetida a la piedra. Si se pedía que los ojos “hablaran piedras” como una invocación de lo imposible, como lo que no retorna en la mirada (los orígenes, la pertenencia espacial asociada con una identidad colectiva), más adelante se observa que la piedra está asociada con lo que no se puede decir: i know that stone i’ve dance on in often enough, friend stone friend foot dead stone i know that dance, i’ve … i know that stone, dead stone in my throat that stone of spit i’ve danced on it often enough (Prim, 17)13 La piedra física, en tanto un espacio concreto sobre el que se baila, pasa a ser metafórica al situarse en la garganta, estableciendo la incapacidad de decir. Esta idea se refuerza más adelante:
13 Si bien no es relevante para el presente análisis resulta llamativa la alternancia entre el uso de la mayúscula y la minúscula para el pronombre “I”, que no parece seguir un patrón a lo largo del poemario. Por otra parte la agramaticalidad de “i’ve dance on it” que podría obedecer a cierta oralidad asociada con el creole, no se mantiene y pasa a ser el correcto “i’ve danced on it” unos versos después. Tal vez esa carencia de uniformidad es a lo que se refería Brand a la hora de afirmar que Primitive... requirió cierto trabajo de edición. Quizás estas cuestiones mencionadas hayan escapado de ese proceso de edición y en futuras publicaciones del poemario se corrijan.
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give me a tongue I’ve … ta tat a, dip de de bop I know that stone (Prim, 20) El lenguaje le falla y se cae en un balbuceo14 para luego retomar la pregunta de versos antes, sólo que ahora con una mayor conciencia acerca de cuál es la búsqueda: murdering sun red in my eyes, waterless from seeing seeing each night, each place unrecognizable red in my eyes they cannot close I don’t have the belly for that broken pot of a sun which place am I trying to remember like a tune (Prim, 20) Ya en el Canto III, cuando aparecen los restos por primera vez se hace referencia a la música: a metatarsal which resembled mine, something else like a note, musical (Prim, 10) Ese “something else” se carga de sentido en el Canto IV: los restos traen consigo un “algo más”, la pertenencia espacial. Ya antes ha dicho “there is nothing / that I remember” (Prim, 14), pues como afirmará Brand en The Es posible, asimismo, pensarlo como un tararear la música del baile. De todas formar, marca un quiebre en el devenir lógico del sentido y por tanto es un quiebre del lenguaje. 14
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door... no es posible retornar al lugar de origen, ya no existe más que en la imaginación colectiva. Así, si el sujeto lírico de Primitive... afirma que se precede a sí misma (Prim, 17), en clara resonancia con su fundirse con los restos de supuestos antepasados (se es ahora y se fue antes aquella que dejó los restos), ese lugar que se quiere recordar como una melodía escuchada alguna vez, es también parte de ese continuo atemporal en el que se sitúa el sujeto lírico, es un aquí que no pertenece a su temporalidad, ni siquiera a ese sujeto que se es. Me interesa detenerme en la imagen de los ojos rojos, que no pueden dejar de ver (“they cannot close”). Resulta curioso que afirme que “no tiene el estómago para hacerlo”, pues si la sensibilidad herida se asocia con no tolerar ver ciertas cosas, en este caso dejar de mirar requeriría una fuerza que no se tiene. Se establece esa contradicción pues dejar de mirar implicaría dejar de buscar en el afuera la devolución de la mirada, renunciar a reconocer “cada noche, cada lugar”, situarse en la escisión que se abre ante la no pertenencia, el corte que el cataplasma (“poultice”) del Canto III no puede sanar. La piedra, entonces, representa la imposibilidad de decir, pero también un lugar físico donde se ha bailado (en esta vida o la de su antepasado) y es en tanto espacio que representa un anclaje, un elemento concreto sobre el cual volver para rastrear los pasos, de allí que reaparezca obsesivamente a lo largo del canto. De hecho, la imagen final del poema está asociada con la piedra: air of thick stone wife to rock daughter to fish eye to stunned beach caves to hold my freeness Spanish galleons lying off, doubloons to fill caves, two looks one before, one behind still still dead air –267–
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battler of wind of wind and rope escaped feather still dead air there is a thing I want to be there is an endness to it a greyness in its look a writhing crack in its mouth shroud my face is stone shroud my face is stone broken into cut and stained, face of air face of torn rag workcloth of my face stone (Prim, 21) En el comienzo de esta cita se observa nuevamente que el linaje está unido a los elementos del paisaje (se está casada con la roca, se es hija de un pez), pero resulta especialmente productivo analizar las dos miradas: “one before” parece indicar que se mira hacia el pasado, una visión temporal, mientras que “one behind” estaría asociado con el plano físico, mirar por detrás de la espalda, para cubrirse, protegerse, la mirada del que se siente perseguido. “Still” puede leerse como una continuidad, como la confirmación de que aún los miedos ancestrales, la muerte, están presentes. Pero “still” también tiene carga adversativa (puede ser un sinónimo de “sin embargo”) y se explicaría por el deseo de ser otra cosa (“there is a thing I want to be”). Es interesante el uso de los pronombres por el grado de imprecisión que conllevan. En “there is
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an endness/ to it/ a dreadful metal to it” el “it” pareciera remitir a “thing”, eso que se desea ser (y por tanto no se es). “A grayness in its look” nos plantea el interrogante de si refiere a su aspecto o a su modo de mirar. ¿Eso que se quiere ser le está devolviendo la mirada? Pero al decir “my face is stone” pareciera remitir nuevamente a una fundición: el sujeto lírico se ha convertido en esa piedra a la que obsesivamente se quiere volver como a un anclaje. ¿La referencia del color gris y del metal de eso que se quiere ser es la piedra? ¿Ser ese lugar mítico que se le escapa al sujeto lírico como una melodía que lo ronda, lo atormenta y sin embargo no puede evocar? La piedra como pertenencia, sí, pero también lo que está al final de la soga con la que se ahoga al esclavo. Así, la piedra es también la clausura de la palabra, y no en vano es la última del poema. Tal vez la pertenencia sea también una soga al cuello que ahoga y deja sin palabras. El siguiente canto (V) marca un quiebre en el tono, en el que lo evocativo desaparece. La primera palabra con la que se abre el poema es significativa: still I can eat flour I can eat salt I can eat stone and oil (Prim, 22) Nuevamente observamos una ambigüedad, pero aquí leo el “still” en carácter adversativo, como parte de la ruptura con lo anterior. El poder comer habla de una potencia vital que diverge de todo lo que se ha dicho hasta el momento. Y aunque afirma que está muerto, el sujeto lírico se desmiente: I am a liar, I procrastinate, my teeth don’t want to die they want to chatter something soft and bland they want to chew hot peppers my limbs don’t want to die don’t want to feel the –269–
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slightest pain they like to act to bend and flex themselves they like to take their lead from the sky (Prim, 23) Aquí la equiparación con el paisaje (ser como el cielo) es un rasgo positivo, a diferencia de lo que se observó en los poemas anteriores. Se evidencia cierto carácter metapoético en éste, pues si hasta aquí la atracción por la muerte era constante, el sujeto lírico admite su propia impostura: no quiere morir, no quiere callar (los dientes quieren parlotear). Así, pareciera desmentirse todo lo que se había construido en los poemas anteriores. A partir de ese canto se abre otro arco temático, donde la búsqueda de pertenencia sigue siendo la clave, pero ahora el sujeto lírico interpela a otros seres diaspóricos, como él mismo. Así, el canto VI comienza: VI you in the square you in the square of Koln in the square before the huge destructive cathedral what are you doing there playing a drum you, who pretend no to recognize me you worshipper of insoluble I know you slipped, ripped on your tie the one given to you at the bazaar where they auctioned off your beard you lay in white sheets for some years then fled to the square grabbing these colors, red, green, gold like some bright tings to tie you head and bind you to some place (Prim, 24)
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Aquí se enlaza al hombre que ve tocar un tambor en una plaza de Colonia, Alemania, con la venta de esclavos en las plazas americanas (“tie” referiría a la soga o cadena en el cuello de los esclavos, “auction off your beard”, la venta en sí misma). Así se le habla a distintos personajes que bien podrían ser uno mismo repetido, el afrodescendiente dislocado: and you, the other day in Vlissengen, I was so shocked to see you in your bathing suit on that white beach in Holland what were you doing there and again the other night I saw you in Paris near St. Michel Metro (…) looking at me as if you did not know me I was hurt so hurt on Pont Neuf so hurt to see us so lost (Prim, 24-25) La imposibilidad de ser reconocido, la herida que eso abre, obedece que al mirar, el sujeto lírico no recibe nada, no hay una devolución real a su ver. Y si bien la referencia espacial es flotante (se pasa de Colonia, Alemania a Holanda y luego a París), curiosamente el sujeto lírico se ancla en la enunciación: And me too here in this mortuary of ice my face like a dull pick I wondered if I resembled you (Prim, 25)
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Ese verse reflejado en los otros, en esas otras vidas que no son la suya pero que lo interpelan, en las que se ve reflejado (de allí que utilice el pronombre “us” en “to see us”) se acrecienta, por ejemplo cuando le habla al senegalés que vende chucherías frente al Sena. you didn’t see me, there was a hum between us refractory light about us […] I hoped you read Fanon and this was just a scam but I knew it was your life because your dry face was my dry face (Prim, 26-27) La diferencia que se abre entre ellos asociada con la conciencia de raza (el deseo del sujeto lírico es que el senegalés haya leído a Fanon y esté montando una farsa para los turistas, en lugar de ser una farsa de sí), se cierra al equiparar los rostros, pues la desesperación es la misma. Ahora bien, una vez más el tópico de la mirada se hace presente. El otro no ve al sujeto lírico, perece haber ruido (“hum”) entre ellos, esto quiebra lo que para la persona poética podría ser un momento de intimidad, simbolizado en la luz: así como se cree que quizás el otro pudiera ser distinto de lo que es, una vez más se añora una hermandad que no se da. La ausencia de mirada deja al sujeto lírico atrapado en el malestar de la escisión sin nada que le devuelva el sentido de comunidad que se busca. La mirada de este poema es la que ve aquello que pasa desapercibido para otros, como los gendarmes de los que hablará luego, que maltratan a un anciano con documentos y dinero porque no logra explicar que no es un inmigrante ilegal: “I saw what you did / gendarmes” (27). La mirada se vuelve un arma acusatoria, pero lo que su ver le devuelve es la violencia, la brutalidad de lo que nadie, sin importar su estatus social o clase, se salva si no tiene el aspecto correcto. La hermandad que se encuentra aquí es la de la piel15 como opresión, que los equipara con un “no ser”, un muerto en vida: 15
En realidad, en ningún momento se hace referencia a la piel per se, pero queda sobre-
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look at my face I am a corpse I have met another corpse (Prim, 28) Sin embargo, no es ése el verdadero sentido de hermandad que el sujeto lírico busca. Lo encontrará en el canto siguiente, en Cuba, donde será otra quien ponga en palabras lo que la persona poética ha tratado de construir: A woman, she, black and old said, somos familia, I could not understand, it was Spanish so she touched my skin todos, todos familia, eh! Yes, Si! I said to be recognised she knew me and two other did too, one night in the Amphiteatro de La Avenida de Las Puertas and then in Parc Maceo recognized me (Prim, 29-30) Pero Cuba no durará como refugio: en el siguiente poema, que forma parte del canto anterior pero es el único que posee un título propio: “1513, Havana”, se vuelve sobre la esclavitud y la figura de Bartolomé de Las Casas, ya no como el clásico defensor de los indios, sino como responsable de la importación de mano esclava de África a América. Y de Cuba, se salta a François Toussaint, uno de los artífices de la Revolución Haitiana, a quien se le escribe con adoración. Espacialmente, implica otro giro, pues nos reenvía a Francia (como en el final entendido en los ecos a la esclavitud del inicio, al senegalés y Fanon, el anciano que va a ver su hijo en Alemania que estudia “German linguistics for negritude” (28).
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del Canto VI), a Joux, el fuerte en el que murió Toussaint. La referencia al frío no es casual, pues la muerte del líder haitiano está asociada con él y la falta de la atención médica necesaria que sus carceleros se negaron a proporcionarle: I can hear that cry of yours ripping through that night night of privateers night of fat planters leave nothing behind you Toussaint heard too late when it was cold in Joux (Prim, 33) La idea de destrucción, tanto del colonizador como de la que requiere la revolución de los colonizados permite el enlace con el canto VIII, donde creo posible observar un retorno a los restos de esa mujer mítica del principio. Cito el poema en su totalidad: Canto VIII a belly, elongated, balloons somewhere, a hideous thing comes for me, if I close the window I’ll stifle on the ratty air, Stay! Leave of my throat no calmness now, I’ll rage my hair will curl its tight ringlets around your neck, my teeth will wait for your flesh, my breath will scorch your bones to dust leaving its stench in your wask, I’ll spew you into the sea like the pit of a lime the be a scavenger bird craning on a rock –274–
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to pounce on what is left, Even then, I will not leave you alone, I’ll scour the sand and stones for your heart, strip it with my gnarled toe nails till for the seaweed you are gone depending from which continent I spring Europe, Africa, It will be honour or savagery (Prim, 34). Si bien ese “tú” al que se dirige resulta ambiguo, creo posible una lectura que vuelva a situar un diálogo con la mujer mítica del inicio y los restos con los que el yo lírico parecía identificarse en los primeros cantos. Aquí se observa que, frente a aquello que pareciera cernirse sobre el sujeto lírico (“a hideous thing comes for me”), éste reacciona atacando, en lugar de huir (se pide “stay!”, en lugar de intentar expulsar). La violencia de las imágenes que siguen son evidentes, pero me interesa que ellas remiten a las escenas de los cantos en los que se adoptaba el punto de vista de los restos: la soga (los rizos del cabello en este caso) que enlaza el cuello, los huesos convertidos en polvo, el pájaro que recoge en la arena lo que queda, hasta hacerlo desaparecer entre las algas. El punto de vista aquí es el del conquistador, de aquel que es responsable de todas las atrocidades que ha venido enumerando en los poemas anteriores. Solo que aquí, en el último verso, se recuerda la hipocresía según la cual los actos son salvajes de acuerdo a quién los ejecute, más allá de los actos en sí; y en relación con el llamado de destrucción de Toussaint del canto anterior, establece la posibilidad de la lectura opuesta: ya no la violencia del conquistador sino la del esclavizado. De todas formas, la mirada que Brand construye aquí no ve en el otro nada a ser rescatado, es una mirada que cosifica y no mira buscando encontrar una devolución a su ver, podría decirse una mirada utilitaria que no ve realmente, en términos de Didi-Huberman, no permite que el mirar abra ninguna escisión. Otro poema en el que es productivo detenerse es el Canto X.16 Si en el IV 16 Omito el Canto IX pues considero que no es productivo a la línea de análisis propuesta. En éste el yo lírico, que se presenta como un muerto, le habla a Rockefeller y se burla de que el dinero y el poder no hayan podido salvarlo de ese destino compartido. Una vez la muerte se presenta como un sentido de comunidad, sólo que en el caso de Rockefeller, siempre se rehuyó esa posible hermandad.
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se planteaba que había algo que “se quería ser”, en el X se juega con la idea del “encontrarse”, en principio como una colocación normal (To find onself + verbo de acción), pero luego puesta en entredicho: Then I find myself rushing about, inadequately knowing something and part of something never everything or enough [...] I find myself standing still [...] then I find myself not found (Prim, 37) El problema es que la muerte no pone fin a esa incerteza del ser: I am dead and you would think that it ended there you would hope you would think it was enough, instead, I find my corpse determined ambivalent contradictory (Prim, 37) Así, la muerte no es el fin de nada. Una vez más hay un desdoblamiento entre el sujeto lírico que se enuncia muerto y que sin embargo está por fuera de su propio cadáver (lo vimos con los juegos de acercamiento y distancia de los restos, pero también en el Canto VI: “I am dead already/ I can run without my sacophagus/without my earth hole/ without my bones...” 22). La pregunta sobre qué se es tiene aquí su respuesta, aunque frustrante: –276–
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Finally, what I have suspected all along is true I am exactly who I thought I was, dreamed I was, mockingly exactly what I seemed to be, scarce, bare, this time I should have made no excuses, this time I should have come home and hung myself (Prim, 38) El deseo de ser algo en Canto IV tiene aquí su feroz contracara: se es aquello que se temía ser. Es interesante cómo juega con las expectativas pues si la idea de “sospechar” (“Finally, what I have suspected/all along is true”) puede predisponer a una lectura negativa, el “dreamed I was” nos hace creer que el sujeto lírico ha cumplido con sus expectativas. El “mockingly” quiebra esa posible lectura, pues se es entonces una burla de aquello que se quería ser, se es poco (“scarse”). Si enlazamos esta estrofa con la citada anteriormente, el encontrarse “no encontrado”, parece ser una contradicción con el saber exactamente qué se es. Ese no encontrarse, en oposición a la repetición del “me encuentro”, tiene que ver con ese quiebre en no poder ser ese que, en el fondo y a pesar de las propias aspiraciones, se es. Por otra parte, la determinación del cadáver de seguir presente, frente al deseo del sujeto lírico de suicidarse, nos habla de que la persona poética se considera un muerto en vida y desprecia su falta de valor para ya de una vez acabar con su existencia. Asimismo, el “I find me”, implica que el sujeto lírico lleva la mirada hacia sí mismo, en un desdoblamiento en el que se externa de sí y pasa a observarse. El problema se halla en aquello que le devuelve la mirada, pues lo repulsa. Una vez más, la persona poética no puede evitar mirar, una suerte de tropezarse consigo mismo. Por otra parte, el cierre de este poema, permite el enlace con el siguiente, el Canto XI: “we die badly / always / public and graceless” (Prim, 39). Se pasa así de la muerte individual, buscada, a la muerte colectiva, brutal e injustificada. Ese “we” es el colectivo de la piel, esa “familia” que aquí cobra visos trágicos. Se observa en éste un germen de lo que será Inventory (2006) pues
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en ese libro posterior se trabajará precisamente con esas muertes anónimas que se anuncian y abruman por acumulación. Asimismo, se observa un enlace posible con Thirsty (2002) en los versos “[we die] in our houses/ on Sunday mornings/ in Toronto/ if the police say we’re wielding/ machetes” (Prim, 29) pues parece hacer mención al asesinato de Albert Johnson, jamaiquino/canadiense, muerto a manos de la policía en la entrada de su vivienda. En el caso de Johnson, que impulsó la creación de un comité contra la brutalidad policíaca en 1979 y una larga serie de protestas contra el racismo, está inspirado el poemario de 2002. Asimismo, el canto XII continúa en ese paralelismo con Inventory en el que, mediante las noticias que llegan por la radio, se establece un contrapunto entre el sujeto lírico y el mundo exterior, en este caso Sudáfrica: “goodnight from Pretoria / goodnight from Pretoria / the Professor answered the radio announcer” (Prim, 41). El elemento que permite percibir una división entre la radio y el sujeto lírico, el quiebre espacial entre Sudáfrica y otra locación, es el frío: “About four o’clock in the morning / when the door gets cold” (Prim, 41). La persona poética entra claramente en escena al comparase con un perro: and something, some spot, some absence, some resonance of it, stings a stray mangy dog into a yelp, strings his tail in the air flings his jaws useless, his nails dig into the asphalt hopelessly, running what difference? The dog and me in excruciating arabasque (Prim, 41) Detengámonos en la ambigüedad del “some resonance of it”. El referente inmediato es “absence”, con lo cual podría tratarse de la huella de una ausencia; sin embargo, dada la equiparación del sujeto lírico con el perro aullador, creo –278–
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más apropiado pensar esa resonancia en clave musical, es decir, leer este verso en consonancia con “which place / am I trying to remember / like a tune” (Prim, 20). El desgarro del sujeto lírico que lo hermana con el perro nace del rift, de ese gash del que ya hemos hablado, que sigue rondando aquí como un eco. Los siguientes versos son reveladores: There between the bush ingratiating... between the leaves hanging cold opaque cloth slender... my exquisite improvisation broken a feeling of bowels and tissue such softness, such flesh now... so close to being nothing my etude not done correctly breaks the glass, opens a morning in Pretoria (Prim, 41-42) Por un lado se observa una impersonalidad flotante pues ¿cuál sería el sujeto de “ingratiating” y “hanging”, “opaque cloth”? ¿”my exquisite improvisation? Creo que es posible leer allí la permanencia del “yo” como un eco que reverbera en estos versos, idea que se sostiene también por la descripción de las vísceras. La mención a “cloth” parece remitir a “my face of torn rag/ workcloth of my face” (Prim, 21) del Canto IV. Por otra parte, el “improvisation” se emparente con “etude”, en tanto ambos remiten a la música, que está indefectiblemente asociada con la búsqueda de ese lugar mítico de los primeros cantos. En éste se vuelve a evidenciar el tópico del cuerpo roto, las vísceras, y en relación con el canto anterior, con la conciencia del no ser nada, o mejor dicho, un tender hacia la nada, la desaparición. Esa búsqueda mítica, ese espacio que se recuerda como una canción, abre el camino hacia Preto-
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ria. No es un enlace armonioso, sino quebrado (“breaks the glass, opens”).17 Pero me interesa detenerme en particular en el retorno a lo espacial que se observa en este poema. Pues si en los cantos anteriores el anclaje se hacía presente en los sujetos, en la “familia de la piel” que le permitía a la persona poética trascender temporalidades y espacios, aquí de nuevo parece retornar el plano físico, tangible, que, de todas formas, se mantiene en el plano de la imprecisión. Reaparecen ciertos elementos como el arbusto o monte (“There between the bush”) y las hojas (“between the leaves”). Lo curioso es el “there”, que como punto de referencia del sujeto con respecto a su enunciado marca una distancia. Conforme a mi lectura, según la cual la persona poética está hablando de sí, se observa un desdoblamiento en el que se está presente en la localización de enunciación, pero al mismo tiempo se está allí donde la mirada ve los elementos, ahora sí a la distancia y ya no desde el microscopio que impedía realmente ver. Así, el cierre del poema nos reenvía a Pretoria, a la brutalidad aún presente en Sudáfrica, ampliando aún más la distancia, más allá de lo que se puede ver, que llega como una voz en la radio pero que aun así se puede sentir, literalmente en carne propia: a morning in Pretoria a morning nervous and yellowish its guts ripped out and putrifying [sic] stuffed back into its throat (Prim, 42) El canto siguiente se abre en la misma línea, situando al sujeto lírico de madrugada; los sentidos se agudizan: a smell of muddy oil in the air a scent of dirty water 17 La palabra “etude”, abre una posibilidad de análisis: este tipo de composición musical está diseñada para que el ejecutante se ejercite en superar ciertas dificultades técnicas o demuestre su virtuosismo. En este caso, el sujeto lírico admite no haberlo hecho correctamente, es decir, no haber logrado superar la prueba. ¿Qué podría significar eso en este caso? Si se prosigue en la línea de análisis que asocia música con espacio, es posible pensar ese fracaso en tanto no recuperar la melodía, el lugar mítico de origen.
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trapped under the earth, it would be damp a breeze every now and again got though the grey watery sky an they would hang, the clouds, I mean (Prim, 43) El tono se vuelve marcadamente coloquial, como deja en evidencia el “I mean” y una vez más la mirada se posa en el paisaje, pero ahora es claro que ya no se es parte, se observa a la distancia, desde la ventana: “waking up, looking across the window” (Prim, 43). Resulta curioso que aquí el oído sea lo que prime, y que las imágenes visuales sean imaginadas, nunca realmente vistas, pero aun así se establece la certeza (“I know” “I’m sure”). Hearing shoes on the pavement outside hollow heeled, spiked woman’s an those man’s flat, slap of leather, slithering, I know he has a smile gold teeth in this mouth perhaps, rings on his index, middle and little fingers, I’m sure he’s wearing tan she, her face is tight as the pavement and the heel of her shoe her mouth is full of sand her legs are caught in that hobbled skirt and the leaves of the trees –281–
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above those sounds of steps made a deceitful silky sound like that (Prim, 43-44) El único elemento asociado con el paisaje es aquí engañoso pues busca cubrir la escena, la dureza de la ciudad. Sólo dos imágenes conectan con los poemas pasados: la boca llena de arena de la mujer y “her armpit tight with sand”. Tal vez en esos versos pueda verse un pasaje que permite en el Canto XIV el retorno de la imagen de la mujer mítica: Canto XIV naked skin woman, run legs to silence bush to water, to snake’s evanescent legs to dark water, tree unscaled, run moss to creeping liana, nothing grows here nothing except everything so green it blacks so green it thinks of crevices to most on, to ponder things fecund full breasts of things naked skin woman, run (Prim, 45). Pero si en el Canto I se exhortaba a correr a la boca, ahora es a la mujer a la que se le propone huir. Los elementos asociados con el paisaje (“bush”, “water”, “snake”, “tree”, “moss”, “liana”) una vez más enumerados desordenadamente, sin construir una imagen abarcadora clara, se intercambian entre sí, y nuevamente se observa la continuidad entre cuerpo y paisaje, pues las
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piernas se convierten en agua oscura; “tree unscaled” junto a “run” parece ser otro vocativo para la mujer, y los senos fecundos (“full breasts of things”) son tanto los de la mujer como los de la naturaleza. La persona poética se ancla en el espacio que describe pues ahora es un “aquí” (“nothing grows here”). La opulencia de la fecundidad se vuelve un signo de destrucción, de aniquilación. Otro elemento significativo es la indefinición de las voces, pues el “yo” en este poema es particularmente ambiguo: Here I am rough and green, as it were brutal as they come grubby as usual where is my battle shoe one boot and a bead for my navel, it’s all I need, here my shale skin battle dress, green jacket, protect me, here again sister dust, comrade water here I am ugly and ready hand down my juju, my life stone, sister clay wet me with some water dash my breast over my shoulders come sister, hold me back parry enemy! (Prim, 45) ¿Es la mujer mítica, preparándose para resistir, invocando la protección de la naturaleza (“green jacket, protect me”, “sister dust, comrade water”, “sister clay/ wet me...”)? ¿O es la voz de la persona poética que le habla a esa mujer y se transforma en ella, o en su doble? El “come sister, hold me back” luego de que el apelativo “sister” se haya asociado con la naturaleza resulta también de –283–
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una gran ambigüedad ¿es la mujer que le habla al sujeto lírico que la exhorta a correr? ¿Es el sujeto lírico que le habla a la mujer en un diálogo en el que el “yo” es camuflaje? ¿Es tan solo la invocación de la mujer a la naturaleza? Los siguientes versos continúan ese juego de intermitencias: Naked skin woman dance, run belly full of wind I dance, run my arms then eloquent wisps (Prim, 46) Y más adelante ese “sister” parece adoptar otro rostro: naked woman, run good day sister death, let us get drunk let us eat roses let us eat newspapers. What will it matter, here I am mercifully bare prop up my elbows my battle points throw water on my face, give me rum. Show me the dog let me at him houngan! (Prim, 46) Por un lado se observa la obsesión por la locación: “here I am”, como si a fuerza de insistir el deíctico se cargara de sentido. Pero el “aquí” persiste como referencia flotante, pues no hay un referente claro al cual remitiría. La temporalidad también se halla cruzada, pues los diarios remiten al tiempo del sujeto lírico de los cantos anteriores, ya no a la experiencia mítica impersonal y atemporal. Por otra parte, la referencia al perro nos remite al Canto XII, en el que el sujeto lírico se veía reflejado en su angustia. La muerte no es entonces –284–
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un enemigo contra el cual se lucha sino una hermana. La disolución sería, una vez más, una escapatoria. La soledad sería aquello de lo que es necesario huir: Naked woman, run aloneness come in the end it covers ground quickly but to be a bright and violent thing to tear up that miserable sound in my ear I run my legs can keep going my belly is wind (Prim, 47) Pero ante la soledad –que nos remite al Canto III– el yo opone su cuerpo como algo brillante y violento, estableciendo que será siempre libre, en perpetuo movimiento, pues se es viento. El “miserable sound/ in my ear” puede leerse en consonancia con la melodía con la que se compara el lugar mítico del origen. Esa música que hay que recordar se transforma en el canto de las sirenas y sólo se escapa de ella renunciando a cualquier fijación, entregándose al movimiento perpetuo.
Una mirada poética situada en la escisión Si todo poema propone a su objeto como un modo de mirar, la relación que Brand establece con el paisaje, en tanto elementos dispersos, vistos casi siempre microscópicamente, construye una mirada en la que el ojo jamás podrá abarcar lo que debe ser abarcado, que se niega a la falacia de la transparencia, tal como la definía Lefebvre. En tanto pertenece a la generación del post-Boom, Brand busca escapar a los encasillamientos que la crítica ha establecido para la literatura de las Antillas inglesas, y se inscribe en esa relación dialéctica con el paisaje de la que habla Casteel: el sentido de locación no excluye la conciencia diaspórica. De todas formas, el paisaje en Brand no permite ningún anclaje, pues no configura una imagen global, comprensible, que para la poeta queda asociada con la mentira de los mapas, la fantasía de que es posible abarcar y comprender un territorio. En cuanto a la mirada, se –285–
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busca un más allá del volumen visible, se espera que los elementos devuelvan un sentido de pertenencia, un retorno al origen que resuena como una música ya hace tiempo olvidada, es decir, pareciera situarse en la fantasía de la creencia, según la plantea Didi-Huberman. Pero Brand muestra la falsedad de esa búsqueda, al condenarla a la futilidad. Se sitúa en la falta, en el sujeto deseante que se abre al ver y no encuentra, no puede encontrar lo que busca. Tanto si intenta fundirse en el paisaje, como si se trata de un anclaje que nunca logra establecer, como si se entrega a la experiencia diaspórica (y opresiva) de los afrodescendientes, su mirada nunca consigue que lo mirado le devuelva aquello que anhela. No se logra, como sostenía Didi-Huberman “ese momento preciso en que lo que vemos comienza a ser alcanzado por lo que nos mira” (2010, p. 47), pues ello implicaría un encuentro que en Brand jamás es posible. Nada sana el gash, el rift abierto por el desconocimiento de un pasado irrecuperable, nuestra poeta escribe desde el lugar deseante del ver, desde la angustia de la escisión de quien sabe que el espacio que su mirada abre no podrá cerrarse, colmarse, en ese eterno desborde del que habla Barthes. Lo invisible en tanto volumen y en tanto el “algo Otro” del ejercicio de la creencia son igualmente inaprensibles, escurridizos. El sujeto lírico en Primitive Offensive renuncia a apresar con la mirada, pues renuncia a cualquier distancia, fundiéndose con lo que ve o desfragmentándolo microscópicamente. Así, Brand se sitúa más allá de la polarización que mencionaba Casteel entre emplazamiento y desplazamiento: su sujeto lírico desarticula ambas posibilidades haciendo de su mirada un arma que le devuelve al lector, ese otro que se sitúa frente al poema como ante un objeto a ser visto, el gash, el rift, pura angustia frente al vacío.
Bibliografía Baugh, E. (2001). A History of Poetry. En A. James Arnold. A History of Literature in Caribbean English and Dutch Speaking Regions, (Vol. 2, pp. 227-282). Amsterdam/Filadelfia: John Benjamins Publishing Company. Barthes, R. (1986). Directo a los ojos. En R. Barthes. Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces (pp. 305-310). Barcelona: Paidós. Benítez Rojo, A. (1989). La isla que se repite: el Caribe y la perspectiva posmoderna. Hanover: Ed. Del Norte. Brand, D. (2001). A Map to the Door of No Return. Notes to Belonging. Toronto: Doubleday Canada. –286–
Azucena Galettini
Brand, D. (2011) [1983]. Primitive Offensive en Chronicles, Early Works. Waterloo, Canadá: Wilfrid Laurier University Press. Breiner, L. (1998). An Introduction to West Indian Poetry. Cambridge: Cambridge University Press. Butling, P. (2005). Dionne Brand on Struggle and Community, Possibility and Poetry, interview by Pauline Butling. En P. Butling, P. y S. Rudy. Poets’ Talk, conversations with Robert Kroetsch, Daphne Marlatt, Erin Moure, Dionne Brand, Marie Annharte Baker, Jeff Derksen and Fred Wah (pp. 63-87). Edmonton, Canada: The University of Alberta Press. Cosgrove, D. (1984). Social Formation and Symbolic Landscape. Madison Wisconsin: The University of Wisconsin Press. Cosgrove, D. (2002). Observando la naturaleza: el paisaje y el sentido europeo de la vista. Boletín de la Asociación de Geógrafos Españoles, 34, 63-89. Cosgrove, D. (2004). Landscape and landschaft. Boletín del Germanic History Institute 35. Recuperado de http://www.ghi-dc.org/publications/ghipubs/ bu/035/35.57.pdf Didi-Huberman, G. (2010). Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial. Donnell, A. (2014). The Questioning Generation. Rights, representations and Cultural Fractions in the 1980s and 1990s. En M. Buknor, y A. Donnell, A. (Eds.), The Routledge Companion to Anglophone Caribbean Literature (pp. 124-133). Nueva York-Londres: Routledge. Donnell, A. (2006). Twentieth-Century Caribbean Literature. Critical moments in anglophone literary history. Londres: Routledge. Donnell, A. y Lawson Welsh, S. (1996). The Routledge Reader in Caribbean Literature. Londres: Routledge. Duncan, J. y Gregory, D. (Eds), (1999). Writes of Passage: Reading Travel Writing, Londres, Nueva York: Routledge. Gilroy, P. (1993). The Black Atlantic: Modernity and Double Consciousness. Londres, Nueva York: Verso. Lefebvre, H. (1992) [1974]. The Production of Space. Oxford: Blackwell. Masiello, F. (2013). El cuerpo de la voz (poesía ética y cultura) I. Rosario: Beatriz Viterbo Editora. Method, S. (1999). Dionne Brand. She’s a wanderer. Quill and Quire, 4. Recuperado de http://www.quillandquire.com/authors/shes-a-wanderer/ –287–
Lo que el ojo no alcanza a abarcar: mirada paisajística en Primitive Offensive de Dionne Brand
Monteleone, J. (1995). Una mirada corroída: Sobre la poesía argentina de los años ochenta. En R. Spiller (Ed.), Culturas del Río de la Plata (1973-1995): Transgresión e intercambio, Lateinamerika Studien 36, (pp. 203-215). Universität Erlangen Nürnberg- Frankfurt am Main: Vervuert Verlag. Monteleone, J. (2004). Mirada e imaginario poético. En Y. Sánchez y R. Spiller, (Eds.). La poética de la mirada (pp. 29-43). Madrid: Visor Libros. Phillips Casteel, S. (2014). The Language of Landascape. A lexicon of the Caribbean Spatial Imaginary. En M. Buknor, M. y A. Donnell (Eds.). The Routledge Companion to Anglophone Caribbean Literature (pp. 480-489). Nueva York- Londres: Routledge. Phillips Casteel, S. (2007). Introduction. Landscaping in the Diaspora. En S. Phillips Casteel, Second Arrivals: Landscape and Belonging in Contemporary Writing of the Americas (pp. 1-17). Carlottesville: University of Virgina Press. Roger, A. (2007). Breve tratado del paisaje. Madrid: Biblioteca Nueva. Sanders, L. (2011). Foreword. En D. Brand (ed.), Chronicles, Early Works (pp. vii-xii). Waterloo-Canadá: Wilfrid Laurier University Press. Silvera, M. (1995). Dionne Brand, In the Company of my work. En M. Silvera (Ed.). The Other Woman: Women of Colour (Color) in Contemporary Canadian Literature (pp. 356-380). Toronto: Sister Vision. Silvestri, G. y Aliata, F. (2001). El paisaje como cifra de armonía. Buenos Aires: Nueva Visión. Sheller, M. (2003). Consuming the Caribbean: From Arawaks to Zombies. Londres: Routledge. Soja, E. (1996). Thirdspace: Expanding the scope of the geographical imagination. Londres-Nueva York: Routledge.
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Autores Carolina Sancholuz Doctora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata, donde se desempeña en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación como Profesora Titular de Literatura Latinoamericana I, para las carreras de Profesorado y Licenciatura en Letras. Coordina la carrera de Doctorado en Letras en la misma institución. Es Investigadora Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con sede en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IDIHCS) de la Universidad Nacional de La Plata y es miembro del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires. Dirige proyectos de investigación, entre ellos “Cartografías de la literatura latinoamericana: tropos y tópicos del espacio y su representación”, con especial énfasis en la producción literaria caribeña. Ha publicado el libro Mapa de una pasión caribeña. Lecturas sobre Edgardo Rodríguez Juliá (Buenos Aires, Dunken, 2010). Prologó la novela La piscina de Edgardo Rodríguez Juliá para el sello Corregidor; ha participado con colaboraciones en numerosos volúmenes colectivos y revistas académicas de la especialidad. Coordina la sección Libros dedicada a reseñas bibliográficas de la revista Orbis Tertius. Dirige tesistas de grado, postgrado y becarios CONICET, UNLP y UBA en el campo de los estudios literarios y culturales latinoamericanos.
Valeria Añón Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, Magíster en Literaturas Española y Latinoamericana por la misma institución e Investigadora Adjunta del Conicet con sede en el Idihcs UNLP. Es Profesora Adjunta de Literatura Latinoamericana I en las universidades de La Plata y Buenos Aires (Departamento
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Autores
de Letras). Es autora de numerosos capítulos de libros y artículos en revistas con referato, vinculados en especial con el análisis de crónicas novohispanas (siglos XVI y XVII) y andinas, y con estudios culturales latinoamericanos en general. Entre sus libros figuran la edición anotada de la Segunda Carta de relación de Hernán Cortés (2010), La palabra despierta. Tramas de la representación y usos del pasado en crónicas de la conquista de México (2012) e Interpretar silencios. La extraducción en la Argentina (2013). Dictó cursos de posgrado en las universidades de Buenos Aires, La Plata (Argentina) y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Dirige un proyecto PICT 2014 con sede en el Idihcs; dirige el proyecto UBACyT 2014-2016: “Imágenes, circuitos y sujetos de la lectura y la escritura en la literatura colonial latinoamericana” y el proyecto PRI-UBA (2012-2014) “Figuras de la lectura y la escritura en la literatura colonial latinoamericana”. En la Universidad Nacional de La Plata codirige el Proyecto de Incentivos“Cartografías de la literatura latinoamericana. Tropos y tópicos del espacio y su representación”, código H688, dirigido por la Dra. Carolina Sancholuz.
Susana E. Zanetti: Fue Profesora Emérita de la Universidad Nacional de La Plata, donde se desempeñó como Profesora Titular de la cátedras Literatura Hispanoamericana y luego Literatura Latinoamericana I. En la facultad de Humanidades de la UNLP Susana fue investigadora de enorme y reconocida trayectoria en los estudios de literatura latinoamericana; fue responsable de numerosos proyectos de investigación en el área y sobresalió en su labor de formadora de especialistas en literatura latinoamericana. Dirigió el Departamento de Letras, la carrera de Doctorado en Letras y la revista Orbis Tertius. Paralelamente se destacó en sus actividades docentes y de investigación como Titular de las cátedra de Literatura Latinoamericana I de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, institución en la cual coordinó la Maestría en Literaturas Española y Latinoamericana, fue Directora del Instituto de Literatura Hispanoamericana, del Departamento de Letras y miembro integrante y fundadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género. Su actividad en el campo editorial argentino, en EUDEBA y CEAL fue de singular importancia, contribuyendo a la formación de un público lector a través de, por ejemplo, la segunda edición de Capítulo y la Historia de la literatura argentina. Lectora infatigable y crítica, sus profusos ensayos dedicados a un arco muy amplio de aspectos de la literatura latinoamericana se han –290–
Autores
publicado en revistas especializadas e importantes volúmenes colectivos. Entre sus trabajos extensos, los más recientes dedicados a últimas preocupaciones sobre lectores, lectoras y ficcionalización de escenas de lectura en la literatura latinoamericana son: La dorada garra de la lectura (Beatriz Viterbo, Argentina) y Leer en América Latina (Ediciones El otro, el mismo, Venezuela).
Simón Henao-Jaramillo Doctor en Letras por la Universidad Nacional de La Plata, Magíster en Literatura española y latinoamericana por la Universidad de Buenos Aires y profesional en estudios literarios por la Universidad Javeriana de Bogotá. Profesor en la cátedra de Literatura Latinoamericana I en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Becario posdoctoral de CONICET para una investigación sobre las proyecciones imaginarias de lo común en el arte, el cine y la literatura colombiana de fin de siglo XX. Sus últimas publicaciones son “Imágenes de lo íntimo en Falleba de Fernando Cruz Kronfly” en Revista Perífrasis Nº 13 (2016) y “Fernando Cruz Kronfly y el tiempo fracturado de Destierro” en Revista Estudios de Teoría Literaria Nº 8 (2015). Es miembro integrante del proyecto“Cartografías de la literatura latinoamericana: tropos y tópicos del espacio y su representación” radicado en el IDIHCS.
Facundo Ruiz Doctor en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Argentina, donde se desempeña como profesor de Literatura Latinoamericana. Es Investigador del CONICET y del Instituto de Literatura Hispanoamericana, en el marco del cual dirige el grupo Estudios Barrocos Americanos. Ha editado y anotado la poesía y las cartas de sor Juana Inés de la Cruz (Nocturna mas no funesta, 2014) y coordinado, junto a Pablo Martínez Gramuglia, el volumen Figuras y figuraciones críticas en América Latina (2012). Ha publicado artículos en volúmenes colectivos, revistas nacionales e internacionales. Preparó, junto a Luciana del Gizzo, la Antología temática de la poesía argentina, de próxima aparición.
Rodrigo Javier Caresani Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y profesor de literatura latinoamericana en dicha Universidad. Becario de CONICET, cursa su –291–
Autores
doctorado en Literatura con el tema “Poesía y traducción en el modernismo latinoamericano: de Rubén Darío a Julio Herrera y Reissig”. Ha publicado el tomo Rubén Darío. Crónicas viajeras. Derroteros de una poética (2013) y coeditado Traducir poesía. Mapa rítmico, partitura y plataforma flotante (2014). Es asesor del proyecto Obras Completas de José Martí (Centro de Estudios Martianos) y miembro de los consejos editores de Repertorio dariano (Academia Nicaragüense de la Lengua) y Exlibris (FFyL, UBA). Dirige el grupo “Relaciones interartísticas en el modernismo latinoamericano (1880-1930): viajes, traducciones, lenguajes” (PRIG-UBA) y participa en varios proyectos dedicados al “fin de siglo”. Sus investigaciones sobre el fenómeno de la traducción se han difundido en libros y revistas académicas argentinas e internacionales.
Javier Planas Licenciado en Bibliotecología y Ciencia de la Información; Doctor y Magister en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Se ocupa de temas vinculados con la historia de la lectura, el libro y las bibliotecas en Argentina, con particular interés en las bibliotecas populares. Integra equipos de investigación que abordan problemas relacionados con las tecnologías de la información y la comunicación. Becario posdoctoral de Conicet. Profesor en la carrera de Bibliotecología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Dirige la revista Palabra Clave (La Plata).
Julieta Novau Profesora y Licenciada en Letras por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Se desempeña como docente Ayudante Diplomada de la Cátedra “Literatura Latinoamericana I” (FaHCE-UNLP). Becaria de la UNLP, para realizar el Doctorado en Letras cuyo tema de investigación se centra en las“Figuraciones de la narrativa antiesclavista en Cuba y Brasil, 1840-1880”. Ha colaborado en distintas publicaciones académicas. Es miembro integrante del proyecto“Cartografías de la literatura latinoamericana: tropos y tópicos del espacio y su representación” radicado en el IDIHCS.
Rosario Pascual Battista Profesora en Letras por la Universidad Nacional de La Pampa (Argentina). Doctoranda en la Universidad Nacional de La Plata sobre “Poética y tradición –292–
Autores
cultural en la obra lírica y crítica de José Emilio Pacheco”, con la dirección de la Dra. Carolina Sancholuz y la codirección de la Dra. Graciela Salto. Publicación reciente: “La imagen de la ruina en Los elementos de la noche [19581962] de José Emilio Pacheco”. Anales de Literatura Hispanoamericana, Vol. 44 (2015). Docente auxiliar en “Introducción a la Literatura” y “Práctica II” de la Universidad Nacional de La Pampa. Integra, además, dos proyectos de investigación sobre literatura latinoamericana, uno de ellos “Cartografías de la literatura latinoamericana: tropos y tópicos del espacio y su representación” radicado en el IDIHCS. Participa en el equipo editorial de la revista Anclajes.
Azucena Galettini Doctoranda en Letras (CONICET-Universidad de Buenos Aires), investigadora tesista en el Instituto de Literatura Hispanoamericana (UBA). Proyecto de tesis doctoral: “Escrituras topográficas de la dislocación: la construcción de una mirada paisajística en la obra de dos poetas del Caribe anglófono, Grace Nichols (Guyana-Reino Unido) y Dionne Brand (Trinidad y Tobago-Canadá)”. Licenciada en Letras (Universidad de Buenos Aires) y traductora inglés-español egresada del Instituto en Educación Superior en Lenguas Vivas, “Juan Ramón Fernández”, entre sus publicaciones recientes se encuentran: “Más allá de la paradoja espacial: otra manera de pensar la diáspora: Análisis de The Fat Black Woman’s Poems, de Grace Nichols.” en El Gran Caribe en femenino, Cuadernos de literatura del Caribe e Hispanoamérica, número 17, enero-junio 2013, y “La precariedad de lo humano y la imposibilidad de construir territorios en El país de la canela, de William Ospina” en Andrea Ostrov (coord.) Biopolítica, cuerpo y territorio, NJ editor, 2015 (en prensa). Es miembro integrante del proyecto “Cartografías de la literatura latinoamericana: tropos y tópicos del espacio y su representación” radicado en el IDIHCS.
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COLECTIVO CRÍTICO
N˚3
Espacio y representación se articulan en este volumen para dar cuenta de la heterogénea Literatura Latinoamericana a través de categorías tales como lugar, territorio, viaje, desplazamiento, exilio, frontera, ciudad, paisajes, naturaleza, topografía, mapas, cartografías, itinerarios y redes. El libro conforma un sistema de lugares: territorialización del Nuevo Mundo en la crónicas hispanoamericanas de los siglos XVI y XVII; el desplazamiento forzado, la trata esclavista y la huída cimarrona en novelas y ensayos del siglo XIX en Cuba y Brasil; los espacios letrados y de sociabilidad literaria en la literatura del siglo XIX; el espacio antillano en el mapa latinoamericano: imágenes de la insularidad y del archipiélago, cruces de fronteras entre la poesía del Caribe anglófono e hispánico; exilio y redes intelectuales en autores del Caribe hispánico del siglo XX; la problematización del concepto de nación y territorio en la narrativa colombiana contemporánea; espacio y tradición poética en la lírica mexicana contemporánea. La puesta en evidencia de dichos trayectos permite iluminar vínculos entre textos del pasado colonial y experiencias culturales recientes, como así también reflexionar acerca de la conformación de un sistema literario y cultural a contrapelo de ciertos lugares comunes del campo historiográfico literario latinoamericano que apuntan a una temporalidad cristalizada en periodizaciones, privilegiando este volumen la noción de espacio.
IdIHCS ISBN 978-950-34-1504-7
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales